Esto no es nada divertido, se dijo a sí misma. Obviamente, Chris tampoco le veía la gracia. Le puso una mano sobre la rodil a.
—Cinco minutos, ¿vale?
—¿Me estás diciendo que me quede sentado en el coche?
—Siéntate en el coche, date un paseo por la manzana, haz lo que quieras, pero me libraré de él más fácilmente si no estás tú allí para ponerlo nervioso.
No esperó su respuesta. Salió del coche y avanzó con aire resuelto hasta la puerta principal de su casa, más enfadada que asustada. Puto Ray… Chris no en tendía cómo operaba aquel hombre. Ray no estaba al í para golpearla. Ray siempre buscaba la humillación por otros medios.
Una vez dentro (las luces del cuarto de estar estaban encendidas), llamó a Tessa. Si Ray la había l evado consigo, quizás se podría excusar de alguna forma aquel comportamiento.
Pero Tess no respondió. Ni Ray. Echando chispas, miró dentro de la cocina, del salón. Vacíos. Debe de estar en el piso de arriba, entonces. Estaban encendidas todas las luces de la casa.
Lo encontró en su estudio, en el dormitorio reconvertido. Estaba sentado en su silla giratoria, con los zapatos sobre su escritorio, observando cruzar al Sujeto el curso sin agua de un río bajo un sol de mediodía. Levantó la vista con aire indiferente cuando el a se aclaró la garganta.
—Ah —dijo él—, estás aquí.
En la difusa luz de la pantal a de la pared, Ray parecía un Napoleón sin barbil a, ridículamente imperial.
—Ray —dijo ella l anamente—, ¿está Tess en casa?
—Ciertamente no. Eso es de lo que tenemos que hablar. Tessa me ha estado contando algunas de las cosas que están pasando aquí.
—No empieces. No quiero, no quiero ni siquiera escucharlo. Tan solo vete, Ray. Esta no es tu casa y no tienes derecho a estar aquí.
—Antes de que comencemos a hablar de nuestros derechos, ¿eres consciente de que tu hija estuvo en la nieve durante casi una hora mientras tu novio jugaba a los héroes la semana pasada? Tiene suerte de no haber sufrido una hipotermia.
—Podemos hablar de eso en otra ocasión. Vete, Raymond.
—Vamos, Marguerite. Deja a un lado toda esa mierda sobre «mi casa y mis derechos». Los dos sabemos que has estado ignorando a Tess sistemáticamente. Los dos sabemos que está teniendo problemas psicológicos serios como consecuencia de eso.
—No voy a discutir esto.
—Joder, no estoy aquí para discutirlo. Estoy aquí para decirte qué es lo que va a pasar. No puedo en buena conciencia continuar permitiendo que mi hija te visite si no estás dispuesta a proporcionarle un cuidado apropiado.
—Ray, tenemos un acuerdo…
—Tenemos un acuerdo provisional redactado en circunstancias radicalmente diferentes. Si pudiera l evarlo a los tribunales, créeme, lo haría. Pero eso no es posible a causa del bloqueo. De modo que tengo que hacer lo que creo que es correcto.
—No puedes retenerla —dijo Marguerite. Pero, ¿y si lo intentaba? ¿Qué pasaría si se negaba a devolver a Tess? No había juzgado en Blind Lake, ni una policía real a la que pudiera pedir ayuda.
—No trates de darme órdenes. Tess está a mi cuidado y tengo que tomar las decisiones que piense que sean las más convenientes para ella.
Era aquella actitud suya pagada de sí misma, aquella certeza grasienta la que la ponía furiosa. Ray había dominado el arte de hablar como si él fuera el único adulto en el planeta y los demás fueran débiles, estúpidos o insolentes. Bajo aquel frágil exterior, por supuesto, se ocultaba un narcisismo infantil determinado a salirse con la suya. Ninguno de los dos aspectos de su personalidad resultaba agradable.
—Mira —dijo ella—, esto es ridículo. Cualquier problema que haya con Tess, no se va a solucionar con que vengas aquí a insultarme.
—No tengo interés en tu opinión sobre la cuestión.
