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¿La incapacidad física de Tanguay lo inducía realmente a ejecutar fantasías sexuales con finales violentos? ¿Era un hombre con la necesidad desesperada de dominar? ¿Constituía para él la muerte el acto definitivo de dominio? «¿Puedo observarte, o herirte e incluso matarte?» ¿Realizaba asimismo sus fantasías con animales? ¿Con Julie? ¿Por qué entonces matar? ¿Contenía la violencia y luego, de pronto, sucumbía a la necesidad de llevarla a cabo? ¿Era Tanguay el fruto del abandono materno, de su deformidad, de un cromosoma erróneo o de algo más?

¿Y por qué Gabby? Ella no encajaba en el cuadro. La conocía: era una de las pocas personas que le habrían hablado. Sentí una oleada de angustia.

Sí, desde luego que ella encajaba en el cuadro. Un cuadro que me incluía. Yo encontré a Grace Damas, identifiqué a Isabelle Gagnon: me interfería, desafiaba su autoridad, su virilidad. Al matar a Gabby desahogaba su ira contra mí y restablecía su sensación de dominio. ¿Y qué sucedería a continuación? ¿Significaba que se proponía atacar a mi hija?

Un profesor asesino. Un hombre a quien le gusta pescar, mutilar. Mi mente seguía divagando. Cerré los ojos y sentí el calor atrapado bajo los párpados. Vivos colores iban y venían como peces de colores en una pecera.

Profesor. Biología. Pesca.

De nuevo la desazón. ¡Vamos, adelante! ¿Qué? Un profesor, un profesor. ¡Eso es! Profesor desde 1991. En Saint Isidors. ¡Sí! sí! Lo sabemos. ¿Y qué? Mi cabeza estaba demasiado obtusa para pensar. Lo dejaría para más tarde.

Había olvidado por completo el CD-Rom. Cogí mi toalla dispuesta a marcharme. Tal vez allí encontrara algo.

Capítulo 39

Transpiraba intensamente y me sentía muy débil, pero conseguí regresar en coche. ¡Había sido una majadera! Los microbios habían vencido. «Reduce la velocidad. No querrás que te detengan. Ve a casa y búscalo. Algo saldrá de allí.»

Pasé Sherbrooke con toda rapidez, rodeé la manzana y me introduje en la entrada. La alarma de la puerta del garaje seguía sonando. ¡Maldición! ¿Por qué no podía Winston repararla? Aparqué el vehículo y corrí a mi apartamento a comprobar las fechas.

Ante mi puerta se encontraba una bolsa de viaje.

– ¡Mierda! Y ahora ¿qué?

Examiné la mochila. Era de cuero negro fabricada por Coach, cara. Un regalo de Max para Katy. Y estaba delante de mi puerta.

El corazón se me paralizó en el pecho.

¡Katy!

Abrí la puerta y la llamé sin obtener respuesta. Pulsé el código de seguridad y lo intenté de nuevo. Silencio.

Corrí de habitación en habitación en busca de mi hija, aunque intuyendo que no encontraría ni rastro. ¿Se habría acordado de traer su llave? De ser así no hubiera dejado su mochila en el pasillo. Había llegado y, al no encontrarme, había dejado la mochila y se había ido a cualquier lugar.

Me quedé en el dormitorio temblorosa, víctima del virus y del temor. «Piensa, Brennan. ¡Piensa!» Lo intenté, mas no era fácil.

Habría llegado y no habría podido entrar. Entonces se habría marchado a tomar café, ver escaparates o en busca de un teléfono. Sin duda llamaría dentro de unos minutos.

Pero, si no tenía llave, ¿cómo habría pasado por la puerta exterior para cruzar el pasillo y llegar hasta casa? ¡Por el garaje! Debía de haber cruzado la puerta de peatones que daba acceso al garaje, la única que no tiene cerrojo.

¡El teléfono!

Corrí al salón. No había mensajes. ¿Sería cosa de Tanguay? ¿La tendría en su poder?

Era imposible. Estaba entre rejas.

«El profesor está encerrado, pero no es el único. El profesor no es el único. ¿O sí lo es? ¿Era él el inquilino del piso de la rue Berger? ¿Fue quien enterró el guante con la foto de Katy en la tumba de Gabby?»

