A Ray nunca le habían gustado los espacios oscuros y cerrados.
Extendió las manos para orientarse. Retrocedió hasta la esquina del ascensor, palpando las paredes a su izquierda y derecha. La superficie pulida de aluminio era fría e inerte al tacto.
Esto no puede durar, se dijo. Y si el corte de electricidad continuaba, tan solo podía significar malas noticias para los O/CBE. Las bombas dejarían de funcionar, el helio líquido dejaría de fluir, la temperatura de los tanques aumentaría más al á de los críticos 232 grados centígrados bajo cero. Pero una voz dentro de él no estaba de acuerdo, y le decía: esa puta cosa te tiene atrapado.
Mantente firme, se dijo. Había l egado al Ojo l eno de confianza y con una idea de su propio poder: había ido hasta allí tras dar una serie de pasos irrevocables, animado por la convicción de que los O/CBE eran la causa de todo lo malo que había ocurrido en Blind Lake. Pero el edificio le había robado el momento. Ahora estaba encerrado en una caja, y su confianza comenzó a desvanecerse en la oscuridad.
No estoy aquí por mí, pensó Ray. Tenía que mantener aquello claro en su mente. Se encontraba al í porque los niños bobos que estaban a su cargo estaban jugando con una máquina peligrosa, y él los iba a detener ya les gustara o no. Se trataba básicamente de un acto desinteresado. Más que eso: era un acto de redención. Ray había cometido un error en la casa de Sue Sampel y estaba preparado para admitirlo. Se sintió ciertamente orgulloso de su voluntad de afrontar el problema de forma realista. Quizás todos los demás estuvieran cegados por la codicia, la negación de la realidad o el miedo. Pero Ray no. La máquina que había en aquel edificio se había convertido en una amenaza y él iba a encargarse de ella. Estaba llevando a cabo un acto moral tan fundamentalmente necesario que limpiaría todos los errores que pudiera haber cometido en el proceso.
A no ser que l egara demasiado tarde. El ascensor estaba quieto, pero Ray podía escuchar los crujidos y quejidos del edificio a su alrededor, deformados por la oscuridad. Lo que sea que hayamos despertado, pensó, es poderoso; es fuerte, y se está haciendo a la idea de su propia fuerza.
Metódicamente, se subió una de las perneras del pantalón. Había dejado la casa de Sue con el cuchillo sangrante todavía aferrado en la mano. No había querido tirarlo, o dejarlo allí. El cuchillo, el acto de utilizar un arma, había hecho lo que seguía tan posible como necesario. Había sido entonces cuando había surgido en su mente el plan de utilizar el pase de libre circulación por el complejo de Charlie Grogan. Había empezado a conducir hacia la casa de Charlie con el cuchillo a su lado, en el asiento del copiloto, una cosa intocable decorada con la sangre de Sue Sampel. Después había echado el coche a un lado de la carretera, había limpiado el cuchil o con un pañuelo de papel y se lo había atado al muslo de la pierna izquierda con un rol o de cinta adhesiva de la guantera. Entonces le había parecido una buena idea.
En ese momento prefería tener el cuchillo en la mano, preparado para ser utilizado. Además, no podía evitar pensar que quizás se había dejado algo de sangre en la hoja, a pesar de todo; y la idea de que la sangre de Sue Sampel tocara su piel, invadiendo sus poros, le resultaba grotesca e intolerable. Pero en la oscuridad absoluta del ascensor atascado le estaba costando un gran esfuerzo encontrar el extremo de la cinta adhesiva. Se había envuelto la pierna como una puta momia.
Tampoco había pensado entonces en el problema físico que suponía despegarse de la pierna peluda lo que parecía medio kilómetro de cinta adhesiva. Era prácticamente seguro que se iba a despellejar. Inspiró profundamente y fue dando boqueadas, igual que Marguerite había aprendido a hacer en aquellas clases de parto sin dolor a las que había asistido antes del nacimiento de Tessa. Para cuando solo quedaba la última vuelta de cinta se le saltaban las lágrimas, y cuando se la arrancó, el cuchil o también dio un violento tirón y le hizo un corte limpio desde la pantorrilla hasta el tobillo.
