Por consiguiente le resumí la situación:
– El miércoles pasado unos obreros encontraron unos huesos en los jardines del Gran Seminario. Pierre LaManche pensó que se trataría de otro caso de cementerio histórico y me envió allí. Pero no era eso.
Dejó la cartera y escuchó con atención.
– Descubrí partes de un cuerpo descuartizado que había sido metido en bolsas y abandonado, probablemente en el curso de los dos últimos meses. Se trata de una mujer, blanca y a buen seguro veinteañera.
El golpeteo del sobre de Claudel se había hecho más rápido. Se interrumpió un momento mientras miraba de modo intencionado su reloj. Se aclaró la garganta.
Bergeron lo miró y luego a mí. Proseguí:
– Monsieur Claudel y yo redujimos las posibilidades a un personaje que creemos muy apropiado. El perfil coincide y la época es razonable. Él mismo se ha procurado el historiaclass="underline" procede de un tal doctor Nguyen de Rosemont. ¿Lo conoce?
Bergeron negó con la cabeza y extendió su larga y huesuda mano.
– Bon -dijo-. Démelo. Le echaré una mirada. ¿Ha hecho Denis ya las radiografías?
– Así es -respondí-. Deben de encontrarse en su escritorio.
Abrió la puerta de su despacho y entró seguido de Claudel. A través de la puerta entreabierta distinguí un sobrecito de color marrón encima de su mesa. Bergeron lo recogió y comprobó el número del caso. Desde donde yo me encontraba advertí que Claudel examinaba la habitación como un monarca, buscando un lugar donde instalarse.
– Puede pasar a verme dentro de una hora, monsieur Claudel -dijo Bergeron.
El detective interrumpió su inspección. Se disponía a hablar, pero apretó los labios hasta formar una delgada y tensa línea, se arregló los puños y se marchó. Por segunda vez en unos momentos contuve una sonrisa. Bergeron nunca toleraría que un investigador husmeara sobre su hombro mientras trabajaba. Claudel acababa de enterarse de ello.
En aquel momento Bergeron asomó por la puerta su enjuto rostro.
– ¿Quiere pasar? -me invitó.
– Desde luego -respondí-. ¿Le traigo un café?
Aún no había tomado ninguno desde que había llegado al trabajo. Solíamos ir a buscarlos mutuamente, alternando los viajes hasta la cocinita que estaba en el otro extremo de la planta.
– Estupendo.
Sacó su taza y me la tendió.
– Voy a instalarme.
Cogí mi taza y fui por el café. Me complacía su invitación. Solíamos trabajar en los mismos casos, en los cadáveres descompuestos, carbonizados, momificados o en estado esquelético que no podían ser identificados por sistemas normales. Yo pensaba que funcionábamos bien juntos y también parecía ser aquella su opinión.
Cuando regresé, sobre la caja iluminada aparecían dos juegos de pequeños recuadros negros. Cada radiografía mostraba un segmento de mandíbula, claramente recortada contra un fondo de intensa negrura. Recordé los dientes tal como los había visto por primera vez en el bosque, su impecable estado en abierto contraste con el macabro contexto. En aquellos momentos parecían distintos: esterilizados, alineados en filas, prestos para inspección. Las configuraciones familiares de coronas, raíces y cavidades de pulpa dental estaban iluminadas por diferentes intensidades de gris y blanco.
Bergeron comenzó a disponer las radiografías anteriores a la muerte a la derecha y las tomadas del cadáver a la izquierda. Sus dedos largos y delgados localizaron una pequeña protuberancia en cada radiografía y, una tras otra, las orientó colocando la parte punteada hacia arriba. Cuando hubo concluido, cada radiografía tomada en vida se alineaba de modo idéntico con la parte correspondiente obtenida en el laboratorio.
