—Una cosa más —dijo Marguerite—, escúchame. Escucha. Esto es importante, Tess. Si le pasa algo extraño a papá, l ámame. No importa a qué hora del día o de la noche. No tienes ni siquiera que pensar en el o. Solo llámame. Porque yo me preocupo por ti aunque no estés conmigo.
—¿Chris también?
—Seguro que sí. Chris también —dijo sorprendida.
—Vale —respondió Tess, y abrió la puerta y salió del coche. Marguerite observó a su hija cruzar el desolado aparcamiento, arrastrando los pies entre los montones de nieve antigua, con su abrigo todavía abotonado hasta arriba y su sombrero de invierno sujeto por las pequeñas manos enguantadas.
La veré de nuevo, pensó Marguerite. Lo haré. Debo hacerlo.
Después Tess desapareció al cruzar la puerta de entrada del colegio y la tarde quedó inerte y vacía.
22
Sue Sampel se despertó nerviosa.
Era sábado por la mañana, y aquel día se suponía que tenía que llevar a cabo aquel pequeño robo de información al que se había comprometido tan precipitadamente la semana anterior. La mano le temblaba cuando se cepil aba los dientes, y su reflejo en el espejo era la perfecta imagen de una mujer de mediana edad aterrorizada.
Dejó dormir a Sebastian otra hora mientras ella se preparaba un café y unas tostadas. Sebastian era una de aquellas personas que podía dormir con tormentas o terremotos, mientras que un gorrión trinando era suficiente para que Sue despertara a una amodorrada consciencia, nada bienvenida.
El libro de Sebastian estaba sobre la mesa de la cocina, y lo hojeó para distraerse. Se lo había leído entero hacía semanas y ahora lo estaba leyendo por segunda vez, intentando absorber ideas que se le hubieran pasado por alto la primera vez. Dios & el vacío cuántico. Un título de peso. Como una pareja de luchadores de sumo equilibrados sobre la balanza del «&».
Pero el libro no era tonto, ni superficial. De hecho, la había exprimido hasta los límites de su título universitario. Afortunadamente, Sebastian era bastante bueno explicando conceptos difíciles. Y el a tenía la suerte de tener al autor a mano cuando se atascaba en algún punto.
El libro no era abiertamente religioso, ni se trataba tampoco de un trabajo de ciencia rigurosa. El propio Sebastian lo calificaba de «filosofía especulativa». Una vez lo había descrito como «una tertulia escrita con muchas páginas. Muchas, muchas páginas». Aquello, suponía Sue, era una explicación modesta.
El libro estaba repleto de historia científica arcana, sabiduría evolutiva y física cuántica. Un material sesudo para un profesor universitario de religión cuyas publicaciones previas incluían tostones como Errores de atribución en textos paulinos del siglo I. Básicamente, el argumento consistía en que los seres humanos habían alcanzado su nivel actual de consciencia apropiándose de una pequeña parte de una inteligencia universal. Conectando con Dios, en otras palabras. Aquella definición de Dios, argumentaba él, podía hacerse lo suficientemente laxa como para encajar en las definiciones de deidad a lo largo de un espectro de culturas y creencias. ¿Era Dios omnipresente y omnisciente? Sí, porque impregnaba toda la Creación. ¿Era singular o múltiple? Ambas cosas. Era omnipresente porque era inherente a los procesos físicos del universo; pero su mente era cognoscible (por los seres humanos) únicamente en fragmentos discretos y a menudo muy distintos. ¿Había vida después de la muerte, o quizás reencarnación? En el sentido más literal, no; pero como nuestra consciencia había sido tomada de aquella inteligencia, vivía en el a de nuevo sin nuestros cuerpos, aunque fuera una parte diminuta de algo casi infinitamente más grande.
Sue comprendía a dónde quería llegar. Quería dar a la gente el consuelo de una religión sin el bagaje del dogmatismo. Él era bastante informal cuando trataba la ciencia, y aquello fastidiaba profundamente a gente como Elaine Coster. Pero su corazón estaba en el lugar correcto. Quería una religión que pudiera confortar plausiblemente a viudas y huérfanos sin tener que comprometerlos con el patriarcado, la intolerancia, el fundamentalismo o extrañas leyes alimenticias. Quería una religión que no estuviese en perpetua lucha contra la cosmología moderna.
