Dentro de los tanques O/CBE, las redes cuasibiológicas poblaban un casi infinito espacio-fase, conectado al mundo exterior (en principio) por la telemetría de unos interferómetros TPF, donde los Fourier conseguían unas señales degradadas que se convertían en estática; después (misteriosamente) se derivaba la información deseada por lo que los teóricos dieron en llamar «otros medios». Le habían hablado al universo, pensó Ray, y el universo había respondido. La serie de O/CBE conocía cosas que la especie humana podía tan solo adivinar. Y ahora habían l evado la interacción con el mundo físico a un nuevo nivel.
La cámara de los O/CBE, de tres plantas de profundidad, había sido una sala limpia al estilo de la NASA. Nada (aparte de los O/CBE) debería haber vivido allí. Pero a Ray le parecía, en aquel a luz difusa, que la cámara había sido invadida por… algo, si no vivo, al menos capaz de reproducirse, un crecimiento transparente que l enaba parcialmente el recinto de los O/CBE y que trepaba por los muros como la escarcha en una ventana en invierno. El fondo de la cámara, diez metros más abajo, estaba inmerso en un cristalino fluido gelatinoso que destellaba y se movía como la espuma del mar en la playa.
—Es por eso que los O/CBE pueden sobrevivir por sí mismos sin energía exterior — dijo Tess—: las raíces se hunden bajo tierra, consiguiendo calor.
¿A qué profundidad tenías que llegar para «conseguir calor» en una l anura nevada? ¿Cien metros? ¿Doscientos? ¿Hasta l egar al magma líquido? No era de extrañar que la tierra temblara.
¿Y cómo sabía Tessa todo aquello?
Era evidente que Tess había desarrol ado algún tipo de empatía con los O/CBE. Una locura contagiosa, pensó Ray. Tess siempre había sido inestable. Quizás los O/CBE estaban explotando aquella debilidad.
Y no había nada que él pudiera hacer al respecto. Los tanques estaban más al á de su alcance y su hija había resultado comprometida sin remedio. El conocimiento le sobrevino con la fuerza de un golpe físico. Cayó de espaldas contra una pared y se deslizó hasta sentarse sobre el suelo, con el cuchillo en la mano derecha.
Tess se arrodilló y lo miró a los ojos.
—Estás cansado —le dijo.
Era cierto. Nunca se había sentido tan cansado.
—¿Sabes? —dijo Tess—, no fue culpa de ella. Ni tuya.
¿Qué era lo que no había sido culpa de quién? Ray le lanzó a su hija una mirada desesperada.
—Cuando saliste del coche —dijo—; el que vivieras. Solo eras un niño.
Estaba hablando de la muerte de su madre. Pero Ray nunca le había contado a Tess aquella historia. Tampoco se la había contado a Marguerite, ni a nadie más en su vida como adulto. La madre de Ray (su nombre era Bethany pero Ray nunca la llamó nada más que madre) lo había l evado al colegio en el gran Ford de la familia, una clase de coche que ya no se veía, impulsado por una combinación de combustible biodiésel y células recargables que habían sido muy comunes después del conflicto Saudita, un vehículo patriótico donde siempre había estado orgul oso de que lo vieran. El coche era de un rojo vívido, recordaba Ray, rojo como un juguete nuevo y deseable, con la superficie resbaladiza del Teflón y bril ante como el esmalte. Ray tenía diez años y era muy consciente de los colores y las texturas. Llegaron al colegio y salió del coche; casi había llegado hasta la valla del patio (imagen: Academia Baden, un colegio privado para niños en un suburbio de Chicago surcado por hileras de árboles, un edificio de ladril os amarillos de aspecto anticuado pero por ello curiosamente actual y a la moda, dormitando bajo el calor de una mañana de septiembre) cuando se dio la vuelta para despedirse con la mano (con la mano en alto, escuchando las voces de los niños y el zumbido de alto voltaje de las cigarras), a tiempo de ver un camión del Servicio de Salud Itinerante Modesto y Fuchs (robado, como supo más tarde, por un adicto a la oxicontina que pretendía quedarse con los narcóticos de reserva que había dentro) que tomaba por el lado incorrecto de Duchesne Street y se dirigía directamente contra el costado del bril ante Ford rojo.
