Pero él amaba a la Ciudad, y le dolió terriblemente despedirse de ella. Estuvo una noche entera solo en un balcón elevado, saboreando el patrón único de luz y oscuridad, las sombras oscuras y sutiles de la luna en los caminos. Le parecía que lo amaba todo al unísono, cada piedra y adoquín, cada pozo y cisterna, cada chimenea l ena de hol ín y cada campo verde lleno de fragancias. Su único consuelo era que la Ciudad podría continuar sin él. Su ausencia quizás la heriría levemente (tendría que ser reemplazado), pero la herida sanaría rápidamente y la Ciudad, en su benevolencia, olvidaría que él había llegado a existir. Que era como debería ser.
Para él resultaba sencillo localizar la estructura estelar. La evolución había equipado al Sujeto y a su especie con la habilidad de sentir sutiles variaciones en el campo magnético del planeta: norte, sur, este y oeste eran tan obvios para él como «arriba y abajo» lo son para nosotros. El nombre que habían dado a la estructura de las estrellas contenía cuatro vocales suspiradas que definían su localización con la precisión de un GPS. Pero sabía que la marcha sería larga y penosa. Comió tanto como pudo, almacenando humedad y nutrientes en los forros de su cuerpo. Recorrió distancias moderadas cada día. Vio cosas que le provocaron curiosidad y admiración, incluyendo las ruinas bajo las dunas de una ciudad tan antigua que no tenía nombre, una ciudad abandonada eones antes de su nacimiento. A menudo se detenía a descansar. Sin embargo, hacia la mitad del viaje estaba débil, deshidratado, confuso y desconsolado.
(Creo que me compadece, Tess, por no haber amado jamás una Ciudad, de igual forma que yo estuve tentada de compadecerlo por no haber amado jamás a una criatura amiga).
Cuando encontró la estructura estelar le pareció menos amenazadora de lo que había supuesto, una aglutinación extraña pero polvorienta de nervios y arcos en cuyo centro, sabía él, una vez hubo un procesador cuántico, una máquina que sus antepasados habían construido en el cénit de su inteligencia. ¿Era realmente aquel su destino?
Comprendió más cuando dio un paso hacia su interior.
(Parte de todo esto no lo puedo explicar, Tess. No sé cómo hacen las estructuras estelares lo que hacen. No sé qué es a lo que la Chica del Espejo se refiere cuando dice que tiene «hermanas en las estrellas», y que esta estructura es una de el as. Creo que hay cuestiones que son terriblemente difíciles de abarcar para la mente humana).
El Sujeto comprendió que lo que le esperaba en el interior de la estructura era una apoteosis de algún tipo, su muerte física, pero no un fin para su ser.
Antes de que aquel o sucediera, sin embargo, sintió curiosidad por nosotros, quizás tanta como la que nosotros habíamos sentido por él.
Esa fue la razón por la cual la Chica del Espejo me condujo hasta él. Para saludar. Para contar una historia. Para despedirme.
(Una historia como esta. ¿Tiene algún sentido, Tess? Desearía que tuviera un final mejor. Y siento todas las palabras técnicas).
Era casi de noche sobre las llanuras occidentales. El cielo más allá de los arcos era de azul seda, cada vez más oscuro, y el color negro se abrió paso como una cosa viva en los cañones y bajo las terrazas de roca que miraban al este. Marguerite se sintió curiosamente soñolienta, como si las repercusiones de la sorpresa hubieran drenado toda su energía.
El Sujeto había terminado su historia. Ahora quería terminar su viaje. Quería ir al corazón de la estructura estelar y encontrar lo que fuera que lo esperara al í. Marguerite sintió su necesidad y de repente se vio reacia a dejarlo marchar.
—¿Puedo tocarlo? —le dijo a la Chica del Espejo.
Una pausa.
—Él dice que sí.
