Выбрать главу

Aquel a conversación era demasiado extraña para ser real, decidió Marguerite. Tenía la trayectoria y el ritmo de un sueño, y, como un sueño, tendría que representarse hasta el final. Su participación no era necesaria, sino obligatoria.

Ursa Majoris 47 había comenzado a ponerse en el horizonte, arrojando largas y complejas sombras sobre el laberinto de arcos.

—Este planeta está a años y años luz de la Tierra —dijo Marguerite, pensando en el tiempo, en el paso del tiempo, en la paradoja del tiempo—. No puedo estar aquí de verdad.

—No estás allí —dijo la imagen de Tess, señalando hacia el desierto—, estás aquí. Es diferente aquí. Más diferente cuanto más te adentras. Es cierto: si salieras de aquí, morirías. Tu cuerpo no podría respirar o continuar viviendo, y si contaras las horas, serían diferentes a las de Blind Lake.

—¿Cómo conoces Blind Lake?

—Nací allí.

—¿Por qué te pareces a Tess?

—Te lo he dicho. He aprendido mucho de ella.

—Pero, ¿por qué Tess?

La Chica del Espejo se encogió de hombros con un ademán de angustia típico de Tess.

—Ella conoció a mi hermana en Crossbank antes de que yo naciera. Podría haber sido otro. Pero tenía que ser alguien.

Como el Sujeto, pensó Marguerite. Podríamos haber cogido a cualquier individuo para seguirlo. Simplemente resultó ser él.

El Sujeto parecía ser indiferente a aquel a conversación, si es que su inmovilidad podía interpretarse como indiferencia.

—Vamos —dijo la Chica del Espejo—, habla con él. ¿No era eso lo que querías hacer?

Básicamente sí, pero nunca había sido más que algo con lo que soñar despierta. No sabía cómo empezar. Volvió a girarse hacia el Sujeto.

—Hola —dijo, sintiéndose idiota, con la voz quebrada.

No hubo respuesta.

Miró con impotencia a la Chica del Espejo.

—Así no. Cuéntale una historia —sugirió la imagen de su hija.

—¿Qué historia?

—La tuya.

Es absurdo, pensó Marguerite. No podía contarle una historia sin más. Era una idea infantil, una idea propia de Tess. Ya llevaba demasiado tiempo al í. Ella no era como el Sujeto; no podía estar en un sitio indefinidamente. Todavía era un ser humano mortal.

Pero incluso con aquel os pensamientos en mente, sintió una oleada de calma que la envolvía. Era como sentir que acababa de meter a Tess en la cama, como arroparla y leerle (antes de que Tess se volviera demasiado sofisticada para el o) algo de aquellos viejos y extraños libros para niños que había encontrado tan fascinantes: El Mago de Oz, El Hobbit, Harry Potter. La fatiga de Marguerite desapareció (quizás era un hechizo conjurado por la Chica del Espejo); cerró los ojos y se encontró preguntándose qué le contaría al Sujeto sobre la Tierra, no su historia ni su geografía, sino su propia experiencia de el a. Qué espantosamente extraño le debería de parecer. Su propia historia: nacida de la manera habitual en la biología humana de sus padres humanos, sus recuerdos que surgían difusamente entre una neblina de cunas y sábanas; aprender su nombre (había sido «Margie» durante los primeros doce años de su vida); arrojada al tedio, al terror, a los extraños juguetes de la escuela (la señorita Marmette, el señor Foucek, la señora Bland, las severas deidades de primer, segundo y tercer curso); el ciclo de las estaciones, el nombre de los meses, septiembre y el colegio, noviembre y los primeros días verdaderamente fríos, enero oscuro y a menudo doloroso, los meses tormentosos y el deshielo de antes de junio, julio, cálido y l eno de promesas, las efímeras libertades de agosto. Los dramas de la niñez: apendicitis, apendicectomía, gripe, neumonía. Amistades que comienzan, que continúan, que terminan. La creciente consciencia de sus padres como dos personas separadas que hacían más que atender a sus necesidades: su madre, que cocinaba y limpiaba la casa, que leía libros enormes y tejía chales con escenas (de poblados rurales abstractos, teóricamente hispanos, empapados de luz clínica). Su padre, distante e igualmente aficionado a la lectura, un pastor presbiteriano sonoro señor de los domingos pero bondadoso y dulce en el hogar, que a menudo le había parecido a Marguerite un hombre solitario, solitario por Dios, solitario por la profunda arquitectura del cosmos, la estructura de significado que imaginaba cuando leía los Evangelios sinópticos, y en la cual, le confesó a el a una vez, nunca había podido creer de verdad. Su propia curiosidad sobre el mundo, sobre su lugar y su tiempo y su espacio en la naturaleza, una curiosidad estrictamente científica, al menos como el a entendía la «ciencia» de reportajes de televisión y de novelas especulativas: lo bien que se sentía al gobernar lo que generalmente se conocía como planetas, lunas, estrellas, galaxias, así como sus límites, saboreando incluso las cuestiones sin respuesta porque estaban compartidas, reconocidas y se ponían en tela de juicio sistemáticamente, al contrario que la frágil religiosidad de su padre, sobre la cual él era reacio incluso a hablar. La fe, había conjeturado el a, era como un antiguo juego de té, bonito y antiguo, pero que no debía ser expuesto a la luz o el calor. Era consciente también de lo orgul oso que él se sentía por la larga lista de sus logros (nada más que sobresalientes en todo menos en Música y Educación física, donde su torpeza la traicionaba; las medal as de matemáticas y los premios de ciencias, las becas). Las repentinas indecencias de la adolescencia, explorando y comprendiendo el cuerpo femenino que había comenzado a sorprenderla de tantas formas, aprendiendo a identificar las manchas de sangre de su ropa interior con la biología de la reproducción, huevos y semillas y ovarios y polen y una cadena de actos carnales que la conectaban con el antepasado común a toda criatura viviente sobre la Tierra. Sus propios escarceos con el erotismo (un chico l amado Jeremy en la planta baja de su casa, mientras su madre daba una fiesta escaleras arriba; un chico de más edad en su dormitorio una noche de invierno cuando sus padres estaban atrapados en un aeropuerto en algún lugar de Tailandia a causa del monzón). Su temprana fascinación con las imágenes de O/CBE del planeta HR88

