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—Dios, Chris… ¡Lo siento muchísimo!

—No. Yo lo siento. No es una buena historia para una noche tormentosa. —Le tocó la mano—. Ni siquiera tiene moraleja, excepto «a veces todo se va a la mierda». Pero si me he tomado muchas licencias entre tú y Ray…

—Lo entiendo. Y agradezco tu ayuda. Pero, ¿Chris?, puedo manejar a Ray. Con o sin ti. Preferiblemente con, pero… ¿Me comprendes?

—Me estás diciendo que tú no eres Porcia.

No había luz en la habitación, salvo el leve resplandor de la puesta de sol en UMa47/E. El Sujeto se recostó para dormir. Encima de las paredes del cañón, las estrellas bril aban en constelaciones que nadie había bautizado. Nadie en la Tierra, al menos.

—Te digo que no soy Porcia. Y te ofrezco una taza de té. ¿Te interesa?

Lo cogió de la mano y caminó con él hasta la cocina, donde la ventana estaba cegada por la nieve y la tetera silbaba como contrapunto al sonido del viento.

25

Sue Sampel estaba bien despierta cuando sonó el timbre de la puerta, aunque eran bien pasadas la doce de la noche. Casi las tres, de acuerdo con su reloj.

Entre la tormenta de afuera y la energía nerviosa que había liberado durante el saqueo del despacho de Ray, dormir quedaba fuera de sus posibilidades. Sebastian, bendito fuera, había subido al piso de arriba sobre la medianoche y había caído inmediatamente dormido. Ella se había acurrucado con su libro como una especie de sustituto. Su libro, más una gran copa de brandy de melocotón. El libro estaba maravillosamente escrito y lleno de ideas sorprendentes, pero los vacíos y saltos lógicos eran ahora más obvios. Suponía que era aquello lo que sacaba de sus casil as a Elaine Coster, el amor alegre de Sebastian por las hipótesis escandalosas.

Por ejemplo, Sebastian explicaba en el libro que lo que la gente denominaba «el vacío del espacio» era algo más que simplemente la ausencia de materia: era una compleja cocción de partículas virtuales que entraban y salían de la existencia demasiado rápido para interaccionar con la sustancia ordinaria de las cosas. Aquello concordaba con lo que Sue recordaba de su primer año de física. Sospechaba que él pisaba terreno científico más o menos firme cuando decía que localizadas irregularidades en el vacío cuántico explicaban la presencia de la «materia oscura» en el universo. Y su idea fundamental, que la materia oscura representaba un tipo de red neuronal fantasmal que habitaba el vacío cuántico, no se la tomaba en serio nadie salvo el propio Sebastian.

Pero Sebastian no era un científico y nunca había pretendido serlo. Si se le presionaba, acabaría por decir que aquellas ideas eran «patrones» o «sugerencias», y que quizás no debían tomarse al pie de la letra. Sue lo comprendía, pero deseaba que fuera de otra manera; ella deseaba que sus teorías fuesen tan sólidas como casas, lo suficientemente sólidas como para refugiarse en ellas.

No es que su propia casa le pareciera especialmente sólida aquella noche. El viento era absolutamente feroz, la nieve tan densa que la vista desde la ventana era como la imagen de O/CBE de algún planeta incompatible para la vida humana. Se arrebujó un poco más en el sofá, tomó otro trago de brandy y leyó:

La vida evoluciona trasladándose a territorios preexistentes y explotando preexistentes fuerzas de la naturaleza. Las leyes de la aerodinámica estaban latentes en el universo natural antes de que fueran «descubiertas» por insectos y pájaros. De forma similar, la conciencia humana no fue inventada de novo, sino que representa la adopción por parte de la biología de unas matemáticas universales, implícitas…

Aquel a era la idea que a Sue le gustaba más: el que las personas fueran pedazos de algo más grande, algo que adoptaba una forma l amada Sue Sampel aquí, y Sebastian Vogel allá, ambos únicos, pero ambos conectados, de la misma forma en la que dos picos montañosos distintos eran pedazos del mismo planeta. De otra forma, pensó ella, ¿qué somos sino animales perdidos. Animales perdidos, exiliados del útero, ignorantes y mortales.

