—Estás de broma.
—Ya me gustaría.
—¿Cómo es eso posible?
—Buena pregunta.
—Entonces… ¿está metida en un lío, Charlie?
—Está aquí, en mi despacho, y no veo la necesidad de organizar un escándalo por esto. Pero quizás quieras venir hasta aquí y recogerla.
—Dame diez minutos —dijo Marguerite.
Tess cal ó mientras Charlie la acompañaba al aparcamiento. No parecía querer hablar, y ciertamente no de cómo se había logrado introducir en el complejo. Al poco tiempo su madre se acercó rápidamente hasta el os con el coche y Tess subió agradecida al asiento trasero.
—¿Necesitamos hablar sobre esto? —preguntó Marguerite.
—Quizás más tarde —dijo Charlie.
Una vez de vuelta en su despacho, recibió una l amada de alta prioridad de Tabby Menkowitz, de Seguridad.
—Qué tal, Charlie —dijo el a—. ¿Cómo está Boomer?
—Un viejo sabueso, pero sano. ¿Qué sucede, Tab?
—Bueno, tengo una notificación de alerta en mi software de no-reconocimiento. Cuando comprobé las cámaras allí estabas tú, escoltando a una pequeña fuera del edificio.
—Es una delegada de un grupo de niños. Haciendo novillos, con preguntas sobre el Paseo.
—¿Qué has hecho, pasarla de tapadil o en una mochila? Porque la hemos captado cuando salía pero no cuando entró.
—Sí, bueno, yo me preguntaba lo mismo. Dice que simplemente se coló cuando nadie estaba mirando.
—Tenemos cobertura total con nuestras cámaras de seguridad, Charlie. Siempre están mirando.
—Supongo que entonces es un misterio. Tampoco tenemos que ponernos nerviosos con esto, ¿no?
—Hombre, no es alguien que intenta salir de la ciudad, pero de verdad que me encantaría saber dónde ha encontrado una puerta trasera. Esa es una información vital.
—Tabby, estamos en un bloqueo… Seguramente puede esperar hasta que se resuelvan los grandes problemas.
—Este es un gran problema. ¿Me estás pidiendo que lo olvide?
—Yo solo te hago saber que es una niña de once años. Estúdialo por todos los medios, pero no la metamos en una investigación oficial.
—¿Te la encontraste sin más, en la galería?
—Ella me abordó.
—Eso está bastante profundo, Charlie. Es un agujero muy grande.
—Sí, lo sé.
Tabby guardó silencio durante un momento. Charlie dejó que el silencio representara su papel, dejándole a ella el próximo movimiento.
—¿Conoces a la niña? —dijo el a.
—A su madre. ¿Quieres más información? Su padre es Ray Scutter.
—¿Y sabes algo más? Te lo pregunto porque eras tú el que la sacaba del edificio sin notificármelo.
—Sí. Lo siento, pero me cogió por sorpresa. No sé nada más sobre esto que tú, de verdad.
—Aja.
—En serio.
—Aja. Entiéndelo, tengo que ocuparme de cosas como esta.
—Sí. Claro.
—Pero supongo que no tengo por qué tramitar todo el papeleo ahora mismo.
—Gracias, Tabby.
—No tienes que agradecerme nada, de verdad.
—Saludaré a Boomer de tu parte.
—Y dale un poco de enjuague bucal de mi cuenta. En aquella barbacoa del verano pasado nos quitó a todos las ganas de comer. —Colgó sin decir adiós.
Ya a solas, Charlie se permitió por fin poder pensar sobre todo lo que le había ocurrido aquella tarde. Reflexionar profundamente sobre el o. Excepto… bueno, ¿qué cojones había pasado? Había soñado despierto en la galería de los O/CBE, y después estaba lo que la chica vagabundeando. ¿Se suponía que tenía que sacar algo en claro de todo aquello? Quizás hiciera una l amada a Marguerite después del trabajo.