32/B, con paisajes marinos como las ilustraciones de los grabados a color Victorianos de Mellville (Typee, Oomoo), una fascinación que la condujo a la Astrobiología. La beca de Princeton (en su graduación, su madre había l orado con orgullo, pero aquella noche había sufrido el primero de una serie de ataques de isquemia que culminarían en una crisis mortal un año más tarde). Asistiendo con su padre al funeral, obligándose a permanecer erguida cuando lo que quería era caer al suelo y hacer que el mundo desapareciera. Su primera relación larga de verdad, en la universidad, con un hombre llamado Mike Okuda, que también estaba obsesionado con las imágenes de los O/CBE y que una vez le confesó que cuando hacían el amor fantaseaba con que él estaba bajo la vigilancia invisible de seres de otros mundos. El dolor de la separación cuando él aceptó un trabajo en la costa oeste diseñando tecnología de efectos de vestíbulos, y la consiguiente comprensión de que nunca tendría un flechazo, sino que tendría que construir el amor a partir de sus partes constitutivas con la ayuda de un compañero voluntarioso. Su aprendizaje en Crossbank, elaborando sistemas provisionales de clasificación de especies de plantas basados en las imágenes obtenidas del departamento de Observación (los peristemos de cuatro lóbulos, la pálida raíz primaria expuesta por una tormenta). Su primer encuentro con Ray, cuando confundió la admiración que sentía por él con la posibilidad del amor, y la primera vez que intimaron físicamente, sintiendo en Ray una desgana que bordeaba la aversión, y por la que se había culpado a sí misma. La erosión de su matrimonio (su implacable vigilancia y sus sospechas, poniéndole en cuestión incluso las visitas a amigos enfermos, su reserva durante el embarazo), y las cosas que la sostuvieron durante aquellos tiempos difíciles (su trabajo, los largos paseos fuera de casa, el peso de las puestas de sol invernales). Cómo rompió aguas, el parto, dar a luz mareada y sedada en una habitación de hospital mientras Ray, fuera en el pasillo, discutía a voz en grito con una asistente de la enfermera. El milagro y la fascinación con Tessa, el sentir algo de divinidad (como podría haber dicho su padre) en el intercambio de roles, la hija convertida en madre, observar lo que una vez ella misma había experimentado. Su creciente frustración cuando el complejo de Blind Lake comenzó a obtener imágenes de un nuevo mundo habitado mientras ella continuaba catalogando algas marinas y flores lacustres. El divorcio, la amarga disputa por la custodia, un creciente miedo físico de Ray que despachó rápidamente como paranoico, pero que debería haber tomado en serio: él era una auténtica serpiente. El traslado a Blind Lake, la satisfacción y la soledad, el bloqueo, Chris…