—¿Camastros?
—En el gimnasio, en el centro de ocio. Lo sé. Lo siento terriblemente. Es lo mejor que hemos podido conseguir con tan poco tiempo de margen. Como les he dicho antes, estoy seguro de que todo estará solucionado mañana por la mañana.
Weingart frunció el ceño mirando su carpeta, como buscando un indulto de última hora. Elaine parecía a punto de estallar, pero Chris se le adelantó.
—Somos periodistas. Estoy seguro de que todos nosotros hemos dormido en malas condiciones alguna que otra vez. —Bueno, quizás Vogel no—. ¿No es así, Elaine?
Weingart la miró con temerosa esperanza.
Ella se tragó cualquier cosa que fuera a decir antes.
—He dormido en una tienda en el desierto del Gobi. Supongo que puedo dormir en un puto gimnasio.
Había varias hileras de camastros en el gimnasio, algunos ya ocupados por trabajadores del turno de día desplazados que venían de centros de acogida repletos. Chris, Elaine y Vogel separaron tres camastros bajo la canasta de baloncesto y los hicieron suyos con el equipaje. Las almohadas de las camas parecían alcachofas aplastadas. Las mantas eran suministros de la Cruz Roja.
—¿El desierto de Gobi? —le dijo Vogel a Elaine.
—Cuando estaba escribiendo mi biografía sobre Roy Chapman Andrews. A través de las huellas del tiempo: Paleobiología entonces y ahora. Yo tenía más o menos veinticinco años. ¿Has dormido alguna vez en una tienda de campaña, Sebastian?
Vogel tenía sesenta años. Era de tez pálida excepto por el rojo febril de sus mejillas, y vestía jerseys amplios para ocultar la generosidad de su estómago y caderas. A Elaine no le gustaba. Según ella, le había confiado a Chris, era un arribista, un fraude, prácticamente un asqueroso espiritualista, y Vogel había agravado el pecado con su impecable cortesía.
—En el parque natural de Algonquin —dijo él—. Canadá. Una acampada. Hace varias décadas, por supuesto.
—¿Buscando a Dios?
—Era un viaje con una estudiante de un colegio mayor mixto. Según recuerdo, precisamente lo que buscaba era acostarme con ella.
—¿Qué eras? ¿Un estudiante de Teología?
—No tomamos votos de castidad, Elaine.
—¿No son cosas como esa las que molestan a Dios?
—¿Cosas como esa? ¿Como un encuentro sexual? Según lo que he llegado a conocer de la materia, no. Deberías leer mi libro.
—Ah, pero lo he hecho —se volvió a Chris—. ¿Y tú?
—Todavía no.
—Sebastian es un místico pasado de moda. Dios en todas las cosas.
—En algunas cosas más que en otras —dijo Sebastian, un comentario que le pareció a Chris tanto críptico como típico de Sebastian.
—Por fascinante que sea —añadió Chris—, creo que deberíamos conseguir algo de cenar. El encargado de relaciones públicas me habló de un sitio que estaba abierto hasta medianoche.
—Me apunto —dijo Elaine—, siempre y cuando me prometas que no vas a llevarte de cal e a la camarera.
—No tengo hambre —anunció Vogel—, idos sin mí. Yo me quedaré vigilando el equipaje.
—Nos vemos, San Francisco —dijo Elaine poniéndose la chaqueta.
Chris conocía algo de la biografía de Elaine sobre Roy Chapman Andrews. La había leído en su primer año de universidad. Para entonces ella ya era una periodista científica prometedora, finalista de un premio Westinghouse AAAS, y dibujaba un recorrido profesional que él esperaba seguir algún día.
El primer y único libro de Chris hasta la fecha había sido también una especie de biografía. La buena cosa de Elaine era que no había hecho ninguna mención de la historia tormentosa que había suscitado el libro, y no parecía tener ninguna objeción en trabajar con él. Es increíble, pensaba Chris, con lo que uno aprende a contentarse.
