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Rosalie los condujo por unas escaleras hasta la primera planta de la clínica, donde tres pequeñas salas equipadas con rudimentarios sistemas de vida asistida se intercalaban entre oficinas y habitaciones de reposo para enfermos convalecientes.

No hacía muchos años, el piloto no habría sobrevivido a sus heridas. Rosalie les explicó que había sufrido quemaduras de tercer grado en gran parte de su cuerpo y que sus pulmones habían recibido daños graves por inhalación de humo y aire caliente. La clínica le había realizado un bypass alveolar, y le habían aplicado gel a los pulmones para acelerar la recuperación. También se lo habían puesto sobre la piel.

Bueno, pensó Marguerite, tenía muy mala pinta, tumbado en una cama blanca de una habitación blanca con una piel artificial de blanco-ébano extendida sobre su rostro como un pañuelo de papel húmedo. Pero había que decir que aquel era un tratamiento de primera fase. En menos de un mes, les había dicho Rosalie, tendría un aspecto casi normal. Casi igual a como era antes del accidente.

La herida más grave había sido un golpe en la cabeza que no le había l egado a fracturar el cráneo, pero que le había causado una hemorragia intracraneal muy difícil de curar.

—Hicimos todo lo que pudimos —dijo Rosalie—. El doctor Goldhar es un médico realmente excepcional, sobre todo teniendo en cuenta que no tenemos un hospital totalmente equipado con el que poder trabajar en este tipo de situaciones. Pero el pronóstico es reservado. El señor Sandoval puede que se despierte, o puede que no.

Señor Sandoval, pensó Marguerite, tratando de hacerse una idea del hombre que yacía bajo todos aquellos aparatos médicos. Probablemente no se trataba de un hombre joven. Una gran barriga asomaba bajo las mantas. Cabel os de color sal y pimienta sobresalían al í donde no se le habían llegado a quemar.

—Lo ha llamado señor Sandoval —dijo Chris.

—Ese es su nombre. Adam Sandoval.

—Ha estado inconsciente desde que l egó. ¿Cómo conoce su nombre?

—Bueno… —parecía inquieta—. El doctor Golhar nos dijo que no facilitemos esta información a la primera de cambio, pero usted le salvó la vida, ¿no es cierto? Eso fue realmente valiente.

La historia se había difundido por Blind Lake Television, para horror de Chris. Había declinado una entrevista, pero su reputación había subido como la espuma, algo que seguramente no era tan malo, habría pensado Marguerite. Pero Chris, como periodista, se sentía incómodo siendo el centro de la atención de los medios, aunque fuera a pequeña escala.

—¿Qué información? —preguntó Chris.

—Traía una cartera y los restos de una mochila con él. Casi todo estaba quemado, pero pudimos leer su carnet de identidad.

Chris habló, y Marguerite creyó oír un filo cortante oculto en su voz.

—¿Sería posible echar un vistazo a sus cosas?

—Bueno, no creo… Quiero decir, probablemente debería hablar primero con el doctor Goldhar. ¿Todo esto no van a ser con el tiempo evidencias policiales o algo así?

—No voy a tocar nada. Tan solo echar un vistazo.

—Yo respondo por Chris —añadió Marguerite—. Es un buen chico.

—Bueno, tan solo una miradita, quizás. Quiero decir, no es que crea que seáis terroristas ni nada —le lanzó una mirada sombría a Chris—. Todo lo que pido es que no me meta en problemas.

Chris se sentó con el piloto un poco más. Le susurró algo que Marguerite no pudo oír. Una pregunta, una disculpa, una súplica.

