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La ventana del dormitorio de la casa de su padre estaba orientada al sur, y desde allí se podía ver el acceso principal y la l anura, pero cuando estaba echada en la cama todo lo que podía ver era el cielo. Había cerrado la puerta para estar segura de que ninguna luz se iría a reflejar en la ventana, convirtiéndola en una superficie reflectante. El cielo estaba despejado esa noche y no había Luna. Podía ver las estrellas.

Su madre le había hablado a menudo de las estrel as. A Tess le parecía que su madre era alguien que se había enamorado de las estrel as. Tess comprendía que las estrellas que veía por la noche eran simplemente otros soles muy lejanos, y que aquel os soles a menudo tenían planetas a su alrededor. Algunas estrellas tenían nombres extraños y evocadores (como Rigel o Sirio), pero más habitualmente eran números y letras, como UMa47, como algo que uno pide de un catálogo. No se podían dar nombres especiales a cada estrella porque había más de las que uno podía ver a simple vista, miles de mil ones más. No todas las estrel as tenían planetas, y solamente algunas tenían planetas parecidos a la Tierra. Incluso así, debía de haber muchísimos planetas como la Tierra.

Aquel os pensamientos interesaban intensamente a la Chica del Espejo, pero Tess ignoraba su presencia muda. La Chica del Espejo estaba con ella tan a menudo que amenazaba con l egar a ser lo que el doctor Leinster siempre había sostenido: parte de el a misma.

Quizás «Chica del Espejo» fuera un nombre equivocado. La Chica del Espejo se había aparecido por primera vez en espejos, pero Tess pensaba que era simplemente porque a la otra le gustaba ver el reflejo de Tessa allí, como mirar y ver al que mira devolviendo la mirada. Reflejos, simetría: aquel era el entretenimiento de la Chica del Espejo. Las cosas que se reflejaban o se doblaban, o que simplemente eran muy complicadas. La Chica del Espejo sentía afinidad con aquellas cosas, parecía reconocerse allí.

En aquel momento la Chica del Espejo miraba a través de los ojos de Tessa y veía estrel as en la fría noche del exterior de la casa. Tess pensó: ¿Deberíamos llamarla noche estrellada? ¿No se trataba realmente de luz solar? ¿La luz solar de otro sol?

Cayó dormida oyendo el distante rumor de la voz de su padre.

A la mañana siguiente, su padre estuvo muy callado. No es que fuera demasiado hablador antes del primer café. Le preparó el desayuno a Tess, harina de avena caliente. No había azúcar moreno que ponerle, tan solo azúcar blanco normal. Tess esperó a ver si él también iba a comer algo. No lo hizo, aunque en dos ocasiones se levantó y comenzó a revolver los armarios de la cocina, como si buscara algo que hubiera perdido.

La dejó pronto en el colegio. Las puertas todavía no estaban abiertas y el aire de la mañana era helado. Tess divisó a Edie Jerundt jugando con su yo-yo. Edie esbozó una sonrisa neutral.

—Tengo dos jerseys debajo del abrigo de invierno —dijo.

Tess asintió con educación, aunque no le importaba nada cuántos jerseys resultaba que tenía puestos Edie Jerundt. Edie parecía sentir frío a pesar de sus múltiples jerseys. Su nariz estaba roja y los ojos le brillaban por el aguijón del viento.

Un par de chicos mayores pasaron a su lado, metiéndose con el as l amándolas «Edie Grumos y Tess Pis». Tess los ignoró, pero Edie no sabía hacer nada mejor que quedarse mirándolos con los ojos bien abiertos, como un pez, y los chicos se rieron de el a mientras se iban. A la Chica del Espejo le l amó mucho la atención aquella conducta; no podía distinguir a una persona de otra y no comprendía por qué alguien podría burlarse de Tess o Edie, pero Tess no podía explicarlo. La crueldad de los chicos era un hecho que había que aceptar y soportar, no analizar. Tess estaba segura de que no se comportaría de la misma manera si estuviese en su lugar. Aunque tenía tentaciones de unirse a las otras niñas cuando se burlaban de Edie (se trataba de una forma de escapar de su atención), rara vez cedía a aquella tentación, y después siempre se avergonzaba de haberlo hecho.

—¿Viste la película de anoche? —preguntó Edie. Una de las cosas que hacían el bloqueo tan extraño era que solo había un canal de video, y todos tenían que ver los mismos programas.

—Un poco —concedió Tess.

—Me gustó mucho. Quiero descargarme las canciones. —Edie se puso las manos en los costados y movió el cuerpo en lo que el a imaginaba que era un baile de estilo indio. Tess podía oír a los chicos partirse de risa a lo lejos.

—Ojalá tuviera pulseras en los tobil os —le confesó Edie.

Tess imaginó que Edie Jerundt con pulseras en los tobillos; sería como una rana con un vestido de novia, pero aquel era un pensamiento mezquino y no lo dijo.

La Chica del Espejo la estaba molestando de nuevo. Quería que mirara hacia las lejanas torres del Paseo Globo Ocular.

Pero, ¿qué podía ser tan interesante allí?

—¿Tess? —dijo Edie—. ¿Me estás escuchando?

—Lo siento —dijo Tess automáticamente.

—Dios, eres tan rara… —dijo Edie.

Toda aquella mañana, la atención de Tessa estuvo fija en las torres. Podía verlas desde la ventana de la clase, lejos, más allá de los campos vacíos cubiertos de nieve. Había cuervos sobrevolando el cielo. Vivían allí durante el invierno. Últimamente se habían multiplicado, o eso le parecía a ella, quizás porque estaban engordando con el vertedero del oeste de la ciudad. Pero no se encaramaban en aquel as torres refrigeradoras que se iban estrechando poco a poco. Las torres refrigeradoras estaban al í para desviar el exceso de calor del Ojo, situado mucho más abajo. Había partes del Ojo que necesitaban mantenerse muy frías, casi tan frías como fuera posible, lo que el señor Fleischer había llamado una vez «cero absoluto». Tess repitió aquel a expresión en su mente. Cero absoluto. Le hacía pensar en una noche glacial, sin viento. Una de aquellas noches tan estancadas y frías que tus botas rechinan contra la nieve. El cero absoluto hacía más fácil ver las estrellas.

La Chica del Espejo encontró aquel os pensamientos muy interesantes.

El señor Fleischer la llamó un par de veces. Tess fue capaz de responder a su pregunta de Ciencias (había sido Isaac Newton quien había descubierto las leyes del movimiento), pero más tarde, en Lengua, no pudo oír nada de la pregunta, solo su nombre cuando el señor Fleischer la llamaba.

—¿…alguien? ¿Tessa?

Habían estado leyendo David Copperfield. Tess lo había terminado de leer la semana pasada, pero su mente estaba en blanco. Clavó la mirada en el pupitre, esperando que le preguntara a otro. Los segundos pasaron incómodos y Tess sintió el peso de la decepción del señor Fleischer. Se enroscó un rizo de cabel o en el dedo índice.

Edie Jerundt agitaba la mano en el aire de forma irritante.

—¿Edie? —dijo el señor Fleischer al fin.

—La Revolución industrial —dijo Edie triunfalmente.

—Correcto, se la l amó Revolución industrial…

Tess devolvió su atención a la ventana.

Al final de la mañana le dijo al señor Fleischer que iba a ir a comer a su casa. Él pareció sorprendido.

—Es una caminata bastante larga, ¿no crees, Tess?

Sí, pero había esperado que el señor Fleischer no lo supiera.

—Mi padre me va venir a recoger. —Una completa y total mentira. Le sorprendió lo fácilmente que había brotado de sus labios.