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—Pero tú la salvaste.

—Bueno, yo bajé y la cogí del brazo y la ayudé a subir. El terraplén estaba bastante resbaladizo por la l uvia. Estábamos casi en la valla cuando dijo: «¡Mis renacuajos!». Así que tuve que volver y recoger su cubo. Después nos fuimos a casa.

—Y no les dijiste dónde había estado Porry.

—Dije que la había encontrado jugando en el jardín de los vecinos. Escondimos el cubo en el garaje…

—¡Y lo olvidasteis!

—Y lo olvidamos, pero aquellos renacuajos hicieron lo que hacen los renacuajos: se convirtieron en ranas. Mi padre abrió la puerta del garaje un par de días más tarde y se encontró con el suelo l eno de pequeñas ranas verdes, ranas saltando sobre sus piernas, ranas encima del coche… Una avalancha de ranas. Dio un gritó y todos salimos corriendo de la casa, pero Porry empezó a reírse…

—Pero ella no dijo por qué.

—No dijo por qué.

—Y tú nunca lo contaste.

—A nadie. Hasta ahora.

Tess sonrió contenta.

—Sí. ¿Les fue bien a las ranas?

—Bastante bien. Se fueron hacia los setos y los jardines, hacia un lado y otro de la cal e. Aquel verano fue ruidoso, con todo aquel croar…

—Sí. —Tess cerró los ojos—. Gracias, Chris.

—No tienes que darme las gracias. ¿Crees que puedes dormir ya?

—Sí.

—Espero que el ruido del viento no te despierte.

—Podría ser peor —dijo Tess, sonriendo por primera vez en todo el día—. Podrían ser ranas.

Marguerite estuvo escuchando junto a la puerta la primera parte de la historia, después se retiró a su estudio y conectó la pantalla mural. Nada de trabajar. Tan solo observar.

Era casi de noche en el pequeño fragmento de UMa47/E del Sujeto. Este atravesaba un cañón bajo, paralelo al sol poniente. Quizás fuera por la inclinación de la luz, pero parecía especialmente enfermo, pensó Marguerite. Llevaba bastante tiempo rebuscando comida, subsistiendo de aquella sustancia parecida al musgo que crecía donde había agua y sombra. Marguerite sospechaba que el musgo no era demasiado nutritivo, quizás no lo suficiente como para sostenerlo. Su piel estaba arrugada y apergaminada. Uno no necesitaba ser físico para sacar conclusiones de aquel a ecuación. Demasiadas calorías gastadas, muy pocas ingeridas.

Conforme el cielo se oscurecía, iban surgiendo unas pocas estrel as. La más bril ante de todas el as no era una estrella sino un planeta: uno de los dos gigantes de gas del sistema, UMa47/A, con casi tres veces el tamaño de Júpiter y suficientemente grande como para mostrar un disco perceptible al acercarse. El Sujeto se detuvo y giró la cabeza a un lado y al otro. Trataba de orientarse, quizás, o incluso l evaba a cabo algún tipo de navegación siguiendo las estrellas.

Oyó a Chris cerrar la puerta del dormitorio de Tessa. Se asomó al estudio.

—¿Te importa si me uno?

—Coge una silla. No estoy trabajando de verdad.

—Está oscureciendo —dijo él señalando la pantalla mural.

—Pronto se dormirá. Sé que suena tonto, Chris, pero estoy preocupada por él. Está muy lejos de… bueno, de cualquier lugar. No parece que haya nada vivo por ahí cerca, ni siquiera los parásitos que se alimentan de él por la noche.

—¿Y eso no es bueno?

—Bueno, técnicamente lo más probable es que no se trate en realidad de parásitos. Debe de ser algún tipo de simbiosis beneficiosa, o las ciudades no estarían llenas de el os.

—Nueva York está lleno de ratas. Eso no quiere decir que su presencia sea bienvenida.

—Es una cuestión abierta. Pero es evidente que no se encuentra bien.

—Quizás no pueda l egar a Damasco.

—¿Damasco?

—Sigo pensando que es San Pablo en el camino a Damasco. Esperando una visión.

