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Llegaron a la clínica de Blind Lake veinte minutos más tarde. Chris aparcó el coche bajo el abrigo de un alero de hormigón, con las ruedas traseras sobre la acera. Elaine Coster se reunió con el os en el vestíbulo. Sebastian Vogel estaba también al í, derrumbado en la sil a, con la cabeza entre las manos.

Elaine lanzó una dura mirada a Marguerite.

—Sue quiere verte.

—¿Quiere verme a mí?

—La herida es más o menos superficial. Se la han suturado y está sedada. La enfermera dice que debe dormir, pero estaba totalmente despierta hace pocos minutos, y cuando le mencioné que ibais a venir dijo que quería hablar contigo.

Oh, Dios, pensó Marguerite.

—Supongo que si todavía está despierta…

—Te enseñaré el camino.

Chris prometió cuidar de Tess, que estaba mostrando un interés soñoliento en los juguetes de la sala de espera.

—Entra, cielo —dijo Sue—. Estoy demasiado débil para morder.

Marguerite entró en la habitación.

La habitación de Sue estaba justo debajo de aquel a en la que Adam Sandoval, el hombre que había caído sobre Blind Lake en una avioneta derribada, descansaba en coma. Era evidente que Sue no estaba en coma, pero parecía extremadamente débil. Estaba en posición semirreclinada, con una sonda en el antebrazo. Tenía el semblante pálido. Parecía mucho mayor que sus cuarenta y tantos años. Pero se las arregló para sonreír.

—Para ser sincera —dijo—, la cosa no está tan mal como parece. He perdido algo de sangre, pero el cuchillo no ha cortado nada más importante que lo que el doctor Goldhar llama «tejido adiposo». Grasa, en otras palabras. Supongo que me han salvado todos los postres que me he comido a lo largo de mi vida. Como el bueno de las películas al que la bala le hubiera l egado al corazón si no hubiera sido por la Biblia que l evaba en el bolsillo. Hay una silla junto a la cama, Marguerite. ¿No te quieres sentar? Verte ahí de pie me agota.

Marguerite se sentó obedientemente.

—Te debe de doler mucho.

—Ya no. Me han atiborrado de morfina. O algo parecido. La enfermera dice que normalmente hace que a la gente le entre sueño, pero yo soy un «caso atípico». Creo que eso significa que a mí me da ganas de sentarme y hablar. ¿Crees que es así como se sienten los adictos a las drogas, en sus días buenos?

—Quizás al principio.

—Lo que quiere decir que no va a durar. Estoy segura de que tienes razón. Tiene ese aire de «castil o de naipes», como si no fuera a durar para siempre. Euforia con fecha de caducidad. Quiero disfrutarlo mientras dure.

Podría acabar en cualquier momento, pensó Marguerite.

—No sabes cuánto lo siento.

—Gracias, pero no tienes por qué sentirlo. De verdad que agradezco que hayáis venido con este tiempo tan horrible.

—Cuando escuché que Ray fue… quien te hirió…

—¿Qué?

—Te debo una disculpa.

—Temía que dijeras eso. Y eso es por lo que quería hablar contigo. —Frunció el ceño. Aquello hizo que su rostro pareciera aún más pálido—. No te conozco demasiado bien, Marguerite, pero nos llevamos bien, ¿no?

—Eso creo.

—¿Lo bastante bien como para entrar en el terreno personal? —No esperó la respuesta—. Tengo la impresión de que tengo más experiencia con los hombres que tú. No necesariamente buenas experiencias, pero más. No quiero decir que yo sea una guarra y tú seas virgen, simplemente que hemos caído en partes diferentes de la curva de distribución, si sabes a qué me refiero… Lo siento, las drogas me afectan un poco. No me lo reproches. Una de las cosas que he aprendido es que una no puede asumir la responsabilidad por lo que hace un hombre. Especialmente si ya le has dado la patada por ser un cabronazo. De modo que por favor, por favor, no te disculpes en nombre de Ray. Él no es una especie de pit bul al que debas ponerle una correa más corta. Es totalmente responsable de cómo se comportó cuando os casasteis. Y es absolutamente responsable de esto.

Señaló el vendaje que abultaba bajo la fina sábana de la clínica.

—Ojalá hubiera podido hacer algo para detenerlo —dijo Marguerite.

—Estoy de acuerdo, pero no pudiste.

—Sigo pensando que…

—No, Marguerite. No. De verdad. Tú no podías.

Quizás no. Pero había subestimado de forma continuada el grado de desequilibrio de Ray. Había saltado sobre una serpiente de cascabel cien veces, mil veces, protegida únicamente por su ingenua inocencia.

Ella misma podría haber acabado muerta. Sue había estado cerca.

—Bueno…, ¿puedo decir que siento que hayas resultado herida?

—Ya lo has hecho. Y te lo agradezco. También me gustaría hablar con Chris, pero ya sabes, creo que me estoy durmiendo. —Sus párpados bajaron a media asta—. De pronto me siento cálida y un poco…, ¿cuál sería la palabra? Profética.

—¿Profética?

—Como el oráculo de Delfos. Sabiduría por un penique, si puedo aguantar despierta lo suficiente como para repartirla. Me siento muy sabia, como si todo fuera a salir bien. Probablemente sea la morfina. Pero Chris es un buen chico. Te irá bien con Chris. Él lo intenta con todas sus fuerzas, lo aparente o no. Todo lo que necesita es una razón para pensar mejor de sí mismo. Te necesita para confiar en sí mismo, y necesita cumplir con esa confianza… Pero eso le trae de cabeza.

Marguerite seguía mirándola sin hablar.

—Ahora… —dijo Sue, espectacularmente pálida contra el blanco de la sábana—. Creo que necesito dormir, pero de verdad.

Cerró los ojos.

Marguerite se quedó sentada en silencio, mientras la respiración de Sue seguía tranquilamente su curso. Después salió de puntil as al pasillo y cerró la puerta detrás de el a.

Sue la había sorprendido aquella noche. También lo había hecho Ray, de una manera mucho más terrible. Y si no podía hacerse una idea correcta de aquella gente, pensó, ¿cómo iba a pretender comprender al Sujeto? Quizás Ray había tenido razón: toda su gran charla sobre las narraciones… Era absurda, ridícula, un sueño infantil.

Su servidor vibró en el bolsil o. Se trataba de un mensaje del Ojo con la alta prioridad indicada en el asunto. Marguerite apretó la tecla de «CONTESTAR», esperando más malas noticias.

Era un mensaje de texto, corto, de uno de los chicos de Adquisición de Imagen: «Conéctate al Sujeto lo antes posible», decía.

—Lo comprendo —le dijo Sebastian Vogel a Chris—. La herida no es tan grave como parecía en un principio. Con toda sinceridad, creía que iba a morirse. Pero estuvo hablando casi sin parar mientras la traía hasta aquí.

Sebastian parecía frágil, pensó Chris, con aquel cuerpo redondo empotrado a presión en la poco generosa circunferencia de la silla de la sala de espera. Elaine Coster se sentaba en el lado opuesto del espacio de recepción, con el gesto ceñudo, mientras Tess jugaba sin prestar atención con unos juguetes de la sala de espera pensados para entretener a niños mucho más pequeños que ella. Hizo correr un tren de bolas de colores a lo largo de una montaña rusa metida dentro de un marco de metal. Las bolas entrechocaban cuando bajaban de los picos a los valles.