El restaurante que Ari Weingart les había recomendado estaba situado entre una tienda de informática y otra de material de oficina en el ala al aire libre de la zona comercial. La mayoría de aquel as tiendas cerraban a la tarde, y la zona comercial tenía un aspecto vagamente abandonado bajo aquel aire frío y otoñal. Pero el local, una franquicia de Sawyer's Carnes & Pescados, estaba haciendo un buen negocio aquel día. Una gran multitud, ruido de conversaciones en el aire. La decoración era a base de cromo, colores pastel y plantas en macetas, muy al gusto de fines del siglo XX, con el resurgir de lo falsamente antiguo. Los menús estaban recortados como huesos en forma de T.
Chris se sintió maravillosamente anónimo.
—Que el Señor nos proteja —dijo Elaine—, esto es puro suburbio.
—¿Qué vas a pedir?
—Bueno, veamos. ¿El «Desayuno a cualquier hora»? ¿El «Filete de carne bufanda de mamá»?
Un camarero se acercó a tiempo de oírla pronunciar con tono irónico el nombre de aquellos platos.
—El salmón del Atlántico es bueno —dijo.
—¿Exactamente bueno para qué? No, no importa. El salmón bastará. ¿Chris?
Él pidió lo mismo, avergonzado por la actitud de su compañera. El camarero se encogió de hombros y se alejó.
—Puedes resultar increíblemente esnob, Elaine.
—Piensa en dónde estamos. En la frontera misma del conocimiento humano. Sobre los hombros de Copérnico y Galileo. ¿Y dónde comemos? En una área de descanso para camioneros con bar incluido.
Chris nunca se había explicado cómo hacía Elaine para conciliar sus reparos con la comida con su curva de la felicidad. Recompensándose con la calidad, adivinó él. Sacrificando cantidad. Un acto de equilibrio. Era toda una Wallenda de la cintura.
—Quiero decir, vamos, ¿quién es aquí el esnob en realidad? Tengo cincuenta años, sé lo que me gusta, puedo soportar un tugurio de comida rápida o una comida congelada, pero ¿tengo de verdad que fingir que el potaje de alubias es créme brulée? Me he pasado la juventud bebiendo café amargo en copas de cartón. Ya me he licenciado de eso. Y tú también lo harás.
—Gracias por el voto de confianza.
—Confiésalo. Crossbank fue un completo desastre para ti.
—Recogí algo de material interesante. —O al menos una cita totémica: «podría acabar en cualquier momento». Casi un rezo baptista.
—Tengo una teoría sobre ti —dijo Elaine.
—Quizás deberíamos comer y ya está.
—No, no, no te vas a escapar de la vieja bruja cascarrabias tan fácilmente.
—No quería decir eso…
—Estáte cal adito por un momento. Échale el diente a un pedazo de pan o algo. Te dije que había leído el libro de Sebastian. También he leído el tuyo.
—Quizás suene infantil, pero realmente preferiría no hablar sobre el o.
—Todo lo que quiero decir es que es un buen libro. Tú, Chris Carmody, has escrito un buen libro. Hiciste el trabajo pesado de campo y elaboraste las conclusiones correctas. ¿Ahora te quieres culpar por no echarte atrás en el último momento?
—Elaine…
—¿Quieres tirar tu carrera por el retrete, fingiendo que trabajas sin trabajar, ignorando fechas de entrega, follándote camareras tetonas y bebiendo para dormir? Porque puedes hacerlo si quieres. No serías el primero. Ni por asomo. La autocompasión es una afición muy absorbente.
—Un hombre murió, Elaine.
—Tú no lo mataste.
—Eso se puede discutir.
—No, Chris, eso no se puede discutir. Gal iano cayó por aquella colina accidentalmente, o como un acto consciente de autodestrucción. Quizás se arrepintió de sus pecados o quizás no, pero eran sus pecados, no los tuyos.
—Lo expuse al ridículo.
—Tú expusiste un trabajo que era de una mala calidad peligrosa, que se retroalimentaba y que era una amenaza para gente inocente. Sucedió que era el trabajo de Galliano, y sucedió que Galiano acabó con su motocicleta en el río Monongahela, pero esa fue su elección, no la tuya. Tú escribiste un buen libro…