El terror me provocó una oleada de náuseas que se remontó por mi esófago. Tragué saliva y mi resentida garganta protestó airada.

«Comprueba los hechos, Brennan. Acaso fuesen días festivos.»

Puse mi ordenador en marcha con manos temblorosas y pulsé las teclas con dedos inseguros. La hoja de cálculo inundó la pantalla. Fechas, cronologías.

Francine Morisette-Champoux fue asesinada en enero. Falleció entre las diez de la mañana y mediodía. Era jueves.

Isabelle Gagnon desapareció en abril, entre la una y las cuatro de la tarde. Era viernes.

Chantale Trottier desapareció una tarde de octubre. Fue vista por última vez en la escuela del centro de la ciudad, a quilómetros de la isla occidental.

Murieron o desaparecieron entre semana, de día, en horario escolar. Trottier acaso hubiera sido raptada al salir de clase. Las otras dos, no.

Así el teléfono.

Ryan no estaba.

Colgué bruscamente el aparato. La cabeza me pesaba como si fuera de plomo y mis pensamientos se sucedían en cámara lenta.

Intenté otro número.

– Aquí Claudel.

– Soy la doctora Brennan, señor Claudel.

No respondió.

– ¿Dónde está Saint Isidor's?

Dudó unos instantes y creí que no iba a contestarme.

– En Beaconsfield.

– Es decir a una media hora del centro.

– Siempre que no haya tráfico.

– ¿Conoce usted el horario escolar?

– ¿De qué se trata?

– ¿Puede responderme?

Me hallaba en el límite de mis fuerzas y a punto de estallar. Debió de comprenderlo por mi voz.

– Puedo enterarme.

– Averigüe también si Tanguay faltó algún día, si se excusó alegando que estaba enfermo o tomó algún permiso especial, sobre todo en las fechas en que Morisette-Champoux y Gagnon fueron asesinadas. Llevarán un registro. Habrían necesitado un sustituto a menos que la escuela no estuviese en funcionamiento por las razones que fuera.

– Mañana…

– ¡No! ¡Tiene que ser ahora!

Estaba al borde de la histeria, apretaba los pies en el extremo de la barra y me contenía para saltar.

Me pareció ver cómo se le tensaban los músculos del rostro. «¡Adelante, Claudel! ¡Cuelga! ¡Te cortaré la cabeza!»

– Volveré a llamarla.

Me senté en el borde del lecho mirando sin ver las motas de polvo que revoloteaban en un rayo de sol.

Tenía que moverme.

Fui al cuarto de baño y me mojé el rostro con agua fría, luego saqué un estuche de plástico de mi cartera y volví al ordenador. En la caja figuraba una etiqueta con la dirección de la rue Berger y la fecha 24 de junio de 1994. Levanté la tapa, saqué un disquete CD-Rom y lo introduje en la unidad de disco.

Abrí un programa para visionar la imagen que hizo aparecer una hilera de iconos. Escogí Álbum y luego Open y apareció un solo nombre en la ventanilla: Berger.abm. Pulsé dos veces el ratón, y la pantalla se llenó con tres hileras de imágenes, cada una de las cuales mostraba seis fotos del apartamento de Saint Jacques. Una nota al pie informaba que el álbum contenía ciento veinte fotos.

Pulsé para ampliar al máximo la primera imagen. Correspondía a la rue Berger. En la segunda y tercera aparecía la calle desde distintos ángulos. En la siguiente, el edificio de apartamentos por delante y por detrás. Luego el pasillo que conducía al piso de Saint Jacques. Las perspectivas del interior del apartamento comenzaban con la imagen duodécima.

Me desplacé por las fotos examinando todos los detalles. La cabeza me estallaba. Los músculos del hombro y la espalda eran como cables de alta tensión. Volvía a sentirme allí: el calor sofocante, el miedo, los olores a suciedad y corrupción.

Investigué imagen tras imagen. ¿Para qué? No estaba segura. Todo se encontraba allí: las fotos de revistas Hustler, los periódicos, el mapa de la ciudad, el descansillo de la escalera, el sucio aseo, el mostrador grasiento, la taza del Burger King, el cuenco de los espaguetis.