El patriótico Ford aguantó bien el impacto, pero la madre de Ray lo había visto venir y había intentado imprudentemente salir del vehículo. El camión Modesto y Fuchs la aplastó entre la puerta y el marco y la hizo saltar por los aires varios metros, dejando a Bethany Scutter en la cal e, con el abdomen abierto como las páginas centrales de un libro azul y rojo.
Ray, viendo aquel o desde la olímpica altura del incipiente impacto emocional, hizo ciertas observaciones sobre la condición humana que habían permanecido con él durante todos aquellos años: las personas, como sus promesas, eran frágiles y poco fiables. Las personas eran bolsas de gas y fluidos disfrazadas para su papel en la mascarada (Padre, Profesor, Terapeuta, Esposa), susceptibles de volver en cualquier momento a su estado natural. El estado natural de la materia biológica era la muerte en la carretera.
Ray no volvió a la Academia Baden en todo un año, durante el cual recibió la cortesía de su padre y todas las medicinas (farmacéuticas y metafísicas) para la melancolía que ofrecían las mejores clínicas. Se recuperó rápidamente. Ya había mostrado una predilección por las Matemáticas y se había sumergido en las ciencias inorgánicas, Astronomía y más tarde Astrofísica, donde las escalas de tiempo y espacio eran lo suficientemente grandes como para sostener una perspectiva adecuada. Se había alegrado secretamente cuando se probó que Marte y Europa carecían de vida: qué desagradable hubiera sido verlos a merced de la biología, podridos como una caja de naranjas de Navidad ya descompuestas en una esquina del sótano.
Hilos de escarcha trepaban como cascadas de color plateado por las ventanas de la galería de los O/CBE, consumiendo la luz, adoptando formas de columnas y arcos reminiscentes. Ray decidió que no debería haberle contado aquella historia a Tess. Si es que verdaderamente se la había contado. Parecía, en medio de aquella confusión, que el a se la había estado contando a él.
—Estás equivocado —dijo Tess—. Ella no murió para que pudieras odiarla.
Los ojos de Ray se abrieron de par en par. Sobresaltado y enfurecido por aquello en lo que se había convertido su hija, levantó de nuevo el cuchillo.
35
Está aquí, se dijo Chris. Bajó corriendo por las escaleras de emergencia hacia la galería de los O/CBE, consumido por un sentimiento de urgencia que no podía explicarse ni a sí mismo. Sus pisadas tableteaban las escaleras de hormigón como el sonido de una metral eta.
Ella estaba allí. El conocimiento era tan ineludible como un dolor de cabeza. El rastro de Tessa desvanecido en la nieve había sido como mucho una pista ambigua. Pero él sabía que estaba en la galería de los O/CBE con tanta seguridad como había sabido a dónde había ido Porry en la Noche de los Renacuajos. Era algo más que una intuición; era como si la información se le hubiera inyectado directamente en la sangre.
Quizás hubiera sido así. Si Tess podía desvanecerse en un aparcamiento cubierto de nieve, ¿qué más era posible? Lo que estaba ocurriendo allí debía de ser muy parecido a lo que había sucedido en Crossbank, algo enorme, aparentemente catastrófico, posiblemente contagioso y profundamente extraño.
Y Tess estaba en el fondo de todo aquello, y también lo estaba él, en menor medida. Llegó hasta una puerta donde se podía leer «NIVEL DE GALERÍA (RESTRINGIDO)». Se abrió con un simple toque, cortesía del transmisor de códigos de Charlie Grogan.
El Paseo gruñó a su paso, cambiante después del temblor de la mañana, sujeto a tensiones desconocidas. Chris sabía que la estructura era potencialmente insegura, pero su preocupación por Tess venció el considerable miedo personal.