Sin pensarlo, Marguerite avanzó dos pasos hacia él y lo abofeteó. Nunca antes había hecho aquello. Su palma abierta le dolió inmediatamente, e incluso aquel breve contacto físico (la aspereza de su barba de un día, la flacidez de sus mejillas) le hicieron querer lavarse la mano dolorida. Mal movimiento, pensó el a, muy mal movimiento. Pero no pudo evitar una sensación de orgullo ante la estupefacción de Ray.
Cuando era pequeña, Marguerite salía a jugar con un chico cuya familia tenía un podenco manso y sufrido. El chico (su nombre también era Raymond, casualmente) una vez había intentado montar al perro como un caballo, riéndose de los aul idos de dolor del pobre animal, hasta que el perro finalmente se revolvió y le mordió en el dedo pulgar de la mano derecha. El chico había puesto la misma expresión que Ray tenía entonces, asombrado y lloroso. Por un segundo se preguntó si Ray empezaría a l orar.
Pero su rostro volvió a adoptar sus facciones familiares. Se incorporó.
Oh, mierda, pensó Marguerite, oh, mierda. Oh, mierda.
Retrocedió hacia el pasillo. Ray le puso las manos sobre los hombros y la empujó contra la pared. Ahora era su turno para sorprenderse.
—Tú no acabas de entenderlo, ¿verdad? Como dice la canción, Marguerite, ya no estás en Kansas.
Una película, no una canción. Una de las favoritas de Tessa. Ray, por supuesto, no lo sabía.
Le cogió la barbilla entre el dedo pulgar y el índice.
—No debería tener que recordarte lo lejos que estamos de todo aquel pequeño mundo de consejeros matrimoniales y trabajadores sociales donde crees seguir viviendo. ¿Por qué crees que Blind Lake está en cuarentena? Los sitios se ponen en cuarentena porque están enfermos, Marguerite. Es así de simple. Una enfermedad contagiosa, mortal. Estamos vivos porque se nos tolera, pero ¿cuánto tiempo más va a durar esa tolerancia?
Podría acabar en cualquier momento.
Ray le acercó la cara. Su aliento olía a acetona. Ella trató de huir pero no la dejó.
—Podríamos estar muertos dentro de un mes. Podríamos morir todos mañana. Si partimos de ese punto, ¿por qué debería dejarte ignorar a Tess en favor de una cosa monstruosa en una pantalla, o peor aún, de tu nuevo novio?
—¿De qué estás hablando? —Movía la mandíbula contra la presión de sus dedos. Porque sonaba como si él supiera algo. Como si tuviera un secreto. Ray siempre había disfrutado sabiendo cosas que Marguerite no sabía. Casi tanto como odiaba equivocarse.
Le dio un último empujón, casi displicente (sus hombros de nuevo en contacto con la pared de yeso), y dio un paso atrás.
—Joder, eres tan ingenua… —dijo él.
Lo que Ray no vio era la larga silueta de Chris Carmody deslizándose lentamente por el pasillo desde las escaleras. Marguerite lo vio, pero apartó la mirada rápidamente con el fin de que Ray no cayera en la cuenta. Que suceda. Para ser un hombre grande, Chris hacía muy poco ruido.
Chris se interpuso entre los dos y empujó a un sobresaltado Ray de forma brusca contra la pared opuesta. Marguerite estaba aterrorizada, podía sentir verdadera violencia masculina en el aire, un olor concreto, un tufillo a miedo en una habitación cerrada. Pero estaba secretamente complacida por ver la venenosa expresión de Ray convertirse en un «¡oh!» de incredulidad. Deseaba conservar aquella imagen suya durante años. Era embriagadora.
—¿Me has…? —Ray tartamudeó cuando se hizo cargo de la situación—. ¿Me has puesto tus putas manos encima?
—No lo sé —dijo Chris—. ¿Has cometido un allanamiento de morada?
Ahora se pelearán, pensó Marguerite, o uno de los dos se echará atrás. Ray estaba montando un buen espectáculo. Bufaba como un gallo de pelea.
—¡Métete en tus putos asuntos! —Pero estaba hablando, no luchando—. No tengo que pedir permiso a nadie para hablar con mi esposa. ¿Tienes idea de quién soy yo?