Después dejaron a Adam Sandoval, cuyo pecho se alzaba y caía con las exhalaciones de su aparato de respiración asistida con un ritmo curiosamente tranquilo, y Rosalie los llevó hasta una pequeña habitación al final del pasil o. Abrió la puerta con una llave que colgaba de un llavero de su cinturón. Dentro había almacenados artículos médicos de todo tipo (cajas de hilo de sutura de varias medidas, bolsas de salina, vendas y gasas, antisépticos en botellas marrones) y, en una mesa plegable extendida, una bolsa de plástico que contenían los efectos personales de Sandoval. Rosalie abrió la bolsa cuidadosamente y le hizo ponerse unos guantes de vinilo desechables a Chris antes de tocar su contenido.

—Para evitar dejar huel as dactilares o lo que sea. —Parecía estar pensándose mejor las cosas.

Chris sacó la cartera de Sandoval, chamuscada, y todo lo que se había salvado de su interior: su tarjeta de crédito, tan fundida que era resultaba inútil; un disco de identidad con sus datos, también quemados, pero donde se podía leer el nombre ADAM W. SANDOVAL; su licencia de piloto; una fotografía de una mujer de mediana edad con una sonrisa amplia y agradable, los tres cuartos de la misma, intactos; un recibo de Granero de Cerámica de Flint Creek, Colorado; y un cupón de descuento de diez dólares en Casa y Jardín que había caducado hacía seis meses. Si el señor Sandoval era un terrorista, pensó Marguerite, era definitivamente del tipo doméstico.

—Por favor, tenga cuidado —dijo Rosalie con las mejillas encendidas.

Los objetos que fue cogiendo de su mochila quemada eran incluso más escasos. Chris los revisó rápidamente: el fragmento de un bloc de notas, un bolígrafo de plástico ennegrecido y un puñado de papeles sueltos de recortes de revistas.

—¿Ha visto alguien este material? —preguntó Chris.

—Únicamente el doctor Goldhar. Yo pensé que a lo mejor deberíamos llamar a Ray Scutter o alguien de la administración y hablarles de el o. El doctor Goldhar dijo que no. Dijo que no merecía la pena molestar a Ray por todo esto.

—El doctor Goldhar es un hombre sensato —dijo Chris.

Rosalie comprobó otra vez que no había nadie en el pasillo, con aspecto de sentirse más culpable a cada minuto que pasaba. Chris le dio la espalda. Ella no vio (pero Marguerite sí) que Chris cogía una de las páginas de revista y se la metía en la chaqueta.

No estaba segura de que Chris supiera que lo había visto coger la página, y no lo mencionó durante el viaje de regreso. Lo que había hecho era probablemente algún tipo de delito. ¿La convertía aquel o en cómplice?

Chris no habló mucho en el coche, pero estaba convencida de que su acción había sido periodística, no criminal. Lo único que había cogido, después de todo, era un pedazo de papel quemado.

Varias veces estuvo a punto de preguntarle sobre aquello, pero en todas las ocasiones se acabó conteniendo. El sol se había puesto y casi era la hora de la cena cuando llegaron hasta la casa. Chris había prometido cocinar aquel a noche. Era un cocinero entusiasta, aunque no especialmente dotado. Sus bistecs a la plancha eran prácticamente una bendición, aunque él se quejaba de que las cartil as de racionamiento no incluyeran cilantro, pero…

—Hay un coche en el jardín —dijo Chris.

Ella lo reconoció al instante. El vehículo quedaba oscurecido bajo el atardecer invernal, negro contra el asfalto y la sombra del sauce, pero supo al momento que era el coche de Ray.

18

—Quédate dentro del coche —le dijo a Chris—. Déjame hablar a mí con él.

—No estoy seguro de que sea una buena idea.

—He vivido con él durante cinco años. Ya me las sé todas.

—Marguerite, Ray ha cruzado una línea. Ha venido a tu casa. A no ser que le hayas dado una llave, ha forzado la puerta.

—Debe de haber utilizado la l ave de Tessa. Quizás esté con él.

—La cosa es que cuando la gente va más allá de la raya comienza a volverse peligrosa. Podrías resultar herida.

—Tú no lo conoces. Tan solo dame unos minutos con él, ¿de acuerdo? Si te necesito, gritaré.