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Herb Dunn había estado en el ejército. Se sabía la cantinela.

Levantó las manos y trató de parecer inofensivo.

—Yo solo trabajo aquí.

31

Confusa más al á del punto de terror, Marguerite se obligó a concentrarse en su respiración. Ignoró el suelo arenoso bajo sus manos y rodillas, ignoró la sensación de calor seco, sobre todo cerró los ojos e ignoró la presencia del Sujeto. Toma aire, pensó. Respirar era importante. Respirar era importante porque…, porque…

Porque si estaba realmente sobre la superficie de UMa47/E, respirar le hubiera resultado imposible.

La atmósfera de UMa47/E tenía menos oxígeno que la de la Tierra, y estaba muy enrarecido. Si hubiera viajado hasta allí desde Blind Lake, la diferencia de presión le debería haber reventado los tímpanos.

Pero era el miedo, no la falta de oxígeno, lo que la hacía boquear, y sus oídos estaban bien.

Por tanto, pensó (todavía de rodil as, con los ojos firmemente cerrados), por lo tanto, por lo tanto no estoy realmente aquí. Por lo tanto no estoy en peligro inmediato.

Pero si no estoy aquí, ¿por qué siento entonces los granos de arena bajo las uñas, por qué siento la brisa sobre mi piel?

El verano en el que Marguerite cumplía los once años, sus padres habían ido de vacaciones a Alaska. Para disgusto de Marguerite, su padre había pagado una visita al parque nacional de la Bahía del Glaciar en un pequeño avión de un solo motor. El avión había ido dando tumbos entre las montañas y Marguerite había tenido tanto miedo que le habían entrado nauseas; estaba demasiado aterrorizada incluso para mirar por la ventana.

Entonces su padre le había puesto un brazo por encima del hombro y le había dicho con su voz de pastor más profunda: «No pasa nada, Margie. Estás totalmente a salvo».

Ella había repetido aquella frase para sí misma durante el resto del viaje. Su mantra. Estás totalmente a salvo. Aceite sobre aguas turbulentas. Aquello la había calmado. Las palabras regresaron a ella entonces.

Estás totalmente a salvo.

Pero no lo estoy. Estoy perdida, desamparada, no sé qué es lo que está pasando, y no conozco el camino de regreso a casa…

Totalmente a salvo. La mentira total.

Abrió los ojos y se obligó a incorporarse.

El Sujeto permanecía inmóvil, a más de un metro de distancia de el a. Marguerite sabía por experiencia que una vez inmóvil, probablemente continuaría así durante un tiempo. Recordó la expresión de Chris, no es el planeta de la diversión, y suprimió unas ganas incoherentes de reír tontamente. Aquellos inescrutables ojos blancos la miraban a el a, o al menos en su dirección, y estuvo tentada de devolverle la mirada. Pero lo primero era lo primero, se dijo Marguerite. Sé una científica. (Eres una científica. Estás totalmente a salvo. Dos mentiras que daban fuerzas).

Examina tu entorno.

Estaba de pie, justo dentro del perímetro de la estructura en la que había entrado el Sujeto. Volviendo la mirada a través de sus arcos, Marguerite pudo ver la chocante proximidad del desierto, que inmediatamente englobó dentro del contexto de la geografía de UMa47/E: la meseta central de la placa continental más grande, lejos de cualquiera de los mares salados poco profundos, al extremo opuesto de la zona templada. Pero había mucho más que aquello. Había un cielo tan luminoso y blanco como la porcelana recién horneada; había una hilera de colinas basálticas que se perdía en la distancia; estaba la luz de un sol extraño, y sombras que se alargaban visiblemente conforme las miraba. Había un viento irregular que olía a cal y polvo. No era una imagen, sino un lugar: táctil, tangible, lleno de texturas.

Si no estoy aquí, se preguntó Marguerite, ¿dónde estoy?

El techo de aquella estructura la protegía de la luz directa del sol. «Estructura», pensó, era una de aquel as palabras equívocas tan queridas por la gente de Observación; pero ¿podía realmente llamarlo edificio?

