»¡Que no es lo mismo que decir que las imágenes no tienen valor! Únicamente que no podemos aceptarlas como valores de hecho. Y nos tenemos que hacer otra pregunta: si nuestra máquina puede soñar más eficazmente que un ser humano, ¿qué más será capaz de hacer? ¿Qué otros sueños puede abrazar, con o sin nuestro conocimiento?
»Los organismos que estamos estudiando quizás no sean los habitantes de un mundo rocoso que gira en torno a la estrella Ursa Majoris. Las especies alienígenas quizás sean los propios O/CBE. Y lo peor de todo… lo peor de todo…
Se detuvo, cogió el vaso de agua y lo vació. Se ruborizó.
—Quiero decir, ¿cómo despiertas del sueño que te confiere la capacidad de razonar? Muriendo. Únicamente muriendo. Y si la entidad O/CBE (si podemos llamarla así) se ha convertido en un peligro para nosotros, quizás deberíamos matarla.
Cerca de las primeras filas, una pequeña voz gritó «No puedes hacer eso».
La voz de una niña. Chris reconoció a Tess, en aquel momento ya de pie junto a la base del escenario.
Ray miró hacia abajo, claramente perplejo. Pareció no reconocerla. Cuando lo hizo, le señaló su butaca con un ademán para que volviera a sentarse.
—Lo siento. Lo siento —dijo él—. Pido disculpas por la interrupción. Pero no podemos permitirnos ser sentimentales. Nuestras vidas están en juego. Quizás estemos…, como especie, quizás estemos… —Se pasó la mano por la frente. El verdadero Ray había salido a la superficie, y el verdadero Ray no era agradable de contemplar—. Quizás seamos gobernados por máquinas que sueñan, capaces de crear un caos inmenso, pero debemos lealtad a nuestros genomas. Nuestros genomas son los que crean un sueño tolerable de aquello que no tiene ningún valor, las matemáticas rigurosamente precisas del universo en el que vivimos. ¿Qué veríamos si estuviéramos verdaderamente despiertos?: un universo que ama la muerte más de lo que ama la vida. Sería una tontería, una verdadera tontería renunciar a nuestra supremacía en favor de otra serie de números, otro sistema disipador no lineal extraño a nuestro modo de vida…
Un hombre puede sonreír, y sonreír, y ser un villano, había dicho Shakespeare. Chris lo comprendió entonces. Era una lección que debería haber aprendido hacía mucho tiempo. Si lo hubiera hecho lo bastante pronto, su hermana Porcia quizás podría seguir viva.
—¡Deja de hablar así! —chil ó Tess.
En ese momento Ray pareció despertar, pareció darse cuenta de que había hecho algo extraño, poniéndose en evidencia en público. Su rostro estaba rojo como una amapola.
—Lo que quiero decir…
El silencio se alargó. El público comenzó a murmurar.
—Lo que quiero decir…
Ari Weingart dio medio paso, saliendo de la izquierda del escenario.
—Lo siento —dijo Ray—. Pido disculpas si he dicho algo…, si he hablado más de la cuenta. Esta charla…
Movió la mano, golpeando sin quererlo el vaso de agua vacío, que cayó al suelo del escenario. Se rompió de forma espectacular.
—Esta charla ha concluido —gruñó Ray al micrófono—, pueden volver a sus casas.
Salió con paso airado hacia bastidores. Sebastian Vogel comenzó a susurrar frenéticamente a su servidor de bolsil o. Marguerite bajó del escenario y corrió a consolar a su hija.
Sue Sampel acababa de poner las hojas impresas en su orden original cuando sonó su servidor.
El pequeño sonido pareció enorme en el silencio del despacho interior de Ray. Se sobresaltó y la mitad del fajo de papeles cayó de su mano y se desparramó por el suelo.
—¡Mierda! —dijo, y después sacó el servidor del bolsillo—. ¿Sí?
Era Sebastian. Ray había dejado el estrado, le dijo. Parecía muy irritado. Podía haber ido a cualquier sitio.
