Y hacía mucho tiempo (Marguerite se imaginó a Tessa abriendo los ojos de par en par) habían construido unas frágiles pero casi infinitamente complejas computadoras cuánticas que habían explorado los mundos deshabitados más cercanos (justo como nosotros hicimos en Crossbank, se imaginó diciendo a Tess, ¡justo como en Blind Lake!). Y habían aprendido lo que nosotros estamos aprendiendo ahora: que las tecnologías con capacidad de razonar daban luz a formas de vida totalmente diferentes. Habían descubierto mundos más antiguos y más jóvenes que el suyo, mundos que habían seguido los mismos pasos. La lección era obvia.
Las máquinas que habían construido soñaban profundamente con la sustancia de la realidad, y soñando encontraban a otras como ellas.
Era, pensaba el Sujeto, un ciclo de vida muchísimo más lento pero tan inevitable como el ciclo vital de su propia especie: un drama de creación, transformación y complejidad desarrollado a lo largo de millones de años.
El Sujeto se lo imaginaba a menudo: los grandes días de las Ciudades Observadoras de Estrellas, sus telescopios cuánticos y las estructuras que habían nacido y crecido en hileras asombrosas a través de la superficie del planeta, estructuras como su especie jamás había construido ni planteado construir, estructuras como gigantescos cristales acanalados o proteínas enormes, estructuras en las cuales uno podía entrar pero no salir tan fácilmente, estructuras que eran conductos de la propia maquinaria viviente del universo, estructuras que estaban, ellas mismas, en algún sentido, vivas.
(Estructuras como aquel a, comprendió Marguerite).
Pero el Sujeto nunca había esperado ver una de aquellas estructuras por sí mismo. Hacía siglos que no crecía ninguna Ciudad junto a una de el as. El Sujeto y su especie habían aprendido a evitar las estructuras, las habían entendido como puertas abiertas a cámaras que desafiaban la comprensión. Construyeron sus Ciudades en otros lugares y reprimieron su curiosidad.
Aun y todo, el Sujeto se había preguntado a menudo sobre aquellas estructuras. Era perturbador pero fascinante pensar en su especie como un intermediario entre los irreflexivos alimentadores nocturnos y las criaturas que atravesaban las estrellas.
Aparte de aquellos sentimientos ocasionales, su vida gozaba de una sana uniformidad, una rutina cíclica que era perfecta, completa y satisfactoria. Reemplazó a un fabricante de herramientas moribundo en una fábrica bul iciosa y sirvió bien a su Ciudad. Todas sus horas eran satisfactoriamente iguales. Al terminar cada día pintaba un ideograma para representar lo que había sentido, pensado, visto y olido durante su ciclo de trabajo. Los ideogramas eran casi idénticos, como sus días, pero como sus días, no había dos iguales. Cuando cubría su cámara completamente de ideogramas, memorizaba la secuencia y entonces limpiaba los muros para continuar una vez más. Durante su vida había memorizado veinte secuencias completas.
Esto puede parecer tedioso (se imaginó Marguerite diciéndole a Tess), pero no lo era. El Sujeto, como todos los de su especie, estaba inmóvil durante largos períodos de tiempo, pero nunca estaba inerte. Su inmovilidad era rica en estímulos: los olores del amanecer y del atardecer, la textura de la piedra, las sutilezas de las estaciones, la forma en la que la memoria daba forma al silencio hasta que el silencio l egaba a ser generosamente pleno. En ocasiones sentía una extraña melancolía, que otros de su especie decían que constituía un remanente de su vida anterior como criatura nocturna sin raciocinio (nosotros lo l amaríamos «soledad»). Lo sentía cuando miraba desde los caminos en espiral de su torre hogar a todas las otras torres de la Ciudad, a los campos irrigados verdes y húmedos y las llanuras secas donde el viento agitaba el polvo en remolinos hacia el cielo emblanquecido. Era una sensación de yo quiero, yo quiero, un deseo sin objeto. Siempre se desvanecía rápidamente, dejando a su paso un sabor triste, picante y extraño.
