Aguardé a que la mujer se marchara y me aproximé al hombre que se hallaba ante el mostrador. Tenía un rostro rectangular, con rasgos angulosos. Por contraste, los brazos que asomaban de su camiseta se veían sorprendentemente delgados aunque fibrosos. Oscuras manchas cubrían su blanco delantal como pétalos secos en un mantel de hilo.
– Bonjour.
– Bonjour.
– ¿Poco movimiento hoy?
– Como todas las noches.
Su acento inglés era tan intenso como el de Damas.
Distinguí sonido de utensilios en la trastienda.
– Trabajo en la investigación sobre el asesinato de Grace Damas. -Exhibí un instante mi tarjeta de identificación-. Me gustaría formularle algunas preguntas.
El hombre me miró con fijeza. En el interior se abrió y cerró un grifo.
– ¿Es usted el propietario?
Señal de asentimiento.
– ¿Su nombre?
– Plevritis.
– Grace Damas trabajó aquí algún tiempo, ¿no es cierto, señor Plevritis?
– ¿Quién?
– Grace Damas, era miembro de su parroquia de Saint Demetrius.
Cruzó los nervudos brazos sobre el pecho e hizo una señal de asentimiento.
– ¿Cuándo fue eso? -pregunté.
– Hace unos tres o cuatro años, no lo recuerdo exactamente. Vienen y se van.
– ¿Se marchó?
– Sin previo aviso.
– ¿Por qué?
– ¿Qué diablos sé? Por entonces todos hacían lo mismo.
– ¿Parecía desdichada, disgustada, nerviosa?
– ¿Me cree Sigmund Freud?
– ¿Tenía amigos aquí, alguien con quien tuviera alguna intimidad en particular?
Me dirigió una mirada fulminante y una sonrisa despectiva.
– ¿Intimidad? -inquirió con voz sibilina.
Le devolví la mirada con expresión severa.
La sonrisa desapareció de su rostro y paseó los ojos por el recinto.
– Aquí sólo estamos mi hermano y yo. No hay nadie con quien intimar.
Acentuó la palabra como un adolescente que contara un chiste obsceno.
– ¿Tenía visitantes especiales, alguien que pudiera molestarla?
– Verá, yo le di un trabajo, le dije lo que tenía que hacer y se atuvo a ello. No investigaba su vida social.
– Pensé que quizá podía haber advertido…
– Grace era buena trabajadora. Me enojé muchísimo cuando me dejó. Todos se largaban al mismo tiempo y me dejaban colgado, por lo que estaba muy irritado, lo reconozco. Pero no le guardo rencor. Después, cuando me enteré en la iglesia de que había desaparecido, creí que se habría marchado. No parecía lógico en ella, pero su marido a veces era muy pesado. Lamento que la asesinaran, pero en realidad apenas la recuerdo.
– ¿Qué quiere decir con «pesado»?
Mostró un aire inexpresivo, como una compuerta que se cierra. Bajó los ojos y rascó con la uña algo que estaba en el mostrador.
– Tendrá que hablar con Nikos de eso. Son asuntos de familia.
Comprendí lo que quería decir Ryan. ¿Y ahora qué? Habría que recurrir a elementos visuales. Saqué del bolso la foto de Saint Jacques.
– ¿Ha visto alguna vez a este individuo?
Plevritis se adelantó para cogerla.
– ¿Quién es?
– Un vecino de usted.
Examinó el rostro.
– Realmente no es una foto extraordinaria.
– Fue tomada por una cámara de vídeo.
– También la película de Zapruder, pero por lo menos se veía algo.
Me pregunté a qué se referiría, pero no hice comentario alguno. Entonces advertí una sombra en su rostro, un sutil entornar de párpados.
– ¿Qué sucede?
– Verá… -comenzó sin dejar de mirar la foto.
– ¿Sí?
– El tipo me recuerda a otro granuja que también me dejó colgado. Pero tal vez porque me ha hecho recordarlo con sus preguntas. ¡Diablos, no puedo asegurarlo!
