—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé.
—Porry murió.
—Ella está… —Había estado a punto de negarlo, pero se detuvo a tiempo. Tess observó su rostro atentamente—. ¿Cómo sabes eso?
—Te oí decírselo a mi madre. —La última historia de Porry—. ¿Cómo murió? — preguntó.
La verdad. Fuera lo que fuera lo que significara aquello. ¿Dónde estaba la verdad, y por qué era tan seductora y tan escurridiza?
—No me gusta hablar sobre eso, Tess.
Ella cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro, lentamente.
—¿Fue un accidente?
—No.
Tess devolvió la mirada al pozo.
—¿Fue culpa tuya?
Otro paso, infinitesimalmente más cerca.
—Ella… Yo lo podría haber hecho mejor. Debería haberla salvado.
—Pero ¿fue culpa tuya?
Aquel os recuerdos habitaban en un lugar oscuro. El novio asesino de Porry, llorando. Lo juro por Dios, no la tocaré. Es la puta botella, tío, no yo. El novio de Porry, en el último día de su vida, apestando a sudor de alcohol y prometiendo redención.
Y yo creí a aquel hijo de puta. Entonces, ¿fue culpa mía?
¿Cómo desenredar aquel monumento de dolor que había construido?: l orando la pérdida de su hermana con cada herida que él mismo se provocaba.
Tess quería la verdad.
—No —dijo Chris—, no. No fue culpa mía.
—Pero la historia no tiene un final feliz.
Un paso. Otro.
—Algunas historias son así.
Los ojos de Tess brillaron.
—Desearía que no hubiera muerto, Chris.
—Yo también lo desearía.
—¿Mi historia tiene un final feliz?
—No lo sé. Nadie lo sabe. Pero puedo intentar darle uno.
Las lágrimas rodaban por las mejil as de Tess.
—Pero no puedes prometérmelo.
—Puedo prometerte que lo intentaré.
—¿De verdad?
—De verdad —dijo Chris—. Ahora dame la mano.
La cogió entre sus brazos y salió corriendo de la galería, corrió hacia las escaleras, corrió contra el ritmo acelerado de su corazón, hasta que pudo sentir el sabor del invierno y percibir cuanto menos un atisbo de la luz del sol en el exterior.
CUARTA PARTE
Inteligibilidad
«Que no te maraville, mi camarada, si aparezco hablándote sobre materias superterrestres y aéreas. La explicación de todo esto es que estoy volviendo mis ojos a un Viaje que he realizado hace bien poco».
38
Cruzaron la frontera de Ohio a finales de una lánguida tarde de agosto.
Chris condujo el último tramo del viaje mientras Marguerite escuchaba música y Tess dormitaba en el asiento trasero del coche. Deberían haber ido a Nueva York, donde Chris tenía concertadas varias entrevistas con su editor, pero Marguerite había apostado por un fin de semana en casa de su padre, un par de días de agradable descompresión antes de volver a sobrel evar la carga del mundo sobre los hombros.
Resultaba tranquilizador, pensó Chris, ver lo poco que aquel a parte del país había cambiado desde los acontecimientos del último año. Un puesto de control de la Guardia Nacional abandonado en la frontera de Indiana era un mudo testimonio tanto de la crisis como de su fin. Se seguían viendo vacas y cosechadoras, áreas de descanso para camiones y fronteras de condados. Muchas de aquellas carreteras no habían sido automatizadas, y era un placer conducir durante horas sin más manos sobre el volante que las suyas. Nada de alertas de proximidad o protocolos de evasión de tráfico; tan solo hombre y máquina, tal y como Dios lo tenía pensado desde un principio.
Le dio un codazo a Marguerite cuando se acercaron a la frontera del condado.
Ella se quitó los auriculares y observó la carretera. Le dijo a Chris que hacía mucho que no volvía por al í. Le preocuparon los centros comerciales de aspecto lastimoso, los bares de drogas y los clubes de alterne que habían surgido por la vieja autopista.