—Supongo que nunca sabremos si la ha encontrado. Yo esperaba algo un poco más tangible.

—Bueno, no soy un experto.

—¿Y quién lo es? —dejó de mirar la transmisión—. Gracias por ayudar a que Tess se sienta como en casa. Espero que no estés cansado de contarle historias.

—En absoluto.

—A ella le gustan tus… ¿cómo las l ama el a?, historias de Porry. De hecho, estoy un poco celosa. No hablas demasiado de tu familia.

—Tessa es un público fácil.

—¿Y yo no?

Él sonrió.

—Tú no tienes once años.

—¿Te ha preguntado Tess alguna vez qué le pasó a Porcia cuando creció?

—Gracias al Cielo, no.

—¿Cómo murió? —preguntó entonces Marguerite—. Lo siento, Chris. Estoy segura de que no quieres hablar de ello. No es asunto mío.

Él permaneció cal ado durante un momento. Dios, pensó Marguerite, lo he ofendido.

Después rompió el silencio.

—Porcia siempre fue más testaruda que inteligente. Nunca lo pasó bien en el colegio. Dejó la universidad y se juntó con un grupo de gente, tonteaban con sustancias…

—Drogas —dijo Marguerite.

—No eran solo las drogas. Siempre pudo controlar las drogas, supongo que porque no la atraían demasiado. Pero no sabía juzgar bien a la gente. Se mudó a la caravana de un tipo en las afueras de Seattle y no supimos nada de el a durante un tiempo. Ella decía que lo quería, pero ni siquiera nos lo ponía por teléfono.

—No es una buena señal.

—Esto sucedió justo cuando salió publicado mi libro sobre Galliano. Yo estaba de paso por Seattle en una gira promocional, así que llamé a Porry y quedamos. No donde ella vivía, insistió en ese punto. Tenía que ser en algún lugar de la ciudad. Solo ella, sin su novio. Era un poco reacia, pero al final dijo un restaurante y quedamos allí. Apareció con un parche barato para el ojo y unas grandes gafas de sol. El tipo de cosas que uno lleva para ocultar un cardenal o un ojo morado.

—Oh, no.

—Al poco admitió que las cosas no iban demasiado bien entre ella y su novio. Acababa de encontrar un trabajo y estaba ahorrando para buscar un sitio por su cuenta. Dijo que no me preocupara por ella, que estaba arreglando las cosas.

—¿El tipo la estaba pegando?

—Obviamente. Me suplicó que no me metiese. Que no hiciera «ninguna cagada de hermano mayor», me dijo. Pero yo estaba ocupado salvando al mundo de la corrupción. Si podía exponer a Ted Galliano al escrutinio público, ¿por qué no iba a poder con esa clase de cosas de vaquero de parque de caravanas? Así que cogí la dirección de Porry de la guía telefónica y conduje hasta al í cuando estaba en el trabajo. El sujeto estaba en casa, por supuesto. La verdad es que no parecía precisamente una amenaza. Tenía cincuenta y nueve años y llevaba un tatuaje de una rosa en el brazo derecho. Tenía las pintas de alguien que se pasa el día dándole a la cerveza y engrasando el motor. Se puso violento, pero lo empujé contra la pared de la caravana y le apreté el antebrazo contra el cuello. Le dije que si volvía a tocar a Porcia se acordaría de mí. Entonces me ofreció toda clase de disculpas. De hecho, comenzó a llorar. Me dijo que no podía evitarlo, que era el alcohol, eh, tío, ya sabes cómo es eso. Dijo que se controlaría. Y me fui de ahí pensando que había hecho algo bueno. En el camino de regreso, me detuve en la oficina donde trabajaba Porry y le dejé un cheque, algo para ayudarla a independizarse. Dos días más tarde recibí una llamada de una sala de urgencias de Seattle. Le habían dado una paliza y tenía una hemorragia cerebral. Murió aquella noche. Su novio quemó la caravana y dejó la ciudad en una moto robada. Por lo que sé, la policía todavía lo está buscando.