Entretanto, tenía otra pregunta que hacerse. No estaba seguro de si quería conocer la respuesta, pero si no hacía la pregunta le rondaría constantemente por la cabeza, como una jaqueca.
De modo que tomó aire y l amó a su amigo Murtaza, en Captura de Imagen. Tan solo tuvo que esperar un tono.
—Debéis de estar bastante tranquilos por ahí.
—Sí —dijo Murtaza—, tan suave como la seda.
—¿Tendrías tiempo para hacerme un pequeño favor?
—Puede. Tengo pausa a las tres.
—No te va a llevar mucho tiempo. Tan solo necesito que le eches un vistazo a la grabación de hace una hora más o menos, entre las… —calculó—, digamos, entre las doce cuarenta y cinco y la una.
—¿Qué tengo que mirar?
—Cualquier conducta inusual.
—No estás de suerte. Está recorriendo el paisaje, sin más. Es como ver pintar blanco sobre blanco.
—Algo pequeño. Algo gestual.
—¿Podrías ser más específico?
—Lo siento, no.
—De acuerdo, bueno, me basta. —Charlie esperó mientras Murtaza definía el segmento de tiempo y manejaba la herramienta de búsqueda, pasando por todas las imágenes guardadas de la tarde. La comprobación le llevó menos de un minuto—. Nada —dijo Murtaza—, te lo dije.
Aquel o era un alivio.
—¿Estás seguro?
—Amigo mío, hoy el Sujeto es tan predecible como un reloj. Ni siquiera se ha detenido para hacer sus necesidades.
—Gracias —dijo Charlie, sintiéndose como un idiota.
—Absolutamente nada. Tan solo una pequeña señal, a la una menos diez. Se detuvo un instante y echó una mirada por encima del hombro, a nada en concreto. Eso es todo.
—Oh.
—Qué, ¿era eso lo que estabas buscando?
—Tan solo era una idea tonta. Siento haberte molestado.
—No pasa nada. Este fin de semana podríamos quedar para tomar una cerveza, ¿te hace?
—Claro.
—Duerme más, Charlie. Se te nota preocupado.
Sí, pensó. Lo estoy.
20
Chris se había pasado la mayor parte de la noche consolando a Marguerite. El fragmento de página de la revista no confirmaba nada pero insinuaba un gran peligro, y Marguerite, muy inquieta, volvía repetidamente al tema de Tess: Tess, amenazada por Ray; Tess, amenazada por el mundo.
Se le habían acabado las cosas que decirle.
Ella se había quedado dormida hacia el amanecer. Chris deambulaba por la casa sin dirección concreta. Conocía aquella sensación muy bien, el efecto combinado de temor e insomnio que sobrevenía con la luz de la madrugada, como un mal colocón de anfetaminas. Al final se quedó en la cocina, con las persianas subidas hasta el cielo azul cobalto, con las hileras de casas de estilo residencial iluminadas en el resplandor del amanecer, como cajas de caramelos desvencijadas.
Deseó tener alguna sustancia para alejarse de todo aquel o. Uno de aquel os calmantes que en un tiempo pasaban tan fácilmente por sus manos, algún producto químico tranquilizador y eufórico, o incluso un pequeño porro casero. ¿Tenía miedo? ¿De qué tenía miedo?
No de Ray, ni de los O/CBE, quizás ni siquiera de su propia muerte. Tenía miedo de lo que Marguerite le había dado: su confianza.
Hay hombres, pensó Chris, a los que no se nos debería pedir que sostuviéramos cosas frágiles. Se nos caen al suelo.
Llamó a Elaine Coster tan pronto como el sol estuvo decentemente alto. Le habló de la clínica, del piloto comatoso, de la página chamuscada.
Ella sugirió un encuentro en el Sawyer a las diez.
—Llamaré a Sebastian —dijo Chris.
—¿Estás seguro de que quieres que ese charlatán esté al tanto de esto?
—Hasta ahora ha sido útil.
—Tú mismo —dijo Elaine.