Comparó ambos juegos en busca de diferencias. Todo coincidía. En ninguno de ellos faltaban piezas. Las raíces estaban completas hasta las puntas. Los contornos y curvaturas de la izquierda se correspondían a la perfección con los de la derecha. Pero lo más notable eran los globos de intensa blancura que representaban reparaciones dentales. La configuración de las radiografías de la muchacha viva coincidían con todo detalle con las tomadas por Daniel.
Tras estudiar las pruebas durante lo que pareció un lapso de tiempo interminable, Bergeron escogió un cuadrado de la derecha y lo colocó sobre el correspondiente tomado del cadáver para que yo lo examinara. Las pautas irregulares de los molares se superponían exactamente. Se volvió a mirarme.
– C'est positif-dijo.
Se echó hacia atrás y apoyó un codo en la mesa.
– Con carácter no oficial, desde luego, hasta que redacte los informes por escrito.
Cogió su taza de café. El hombre realizaría además una exhaustiva comparación del historial mecanografiado y un cotejo más detallado de las radiografías, pero no le cabía duda alguna: se trataba de Isabelle Gagnon.
Me alegré de no tener que entrevistarme con los padres, el marido, el amante o el hijo. Había presenciado tales encuentros y conocía las miradas, la expresión implorante de quien aguarda un mentís, una aclaración de que se trata de un error, de un mal sueño que se desea que concluya. Y luego llega la comprensión. En una milésima de segundo el mundo cambia para siempre.
– Gracias por examinarlo enseguida, Marc -dije-. Y gracias por los preliminares.
– Ojalá todo fuera tan fácil.
Tomó un sorbo de café, sonrió y agitó la cabeza.
– ¿Quiere que trate yo este asunto con Claudel? -me ofrecí.
Había tratado de disfrazar mi desagrado, pero al parecer no lo conseguí. Me sonrió con complicidad.
– No me cabe duda de que sabrá encargarse de Monsieur Claudel.
– De acuerdo -repuse-. Eso es lo que necesita: alguien que sepa manejarlo.
Cuando regresé a mi despacho aún sonaban sus risas en mis oídos.
Mi abuela siempre me había dicho que en todo ser humano existe bondad.
– Sólo hay que buscarla… -decía con un acento tan suave como el satén-…y la encontrarás. Todos poseen alguna virtud.
Tú no conocías a Claudel, abuela.
La virtud de Claudel consistía en la puntualidad. A los cincuenta minutos había regresado.
Se detuvo en el despacho de Bergeron, y distinguí sus voces a través de la pared. Mi nombre se repitió varias veces mientras Bergeron le indicaba que pasara a verme. El tono de Claudel reflejaba irritación. Deseaba una opinión de primera mano y de nuevo tendría que conformarse conmigo. Apareció al cabo de unos instantes con expresión dura.
No nos saludamos. El hombre aguardó en la puerta.
– El resultado es positivo -dije-. Se trata de Gagnon.
Frunció el entrecejo, pero advertí la emoción que reflejaban sus ojos: tenía una víctima, ya podía comenzar la investigación. Me pregunté si experimentaría algún sentimiento hacia la difunta o si para él se trataba tan sólo de un ejercicio: encontrar al malo, ser más listo que el asesino. Yo había oído las bromas, comentarios y chistes que circulaban acerca del maltratado cuerpo de una víctima. Para algunos era un modo de enfrentarse a la indigna violencia, de levantar una barrera protectora contra la realidad diaria de la carnicería humana. Humor de depósito; enmascarar el horror con bravuconerías machistas. Otros profundizaban más. Sospechaba que Claudel se contaba entre éstos. Lo observé unos instantes. Por el pasillo sonó un teléfono. Aunque me inspiraba antipatía, me esforcé por reconocer que me importaba la opinión que tuviera de mí. Deseaba recibir su aprobación. Deseaba agradarle. Deseaba verme aceptada por todos ellos, ser admitida en el club.
Por mi mente pasó la imagen de la doctora Lentz, la psicóloga, que me echaba un sermón desde el pasado.