Extendió la mano y dio un paso hacia delante. El Sujeto permaneció inmóvil. La mano parecía pálida contra la rugosa textura de su piel. Descansó los dedos contra el cuerpo, sobre la abertura oral. La piel se sentía flexible al tacto, como la corteza de un árbol calentada por el sol. El Sujeto se elevaba sobre el a, y tenía un olor totalmente horrible. Se armó de valor y lo miró a los vacíos ojos blancos. Viéndolo todo. No viendo nada.
—Gracias —susurró el a—. Lo siento.
Pesadamente, con lentitud, el Sujeto se giró y se fue alejando. Sus enormes pies hacían sobre el suelo arenoso un sonido similar al crujir de hojas secas.
Cuando se hubo desvanecido en los tramos internos cubiertos de sombras de la estructura estelar, Marguerite, sintiendo que su tiempo al í se acercaba a su final, se arrodilló junto a la Chica del Espejo.
Qué extraño, pensó, era ver a aquella cosa, a aquella entidad, con la forma de Tess. Qué confuso.
—¿Cuántas especies inteligentes has conocido? ¿Tú y tus hermanas?
La Chica del Espejo torció la cabeza a un lado, otro gesto típico de Tess.
—Miles y miles de especies progenituras —dijo—, a lo largo de millones y millones de años.
—¿Las recordáis a todas?
—Sí.
Miles de especies inteligentes en mundos en órbita en torno a miles de estrel as. Vida, pensó Marguerite, en casi infinita variedad. Todos iguales. No hay dos iguales.
—¿Tienen algo en común?
—¿Algo físico? No.
—Entonces, ¿algo intangible?
—La capacidad de razonar es intangible.
—Algo más que eso.
La Chica del Espejo pareció considerar la pregunta. Quizás consultaba a sus «hermanas».
—Sí —dijo finalmente. Sus ojos eran brillantes, distintos a los de Tessa. Su expresión era solemne—: Ignorancia. Curiosidad. Dolor. Amor.
Marguerite asintió.
—Gracias.
—Ahora —dijo la Chica del Espejo— creo que necesitas ir a ayudar a tu hija.
34
La puerta del ascensor se abrió a los oscuros y parpadeantes espacios de la galería de los O/CBE, y Ray se quedó asombrado al ver que Tess lo estaba esperando.
Lo miró con los ojos interrogantes abiertos de par en par. Él bajó el cuchillo, pero resistió la tentación de esconderlo detrás de la espalda. Era difícil comprender el propósito o el significado de su presencia al í.
—Estás sudando —le dijo ella.
El aire era cálido. La luz, difusa. Los procesadores O/CBE estaban todavía a un pasillo de distancia, pero Ray creía sentir su proximidad, una presión contra los tímpanos, el peso de un dolor de cabeza. ¿Qué había venido a hacer? Matar la cosa que había erosionado su autoridad, derribado su matrimonio y corrompido la mente de su hija. Se sabía vulnerable: solo tenía un cuchil o y sus manos desnudas, pero podía arrancar un enchufe, cortar un cable o serrar un conducto de alimentación. Los O/CBE existían por consentimiento humano, y él iba a derogar aquel consentimiento.
Pero, ¿y si los O/CBE habían encontrado una forma de defenderse?
—¿Por qué quieres hacer eso? —preguntó Tess, como si él hubiera hablado en voz alta. Quizás lo hubiera hecho. Miró a su hija con ojos críticos.
—Tú no deberías estar aquí —dijo.
Tess extendió la mano, buscando la suya. Sus pequeños dedos estaban más calientes que el aire.
—Ven a mirar —dijo Tess—. ¡Vamos!
La siguió a través de una serie de barreras de seguridad desatendidas hasta la galería, hasta una plataforma de muros de cristal desde la que se dominaba la estructura de los procesadores O/CBE a sus pies, donde Ray se dio cuenta de que su plan de apagar las máquinas se había convertido en imposible y de que tendría que buscar otro curso de acción.