—Gracias —dijo Sue—. Nos vemos en la puerta principal en cinco minutos.
Recogió los papeles del suelo. Se habían desparramado en un amplio círculo, y algunos se habían colado debajo del escritorio. Los colocó juntos en una basta apariencia de orden. No tenía tiempo para hacerlo mejor. Aunque Ray no entrara como una furia en el despacho, sus nervios ya estaban a punto de romperse. Guardó bajo llave los papeles en el cajón del escritorio, dejó el despacho, recogió las cosas que había dejado sobre su propio escritorio, salió corriendo hacia el pasil o y cerró la puerta a sus espaldas.
El ascensor tardó aproximadamente una eternidad en l egar abajo, pero el vestíbulo estaba vacío cuando lo hizo y Sebastian ya estaba esperando con el coche junto a la puerta. Se zambulló en su interior.
—Vámonos, vámonos, vámonos —dijo.
El viento había arreciado desde la mañana. En la ancha pradera entre la ciudad de Blind Lake y las torres refrigeradoras de Paseo Globo Ocular, la nieve fresca comenzaba a caer.
23
Ray Scutter dejó el auditorio sin un destino concreto en mente, aspirando ráfagas de aire dolorosamente helado cuando las puertas se cerraron a su espalda. Intercambiaba dolor por claridad.
Había cometido un error en el escenario. No, peor que eso: se había metido en un jardín inexplicable. Aquel a ridícula digresión sobre simios y hombres… No es que las ideas no fueran profundas. Pero cuando las había dejado salir habían resultado autoabsorbentes, casi maníacas.
Parte de la culpa la tenía Marguerite. Aquel pequeño discurso piadoso suyo pedía ser refutado. Pero no debía haber mordido el anzuelo. Ray siempre había sido capaz de dominar al público, y le inquietaba que esta vez las cosas se le hubieran escapado de ese modo de las manos. Decidió que había que achacarlo a la tensión.
Nervios, frustración, una locura contagiosa. Ray había leído atentamente los informes de Crossbank, y aquel era el diagnóstico: locura como enfermedad transmisible. Allí, en Blind Lake, por supuesto, podía comenzar en cualquier momento. Quizás ya hubiera empezado; no bromeaba cuando había dicho que el discurso de Marguerite era un síntoma.
Los copos de nieve serpenteaban retorciéndose en el viento. Se había dejado el abrigo en los bastidores del centro de ocio, pero volver allí era algo fuera de discusión. Decidió refugiarse en su despacho, situado a media manzana de distancia, hacer un par de llamadas, realizar alguna evaluación de los daños, averiguar cuánto se había jodido con aquel arrebato en el escenario. Pensamientos errantes circulaban todavía por su cabeza. Sueños diurnos.
Cruzó el vestíbulo del Plaza y entró en un ascensor vacío hasta alcanzar la séptimo planta; la nieve de su cabello se convertía en rocío por efecto del calor. En sus oídos vibraba un zumbido, un ruido interminable. Se había puesto en evidencia, pensó, de acuerdo, pero a largo plazo, incluso a corto plazo, ¿qué importaba? Si nadie iba a dejar vivo Blind Lake (y consideraba aquel o como una posibilidad real), ¿qué importancia tenía su arrebato? ¿Que iba a causar una mala impresión en los investigadores principales? Pues vaya problema. Ya no se dedicaba a intentar ascender en su carrera.
Aún estaba lo bastante bien situado para sobrevivir. Podía salir de la crisis relativamente bien, si hacía lo correcto. ¿Cuál era la opción correcta? Matar los O/CBE, había sido su conclusión. Era demasiado tarde para conseguir el apoyo popular, pero habría podido plantar la semilla, e incluso conseguir unos pocos incondicionales, si Marguerite no lo hubiera provocado. Si no se hubiera perdido en un laberinto de ideas secundarias. Si Tess no lo hubiera interrumpido.