El timbre de la puerta la asustó. El ordenador general de su casa era lo bastante amable como para sonar menos fuerte, pero cuando le preguntó quién era, el ordenador contestó «no reconocido». Se le encogió el estómago. Alguien que no estaba en su catálogo regular de visitantes.

Ray Scutter, pensó. ¿Quién si no? Elaine le había advertido que algo así podría llegar a ocurrir. Ray era impulsivo, más impulsivo que nunca desde el bloqueo, quizás lo suficientemente impulsivo como para desafiar la tormenta y aparecer en su puerta a las tres de la mañana. Para entonces quizás hubiera visto el gigantesco paquete de correos electrónicos que Elaine había enviado. Él sabría (aunque quizás no pudiera probarlo) que Sue le había escamoteado las copias de su escritorio.

Estaría furioso. Peor aún, l eno de rabia. Peligroso. Sí, pero, ¿cuan peligroso? Por decirlo claramente; ¿cómo estaba de loco Ray Scutter?

Deseó haber bebido un poco menos, pero había pensado que eso la ayudaría a dormir, y la marihuana se le había acabado hacía un mes. En la experiencia de Sue, las drogas y el alcohol eran como los hombres, y los porros eran la mejor cita. A la cocaína le gustaba salir bien arreglada y muy elegante, pero te abandonaba en medio de la fiesta o te intimidaba por la madrugada. El alcohol prometía ser divertido pero terminaba por ponerte en ridículo; el alcohol era un chico de camisa llamativa con mal aliento y demasiadas opiniones. Los porros, sin embargo… A los porros les gustaba abrazar y hacer el amor. A los porros les gustaba comer helado y ver la programación televisiva de madrugada. Los echaba de menos.

El timbre de la puerta sonó de nuevo. Se asomó a la ventana lateral. Con toda seguridad, aquel era el pequeño coche azul medianoche de Ray, aparcado contra la ventisca, en la curva. Debía de tener un buen sistema de navegación, pensó, para recorrer aquel a distancia a través de la nieve, cada vez más profunda.

Siguió otra oleada de timbrazos, que el ordenador central amortiguó con desdén.

Por supuesto, podía ignorarlo. Pero aquel o le parecía una cobardía. En realidad, no había nada que temer. ¿Qué iba a hacer? ¿Gritarle? Ya soy una mujer madura, pensó. Puedo manejar esto. Lo mejor es pasarlo cuanto antes.

Pensó en despertar a Sebastian, pero finalmente decidió no hacerlo. Sebastian era muchas cosas, pero no era un luchador. Ella podía encargarse de aquello por sí misma. Podía ver qué era lo que quería Ray, y si era necesario, mandarlo a paseo.

Pero fue a la cocina y cogió un cuchillo de trinchar, por si acaso. Se sintió idiota por hacer aquel o; el cuchillo era en realidad un tranquilizante emocional, algo para hacerla sentir más valiente, y lo ocultó tras la espalda conforme se aproximaba a la entrada. Abrió la puerta porque, después de todo, aquello era Blind Lake, la comunidad más segura en la superficie de la Tierra, aunque su jefe estuviera cabreado de verdad.

El corazón le latía al doble de velocidad.

Ray estaba de pie bajo la luz amaril a del porche, con su abrigo negro largo. El viento le había despeinado y lo había adornado con estrellas de nieve. Tenía los labios apretados y le bril aban los ojos. Sue se quedó en el umbral, preparada para cerrar de un portazo si se hacía necesario. El aire helado entraba a ráfagas en la casa.

—Ray… —dijo.

—Estás despedida —soltó él.

Sue parpadeó.

—¿Qué?

La voz de Ray era lisa y llana, sus labios congelados en una expresión de burla y desprecio.

—Sé lo que has hecho. He venido para decirte que estás despedida.