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Después se sentó a digerir pacientemente la comida, y Marguerite abrió el archivo que había estado escribiendo para Tess: el libro de su hija, la historia de la odisea del Sujeto.

El acto de escribir la tranquilizaba, aunque la narración se hal aba lejos de estar al día. Acababa de terminar una descripción de la crisis de la tormenta de arena y del despertar del Sujeto en las ruinas de la ciudad en el desierto.

Escribió:

Todo lo que había a su alrededor en la apacible mañana sin viento eran las columnas y túmulos de edificios abandonados hacia mucho tiempo, erosionados por las estaciones.

Aquel as estructuras no se parecían a los altos edificios cónicos de su ciudad natal. Quienquiera que las hubiera construido (quizás sus propios antepasados), las había hecho de forma diferente. Tenían columnas como las griegas, y pilares que quizás una vez habían sostenido casas mucho más grandes, o templos, o espacios de negocios.

Las columnas estaban labradas de piedra negra. El arenoso viento del desierto las había pulido hasta hacerlas muy suaves. Algunas se conservaban enteras, pero la mayoría habían sido reducidas a fragmentos de su altura original, y donde no habían caído, el viento las había inclinado hacia el este. Había restos de otros edificios, varias ruinas de cimientos cuadrangulares, e incluso unas pocas pirámides bajas, todas el as redondeadas como las piedras que uno se encuentra en el lecho de un arroyo.

La tormenta había barrido la superficie de la ciudad, y ahora el sol proyectaba sombras desnudas entre las ruinas. El Sujeto permanecía de pie, contemplándolo todo. Las sombras, como relojes de sol, se fueron haciendo más cortas conforme la mañana iba avanzando. Después, quizás pensando en su destino, el Sujeto comenzó a caminar en dirección al oeste una vez más. Para el mediodía ya había dejado completamente atrás la ciudad en ruinas, que se desvanecía bajo el horizonte como si estuviera totalmente perdida, y no quedara nada más frente a él sino la refulgente arena y la fantasmal silueta azulada de lejanas montañas.

Acababa justamente de cerrar aquel capítulo, cuando recibió la llamada de Charlie Grogan.

Tess guardaba silencio en el coche cuando dejaron el Paseo.

Marguerite conducía lentamente, tratando de poner en orden sus pensamientos. Tenía que tomar una decisión importante.

Pero primero quería saber qué es lo que había sucedido. Tess había dejado la escuela y había llegado hasta el Ojo, donde se había encontrado a Charlie. Aquello estaba claro. Pero, ¿por qué?

—Lo siento —dijo Tess, lanzándole miradas aprensivas desde el asiento trasero. ¿Estoy (se preguntó Marguerite) tan asustada como para causar esta reacción? ¿Juez y jurado? ¿Es así como me ve?

—No tienes que disculparte —le dijo Marguerite—. Te diré algo: he llamado al señor Fleischer y le he dicho que tenías una cita, pero que te olvidaste de entregarle una nota. ¿Qué tal suena eso?

—Bien —dijo Tess con cautela, a la expectativa de algo más.

—Pero estoy seguro de que está preocupado por ti. Y yo también. ¿Cómo es que no has vuelto a clase esta tarde?

—No sé. Tan solo quería ir al Ojo.

—¿Y eso? Creía que no te gustaba. En Crossbank odiaste la visita que os organizaron.

—Tan solo me entraron ganas.

—¿Tantas ganas como para hacer novillos?

—Supongo.

—¿Cómo entraste? El señor Grogan parecía un poco molesto por eso.

—Entré andando. No había nadie mirando.

Aquel o, al menos, era probablemente cierto. Tess era demasiado inocente como para engañar a alguien para entrar, o para encontrar una entrada oculta. Con toda probabilidad había l egado sin más hasta la puerta principal y la había abierto: la investigación de Charlie acabaría por descubrir a un guarda de seguridad dormido, o a algún empleado que había salido un momento a fumarse un porro.

—¿Encontraste lo que estabas buscando?

—En realidad no estaba buscando nada.

—¿Aprendiste algo?

Tess se encogió de hombros.

—Porque, ya sabes, es una conducta bastante inusual en ti. Nunca habías hecho novillos antes.

—Era importante.

—¿Cómo de importante, Tess?

Sin respuesta. Tan solo un ceño fruncido.

—¿Ha sido por la Chica del Espejo?

La expresión infeliz de Tessa se convirtió en desdicha.

—Sí.

—¿Te dijo que fueras al í?

—Ella nunca me dice nada. Tan solo quería ir. Así que fui.

—Bueno, ¿qué estaba buscando la Chica del Espejo?

—No lo sé. Creo que solo quería ver su reflejo.

—¿Su reflejo? ¿Su reflejo dónde?

—En el Ojo —dijo Tess.

—¿Un espejo en el Ojo? No es de esa clase de telescopio. Allí no hay un espejo de verdad.

—En un espejo no… En el Ojo.

Marguerite no sabía cómo actuar, cómo hacer la siguiente pregunta. Tenía miedo de las respuestas de Tessa. Sonaban desequilibradas, y no se creía capaz de soportarlas. Casi todo lo demás sí, una herida, una enfermedad; podía imaginar a Tess con muletas o con el brazo en cabestrillo. Sabía cómo consolarla cuando sentía dolor; aquello quedaba bien dentro del alcance de sus habilidades como madre. Pero por favor, pensó, locura no, no el tipo de locura refractaria que excluye todo consuelo o comunicación. Marguerite había trabajado por las noches en un hospital psiquiátrico durante su etapa universitaria. Había visto casos de esquizofrenia incurable. Personas totalmente desequilibradas que vivían en sus propias pesadillas virtuales, más solas de lo que el mero aislamiento físico jamás podría lograr por sí solo. Se negaba a imaginar a Tess como una de aquel as personas.

Dejó el coche en el aparcamiento del colegio, pero le pidió a Tess que siguiera sentada un minuto con ella.

Muerte y locura: ¿podía proteger a su hija de aquello?

Ni siquiera la puedo proteger de Ray.

Ray había amenazado con quedarse con el a, hacerse cargo de su custodia física… En la práctica, raptarla. Pero ahora está conmigo, pensó Marguerite. Y si tuviera elección me la llevaría lejos de aquí, cogería la carretera de Constance, y desde allí partiría lejos, muy lejos, a cualquier lugar lejos de la cuarentena y de los inquietantes rumores que Chris ha traído a casa, lejos del Paseo Globo Ocular y lejos de la Chica del Espejo.

Pero no podía hacer eso.

Tenía que enviar a Tess de vuelta a la escuela, y de la escuela Tess iría a casa con Ray y a la ilusión cada vez más frágil de normalidad. Si me la quedara conmigo, pensó Marguerite, entonces sería yo la que estaría violando lo estipulado en nuestro acuerdo, y Ray enviaría a su gente de seguridad a por ella.

Pero si la dejaba volver con él y ocurría algo…

—¿Puedo salir ya? —preguntó Tess.

Marguerite tomó aliento profundamente para serenarse.

—Supongo que sí —dijo—, vuelta al colegio contigo. Para se acabaron las excursiones durante las clases, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo. —Puso la mano sobre la manilla del coche.