No es un mal objetivo, pensaba Sue. Pero ¿dónde está mi consuelo? Consuelo para la oficinista ladrona, por su robo sin importancia. Perdóname, porque sé exactamente lo que hago y no lo tengo demasiado claro.
Suponiendo que algo de aquello importara. Suponiendo que todos ellos no estuviesen condenados. Había leído el fragmento de revista en el Sawyer y había sacado sus propias conclusiones.
Sebastian bajó las escaleras recién duchado y vestido con su mejor ropa informaclass="underline" téjanos azules y un jersey de punto verde que un vicario inglés hubiera arrojado a la basura.
—Hoy es el día —dijo Sue.
—¿Cómo te sientes?
—Asustada.
—Ya lo sabes, no tienes por qué hacer esto. Estuvo muy bien que te ofrecieras como voluntaria, pero nadie dirá nada si cambias de opinión.
—Nadie excepto Elaine.
—Bueno, quizás Elaine. Pero en serio…
—En serio, está bien. Tan solo prométeme una cosa.
—¿Qué?
—Cuando estés en el salón de actos… Quiero decir, ya sé que los otros van a estar preocupándose por mí, que l amarán si es que Ray sale hacia el Plaza. Pero el único en el que confío eres tú.
Él asintió con la cabeza, con los ojos muy abiertos y ridículamente solemne.
—Necesitaré al menos cinco minutos de margen si Ray se pone en camino.
—Los tendrás —dijo Sebastian.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
La mañana pasó muy rápidamente. El debate del salón de actos comenzaba a la una, y Sue le pidió a Sebastian que condujese él, de forma que la pudiese dejar sin llamar la atención junto al Hubble Plaza. No hablaron mucho durante el trayecto. Ella le dio un beso rápido cuando el coche se detuvo. Después salió al aire frío, caminó hasta la entrada principal del Plaza, saludó con la mano al guarda del vestíbulo y se dirigió sin mostrar prisa hacia los ascensores. Sus pisadas resonaban en el vestíbulo embaldosado como el tic tac de un metrónomo, en al egro, a la par que los latidos de su corazón.
Marguerite l egó al auditorio del centro de ocio a las 12:45, y cuando divisó a Ari Weingart buscándola con la mirada en el vestíbulo abarrotado de gente, se volvió hacia Chris.
—Oh, Señor —dijo el a—. Esto es un error.
—¿La charla?
—No, la charla no. Compartir el escenario con Ray. Tener que mirarlo, tener que escucharlo. Ojalá pudiera… Oh, hola, Ari.
Ari la cogió firmemente por el brazo.
—Por aquí, Marguerite. Tú eres la primera, ¿te lo había dicho ya? Después Ray, luego Lisa Shapiro de Geología y Climatología, después dejamos un turno para las preguntas del público.
Le dirigió una última mirada a Chris, que se encogió de hombros y le lanzó lo que ella supuso que era una sonrisa de apoyo.
En realidad, pensó Marguerite mientras seguía a Ari a través de una puerta de acceso restringido en la semipenumbra de los bastidores, aquello era una locura. No simplemente porque se veía forzada a aparecer con Ray, sino porque iba a ser una charada para ambos. Los dos fingiendo que no sabían nada del desastre de Crossbank (cualquiera que hubiese sido). Los dos fingiendo que no había habido una disputa sobre Tess. Fingiendo que no se despreciaban el uno al otro. Fingiendo no cordialidad, pero al menos indiferencia. Sabiendo que podría acabarse en cualquier momento. Esta es una invitación al desastre, pensó Marguerite. No solo eso, sino que su «charla» consistía en una serie de notas que había escrito para sí misma y que nunca había planeado revelar. Especulaciones sobre el proyecto UMa47 que rozaban lo herético. Pero si la crisis era tan mala, tan potencialmente mortal como parecía que era, ¿por qué malgastar tiempo en mentiras? ¿Por qué no, por una vez en su vida, dejar de calcular objetivos de su carrera profesional y decir simplemente lo que pensaba?