Aquel o era demasiado. Gritó de dolor y frustración, y su grito hizo que el ascensor atascado pareciera mucho más pequeño, insoportablemente pequeño. Abrió los ojos de par en par buscando alguna luz (había oído que el ojo humano podía percibir hasta un protón aislado) pero no había nada, tan solo el escozor de su propio sudor.
Podría morir aquí, pensó, y aquello sería horrible; o peor aún: ¿qué pasaría si estaba equivocado sobre lo del Ojo, qué pasaría si Shulgin lo encontrara al í después de que la crisis hubiera terminado, delirando y con un arma incriminatoria en la mano? El cuchillo, el puto cuchillo… No podía tenerlo encima y no podía deshacerse de él.
¿Y si las paredes se cerraran sobre él, como dientes?
Se preguntó (si llegaba a ser necesario) si sería capaz de matarse con el cuchillo. Como un guerrero samurai, tirándose sobre su espada. ¿Con cuánta profundidad, con cuánta rapidez podría clavarse una hoja de quince centímetros? ¿Sería mejor cortarse las venas o clavárselo en el vientre? ¿O debería intentar cortarse la garganta?
Pensó en la muerte. ¿Cómo sería hundirse y perderse de su propio y sucio yo, ser arrastrado más y más profundamente hacia un pasado estático y vacío?
Imaginó que escuchaba la voz de Marguerite en su cabeza, susurrando palabras que él no comprendía:
Ignorancia
Curiosidad
Dolor
Amor
Una prueba más, como si la necesitara, de que la locura del O/CBE ya le estaba afectando…
Y entonces volvió la luz.
—¡Dios! ¡Joder! —dijo Ray, momentáneamente cegado.
El ascensor volvió a la vida con un zumbido y continuó su trayecto hacia abajo.
Se dio cuenta de que se había mordido la lengua. Tenía la boca l ena de sangre. Escupió sobre el suelo de baldosas verdes, se bajó la pernera del pantalón sobre su tobillo sangrante y esperó a que se abriera la puerta.
29
—Quizás se haya ido a buscar a su madre —dijo Elaine, pero cuando Chris gritó el nombre de Tessa no hubo respuesta, y el resplandeciente pasil o iluminado de la planta baja de la clínica estaba vacío hasta donde alcanzaba la vista.
Sacó su servidor del bolsillo y pronunció su nombre de nuevo. Sin respuesta. Lo intentó con Marguerite. También sin respuesta.
—Esto es casi paranormal —dijo Elaine.
Era peor que aquello. Chris tuvo una sensación como si hubiera caído en una de esas pesadil as en las que algo absolutamente esencial se evapora de tus manos.
—¿En qué habitación está Sue?
—Dos once —dijo Elaine rápidamente—, arriba.
—Llama a la enfermera de turno y pídele que busque a Tess. Yo encontraré a Marguerite.
Elaine observó cómo Chris corría por las escaleras. Ella no estaba demasiado preocupada. La chica probablemente estaría abajo, en la cafetería, o montándose en una camilla.
—Todo un hombre de familia, nuestro Chris —le dijo a Vogel.
—No infravalores lo que ha encontrado aquí —murmuró Vogel—. Podría acabar en cualquier momento.
Descubrió que Sue Sampel estaba casi dormida, sola en su habitación a oscuras.
—Marguerite ya se ha marchado —dijo el a—. ¿Chris? ¿Eres tú? ¿Chris? ¿Marguerite se ha perdido o algo?
—No puedo contactar con su servidor. No hay nada de lo que preocuparse.
Ella bostezó.
—Y una mierda. Tú estás preocupado.
—Vuelve a dormir, Sue.
—Creo que voy a hacerlo. Creo que tengo que hacerlo. Pero puedo ver que estás mintiendo. ¿Chris? No te pierdas en la oscuridad, Chris.