Pero el corazón de la ciudad era tal y como el a lo había descrito: la vieja comisaría de hacía un siglo, las cal es recorridas por castaños formando hileras, los molinos de viento de tres palas que asomaban sobre el lomo de una cordillera lejana. Las iglesias, incluida la presbiteriana en la que su padre oficiaba los servicios.
Su padre ya estaba jubilado. Se había mudado de la rectoría a una casa de madera en Butternut Street, al sur de la zona empresarial. Chris siguió las indicaciones de Marguerite y aparcó en una curva junto a la entrada principal de la casa.
—Despierta, Tess —dijo Marguerite—. Ya hemos l egado.
Tess salió del coche sonriendo adormecida a su abuelo, que bajaba radiante las escaleras del porche.
A Marguerite le había preocupado que Chris y su padre se pudieran sentir incómodos al conocerse. Enseguida se probó que sus temores no tenían fundamento. Observó con agradable sorpresa cómo su padre le estrechaba calurosamente la mano a Chris y lo acompañaba dentro.
Chuck Hauser había cambiado muy poco en los tres años que hacía que no lo visitaba. Era uno de aquellos hombres que alcanzaban un estado de estabilidad a la mediana edad y se plantaban en los setenta casi sin sufrir el paso del tiempo. La misma barba color pimienta salpicada de canas, la misma calva surcada de pelo fino y escaso, una tripa respetablemente pequeña. Todavía l evaba aquellas camisas de algodón monocromas que tanto le favorecían, anticuadas y a la moda al mismo tiempo. Los mismos ojos azules, a pesar de una reciente queriotomía.
Había preparado una comida a base de filetes de carne, guisantes, maíz y puré de patatas, servida en la gran mesa del salón donde (informó a Tess) Marguerite solía hacer sus deberes cuando era niña. Aquello había sido en el refectorio de la avenida Glendavid. Ella estudiaba matemáticas todas las noches después de la cena, sentada cerca de una gran lámpara Tiffany de imitación que arrojaba una luz que el a recordaba de color amarillo mantequilla, casi lo bastante cálida para saborearla.
La sobremesa con su padre no hizo ninguna referencia a Crossbank, Blind Lake, Ray Scutter o los acontecimientos de orden internacional que habían tenido lugar el año anterior. Instó a Chris a que lo l amara «Chuck»; evocó algunos recuerdos lejanos con Marguerite; y cuando Tess comenzó a cansarse a todas luces, le dejó llevarse el postre al cuarto de estar, donde la niña encendió el pintoresco panel circular de video y comenzó a buscar dibujos animados.
Chuck volvió a la mesa con una jarra de café y tres tazas.
—Hasta que recibí aquel a llamada desde Provo, el febrero pasado, no sabía si estabas viva o muerta.
Provo, en Utah, era donde la población de Blind Lake había sido trasladada después del fin del bloqueo. Otros seis meses más de cuarentena médica y psicológica, viviendo como refugiados en una base de la Fuerza Continental de Seguridad que se había acondicionado para el os. Seis meses esperando ser declarados cuerdos y descontaminados, y no una amenaza para la población general.
—Debe de haber sido horrible no saber nada —dijo Marguerite.
—Más horrible para vosotros que para mí, me imagino. Tenía la sensación de que saldrías bien de todo aquel o.
Fuera, el cielo comenzaba a oscurecerse. Chris acabó su café y se ofreció para hacerle compañía a Tess. El padre de Marguerite encendió una lámpara de pie, iluminando la estantería de roble que había detrás de la mesa. Como buena aficionada a la lectura desde niña, Marguerite se sintió atraída y repelida por aquel os estantes: tantos volúmenes de color ante o ámbar que resultaron ser, después de una atenta inspección, libros sin sustancia relacionados con la iglesia, o trabajos «inspiradores» (aunque se había leído de un tirón a Kippling). Reparó en que últimamente se habían añadido algunos libros. Títulos de Astronomía y Cosmología, la mayoría publicados en el último par de años. Incluso había un ejemplar del tocho de Sebastian Vogel sobre Dios-y-ciencia.