Entonces, un día, una nueva sensación lo abrumó.
Las civilizaciones que dan luz a las estructuras de las estrellas nunca siguen siendo las mismas. (Sí, eso también nos afecta a nosotros: no sé cuánto vamos a cambiar, Tess, tan solo sé que nunca volveremos a ser lo que fuimos antes de este siglo). Cuando comenzamos a mirar a UMa47, las estructuras de las estrellas se fijaron en nosotros. Sintieron Blind Lake, nuestros O/CBE, la presencia de lo que para el os debió haber parecido una nueva mentalidad infantil emergente (no sé si la l amaron Chica del Espejo); sabían que estábamos observando al Sujeto, y después de no demasiado tiempo el Sujeto también lo supo. Llegamos a ser una presencia en su mente. (¿Te han enseñado ya en la escuela el principio de incertidumbre, Tess? En ocasiones, simplemente el observar una cosa cambia su naturaleza. No es posible mirar una cosa no mirada o ver una cosa no vista. ¿Lo entiendes?).
Al principio, el Sujeto siguió con su vida como antes. Sabía que lo estábamos observando, pero aquello era irrelevante. Estábamos muy lejos en el tiempo y en el espacio; no significábamos nada para la Ciudad del Cielo. Tan solo nos sentía como un ligero temblor en sus símbolos diarios, como un distante olor no familiar.
Pero comenzamos a interponernos entre el Sujeto y la cosa que más quería.
A causa de su extraña filogénesis, los miembros de la especie del Sujeto nunca se emparejan entre ellos, ni se unen formando parejas, ni se enamoran unos de otros. Su lealtad epigenética se debe a la ciudad donde han nacido. El Sujeto amaba a la Ciudad tanto de forma abstracta (como el producto de innumerables siglos de esfuerzo cooperativo) como por sí misma: por sus callejones polvorientos y pasillos elevados, sus torres soleadas, sus pozos de alimentación poco iluminados, sus coros de pisadas diurnas y los tranquilos silencios de la noche. La Ciudad era en ocasiones más real para él que la gente que vivía en ella. La Ciudad lo alimentaba y lo protegía. El amaba a la Ciudad y a su vez se sentía amado.
(Pero nosotros lo separamos, Tess. Lo hicimos diferente, y era una diferencia que los demás de su especie pudieron detectar fácilmente. Porque nosotros lo observábamos, y porque él lo sabía, el tipo de relación que mantenía con la Ciudad del Cielo cambió de repente; se sintió alienado, apartado, de repente solo de una forma que nunca había conocido. [Eso es: ¡solo porque nosotros estábamos con él!] Veía la Ciudad con ojos diferentes, y la Ciudad, sus pares, lo veían de forma diferente a él.)
Eso lo hizo infeliz. Pensaba cada vez más en las estructuras de las estrellas.
Las estructuras de las estrel as le habían parecido casi una leyenda, una historia que narrar. Ahora comprendía que eran reales, que las conversaciones entre las estrellas eran continuas, y que la suerte lo había elegido como representante de su especie. Comenzó a considerar el viajar hasta la más cercana de aquel as estructuras, que sin embargo estaba a una gran distancia, en el desierto occidental.
Era inusual para una persona de su edad hacer una peregrinación como aquella. Existía consenso sobre que, cuando un peregrino entraba en una estructura estelar, era asimilado por una inteligencia superior. Un destino poco atractivo para alguien joven, aunque en ocasiones los ancianos y los moribundos se animaban a realizar el viaje. El Sujeto comenzó a pensar que su destino había sido ligado a las estructuras de las estrel as, y comenzó a planear su propio viaje, de forma indolente al principio, más seriamente conforme iba sintiendo el ostracismo a causa de su singularidad, ignorado en los cónclaves de comida, infravalorado en su trabajo. ¿Qué más le quedaba por hacer? La Ciudad se había desenamorado de él.