¿Cómo podía traducir todo aquello en palabras? La historia no era una historia. Era fractal, historias dentro de historias, desenvuelve una y las desenvolverás todas, quod est superius est sicut quod est inferius… Y, por supuesto, el Sujeto no lo comprendería.
—Pero lo hace —dijo la Chica del Espejo.
—¿Hacer el qué?
—Él lo comprende. Una parte de todo, en cualquier caso.
—Pero no he dicho nada.
—Sí. Lo has hecho. Lo hemos traducido para ti.
Aquel uso mayestático de la primera persona del plural era interesante. La Chica del Espejo y sus hermanas de las estrellas, supuso Marguerite… Pero el Sujeto todavía permanecía inmóvil.
—No —dijo la Chica del Espejo con la voz de Tessa—, está hablando.
¿Era eso cierto? El orificio ventral se flexionaba, y sus cilios comenzaron a ondularse siguiendo el movimiento del trigo bajo el viento. El aire comenzó a oler de repente a alquitrán caliente, a regaliz, a leche rancia.
—Puede estar hablando. Pero sigo sin entenderlo.
—Cierra los ojos y escucha.
—No puedo oír nada.
—Tú escucha.
La Chica del Espejo la cogió de la mano y el conocimiento la inundó: demasiado conocimiento, un tsunami de conocimiento, demasiado para organizado o comprenderlo.
—Es una historia —susurró la Chica del Espejo—, tan solo una historia.
Una historia, pero ¿cómo la podría contar si ella misma no podía entenderla? Una tormenta rugía en su cabeza. Ideas, impresiones, palabras tan evanescentes como sueños, susceptibles de desaparecer si no las fijaba de golpe en su memoria. Desesperada, pensó en Tess: si aquello era una historia, ¿cómo se la contaría a el a?
El impulso organizador le sirvió de ayuda. Se imaginó junto a la cama de Tessa, narrándole la historia del Sujeto. Fue dado a luz… Pero esa no era la palabra exacta; sería mejor decir «se le introdujo en la vida». Fue introducido en la vida… No.
A comenzar de nuevo.
El Sujeto…
La persona que conocemos como el Sujeto…
La persona que conocemos como el Sujeto estaba viva (se imaginó diciendo Marguerite) mucho antes de que fuera nada parecido a aquello en lo que se iba a convertir, mucho antes de ser capaz de pensar o de recordar. Hay criaturas (recuerda esto, Tess) que viven en los muros de los grandes zigurats de piedra de la Ciudad, en madrigueras ocultas. Animales pequeños, más pequeños que gatitos, y en un grandísimo número, que viven en sus escondrijos como diminutas ciudades dentro de la propia Ciudad. Aquellos animales nacen y quedan en una situación de desprotección, como los mamíferos o los marsupiales. Salen de sus guaridas de noche y se alimentan de la sangre del Sujeto y su especie, y después regresan, antes del amanecer, a los muros. Viven, mueren y procrean entre ellos, y normalmente eso es todo. Normalmente. Pero una vez cada treinta años, años tal y como se calculan en UMa47/E, la gente del Sujeto produce en su cuerpo un tipo de virus genético que infecta a algunas de las criaturas que se alimentan de ellos, y las criaturas infectadas cambian de forma dramática. Así es como la especie del Sujeto viene a la vida: como una infección viral en otra especie. (En realidad no se trata de una infección: es una simbiosis, ¿conoces esa palabra, Tess?, una simbiosis iniciada hace millones de años, o un dimorfismo sexual l evado a su extremo más radical; la especie del Sujeto ha debatido sobre esta cuestión sin l egar a ninguna conclusión definitiva.) El Sujeto comenzó su vida de esta forma. Era uno de los varios miles de seres que de pronto resultaban demasiado grandes y extraños para regresar a sus madrigueras. Y como tal fue capturado y educado en el razonamiento, en un liceo situado a gran profundidad bajo la Ciudad, un lugar del cual guarda recuerdos muy queridos: el calor y la humedad de las aguas que se iban filtrando, el jolgorio en los pozos de comida; la evolución de su cuerpo en algo nuevo, grande y fuerte; el conocimiento que crecía espontáneamente en su cerebro y el que aprendía de sus tutores, entrando en una cámara nueva de su mente cada mañana. Su integración gradual en la vida diaria de la Ciudad, reemplazando a trabajadores que habían muerto o habían perdido sus facultades. El llegar a comprender que la Ciudad era una gran máquina y que él trabajaba para el bienestar de la Ciudad, de la misma forma que la Ciudad trabajaba incansablemente para él.
El comprender, también, el lugar de la Ciudad en la historia de su especie y en la historia del mundo. Había muchas ciudades como su Ciudad pero no había dos iguales, cada una de el as era única. Algunas eran ciudades mineras, otras eran industriales; unas eran lugares donde los ancianos y los enfermos iban a morir, ociosos e indolentes. Algunas eran ciudades extranjeras en continentes separados por mares poco profundos, donde las torres parecían gigantescos bloques de roca y se construían con ladrillos, o se excavaban en las laderas de las montañas. El Sujeto a menudo soñaba con visitar aquellos lugares y verlos por sí mismo. En su segundo ciclo de fertilidad había viajado más al á de su Ciudad del Cielo hacia el norte, hasta la Ciudad de las Flores de arenisca roja, sus socios comerciales, y hasta la Ciudad de la Inmensidad, ennegrecida por el humo, para después volver de nuevo al hogar. Y sabía que nunca viajaría más lejos, excepto en circunstancias extraordinarias y muy poco probables. Había aprendido que le gustaba viajar. Le gustaba la forma en que se sentía al despertarse en una fría mañana en las l anuras. Le gustaban las sombras de las rocas a la caída de la noche.
Sus ciclos de fertilidad significaban bien poco para él. Era consciente de que durante toda su vida iba a realizar únicamente una o dos contribuciones reales a la continuidad genética de la Ciudad; sus gametos virales, se combinarían con otros en los cuerpos de los alimentadores nocturnos para llegar a ser morfológicamente activos. Era una satisfacción abstracta, sin embargo, el darse cuenta de que había arrojado su propia esencia a un océano de probabilidades, de donde quizás volviera flotando, sin saberlo él, como otro ciudadano con ideas y olores nuevos y únicos. Le hacía pensar en el largo transcurso de la historia que había aprendido en el liceo. La Ciudad era antiquísima. La historia de su pueblo era larga y continuada.
Habían aprendido mucho a través de los milenios, azuzados por la naturaleza a sentir una adormecida curiosidad y a construir cosas con los dedos. Habían aprendido acerca de las rocas y la tierra, del viento y la lluvia, de los números y la nada, de las estrel as y los planetas. En algún lugar, en la luna más cercana de UMa47/E, yacían las ruinas de una ciudad que sus antepasados habían construido en la culminación de un ciclo particularmente inventivo, y después habían abandonado por resultar insostenible y antinatural. Habían destilado las esencias de los átomos. Habían construido telescopios que comprobaban las limitaciones de atmósferas, los metales y la óptica. Habían escuchado a las estrellas buscando mensajes, pero no habían recibido ninguno.