Tiró la foto sobre el mostrador, hacia mí.
– Tengo que cerrar.
– ¿De quién se trataba?
– Verá, es una foto espantosa. Se parece a muchísimos tipos con cabellos malos. No significa nada.
– ¿A quién se refería cuando dijo que lo dejó colgado? ¿Cuándo fue eso?
– Por eso me enfadé tanto con Grace. El tipo que tuve antes que ella se marchó sin tan siquiera despedirse; luego Grace también se largó, poco después de ese otro individuo. Grace y él trabajaban a media jornada, pero eran la única ayuda con que yo contaba. Mi hermano se encontraba en Estados Unidos, y aquel año estaba yo solo para llevar la tienda.
– ¿De quién se trataba?
– Era un tal Fortier. Déjeme pensar. Leo, Leo Fortier. Lo recuerdo porque tengo un primo también llamado Leo.
– ¿Trabajaba aquí al mismo tiempo que Grace?
– Sí, lo contraté para sustituir al tipo que se marchó antes de que Grace comenzase. Imaginé que si dos personas a tiempo parcial se repartían las horas, en caso de que me fallara uno de ellos sólo me quedaría colgado medio día. Y de pronto se fueron los dos. Tabemac! ¡Fue un desastre! Fortier trabajó aquí un año o año y medio y de pronto dejó de venir: ni siquiera me devolvió las llaves. Tuve que recomenzar desde cero. Espero no volver a pasar por algo parecido.
– ¿Qué puede decirme de él?
– Muy fáciclass="underline" nada. Vio mi anuncio al pasar por la calle y se ofreció para trabajar a tiempo parcial. Coincidía con mis necesidades: abrir temprano, venir a última hora a cerrar y limpiar. Y tenía experiencia en cortar carne. Resultó realmente bueno, la verdad. De día tenía otro empleo. Me pareció conforme, muy tranquilo. Hacía su trabajo sin rechistar. ¡Diablos, ni siquiera llegué a enterarme de dónde vivía!
– ¿Cómo se llevaban Grace y él?
– ¿Cómo voy a saberlo? Él se había ido cuando ella llegaba y luego venía cuando ella había concluido. Ni siquiera estoy seguro de que llegaran a conocerse.
– ¿Y cree que el tipo de la foto se parece a Fortier?
– A él y a cualquiera con mal pelo y un aire similar.
– ¿Sabe dónde se encuentra ahora Fortier?
Negó con la cabeza.
– ¿Conoce a alguien llamado Saint Jacques?
– Tampoco.
– ¿Y Tanguay?
– Parece un bronceador para maricas.
La cabeza me martilleaba y me escocía la garganta. Le dejé mi tarjeta por si recordaba algo.
Capítulo 38
Cuando llegué a casa encontré a Ryan en mi puerta echando chispas.
– Por lo visto ni yo ni nadie logramos hacernos entender por usted. Es como esos danzarines rituales indígenas, que se creen inmunes a las balas.
Estaba sofocado y advertí que le latía una venita en las sienes. Me pareció poco oportuno hacer comentarios en aquel momento.
– ¿De quién era ese coche?
– De una vecina.
– ¿Le resulta divertido todo esto, Brennan?
No respondí. Mi dolor de cabeza se había extendido hacia atrás y me abarcaba todo el cráneo, y una tos seca me hacía comprender que mi sistema inmunitario se estaba debilitando.
– ¿Hay alguien en el planeta capaz de hacerse comprender por usted?
– ¿Quiere entrar a tomar un café?
– ¿Acaso cree que puede largarse con viento fresco y dejar a la gente con un palmo de narices? Esos muchachos se pasan la vida ahí para protegerla, Brennan. ¿Por qué diablos no llamó ni me dejó un aviso?
– Lo hice.
– ¿No podía esperar diez minutos?
– No sabía dónde estaba ni cuánto tardaría en regresar y no pensaba estar ausente mucho tiempo. ¡Diablos, no he tardado tanto!