No había muros propiamente dichos, solo una hilera tras otra de columnas (de color blanco azulado y rosa coral) alineadas en series de arcos irregulares que se unían para formar un techo. Más allá las sombras se oscurecían y se hacían impenetrables. El suelo era simplemente arena arrastrada por el viento. No se parecía nada a Villa langosta. Quizás l eve aquí desde hace siglos. Tocó la columna más cercana. Estaba fría y era débilmente iridiscente, como una perla.

Comenzó a sentir un hormigueo en la mano, y la apartó.

Por supuesto que todo aquello era imposible, y no solo porque ella estuviera respirando con normalidad en la superficie de un planeta inhabitable para los seres humanos. Las imágenes de los O/CBE de UMa47/E habían viajado a través de cincuenta y un años luz. Lo que los monitores habían recogido era casi literalmente historia antigua. No existía la simultaneidad, a no ser que los O/CBE hubieran aprendido a desafiar las leyes fundamentales del universo.

Quizás era mejor pensar en aquella experiencia como una suerte de realidad virtual. Observación participativa. Un sueño vívido. Aunque aquel andamiaje era endeble, le proporcionó el valor de mirar directamente al Sujeto.

El Sujeto medía una vez y media más que ella. Nada en su trabajo de observación la había preparado para aquella pura masa animal. Había sentido lo mismo la primera vez que fue a un zoológico, estando en octavo. Los animales que le habían parecido inocentes en la televisión habían resultado ser más grandes, más sucios, de peor olor y mucho más impredecibles de lo que había imaginado. Habían resultado ser tan desconcertantemente ellos mismos, tan indiferentes a sus preconcepciones…

El Sujeto era muy él mismo. Aparte de su postura bípeda, no había nada humano en él. No se parecía ni a un insecto ni a un crustáceo, a pesar de la ridícula etiqueta de «langosta» con la que lo habían bautizado.

Sus pies eran anchos, planos, con la piel parecida al cuero, y no tenían dedos ni uñas. Hechos para sostener, no para correr. Estaban cubiertos por el polvo y la suciedad de aquel largo viaje, y en algunos lugares la piel rugosa había sido erosionada hasta quedar lisa. Se preguntó si aquello le dolería.

Las piernas no eran más largas que las de ella, pero sí casi dos veces más gruesas. Había una masculinidad implícita en ellas, como dos troncos de árboles envueltos en cuero rojo. Las piernas se unían sin más complicación en la entrepierna, donde no había la compleja parafernalia sexual humana, aunque esto tampoco resultaba muy sorprendente: había mejores lugares para instalar los genitales, aunque nadie había demostrado nunca que el Sujeto o su especie poseyeran genitales del tipo convencional.

Su tórax se agrandaba hasta formar la figura de un disco gordo, al cual se adherían los brazos. Los brazos manipuladores eran delgados y flexibles, y estaban equipados en sus extremos con algo toscamente parecido a manos humanas (tres dedos con un dígito opuesto que funcionaba como pulgar), aunque las articulaciones eran todas diferentes. Los brazos de sujeción de alimentos, con la longitud imprescindible para l egar desde sus hombros a la boca, resultaban totalmente extraños, y eran tanto una mandíbula externa como un par adicional de extremidades. En lugar de manos, aquel os brazos secundarios poseían unas estructuras de hueso en forma de copa y hoja para cortar y moler el material vegetal.

La cabeza del Sujeto era una cúpula móvil con varil as de carne suelta donde la anatomía humana hubiese colocado un cuello. Su boca era una línea vertical rosa que escondía una lengua larga, rasposa y casi prensil. Sus ojos estaban casi tan separados uno del otro como los de un pájaro, dispuestos sobre un cartílago púrpura. Los ojos mismos no eran totalmente blancos, se dio cuenta Marguerite, sino pálidamente amarillos, del color de las teclas de un viejo piano. No había ninguna estructura interior visible en el ojo, ni pupilas ni córneas; los ojos quizás fueran haces de células sensibles a la luz, o quizás su estructura estuviera oculta bajo una superficie parcialmente opaca, como un párpado permanente.