Выбрать главу

– Usted es hija de un padre alcohólico, Tempe -decía-. Y busca la atención que él le negó. Y, puesto que desea la aprobación de papá, trata de agradar a todos.

Me lo hizo comprender, pero no logró enmendarlo. Tenía que conseguirlo yo por mis propios medios. De vez en cuando trataba de compensarlo en exceso y entonces resultaba una auténtica pelmaza para muchos. Pero con Claudel no se trataba de eso. Comprendí que yo había estado evitando un enfrentamiento.

Aspiré con intensidad y comencé, escogiendo cuidadosamente mis palabras.

– ¿Ha considerado la posibilidad de que este asesinato esté relacionado con otros que se hayan producido durante los últimos dos años, monsieur Claudel?

Su expresión se paralizó, apretó los labios contra los dientes con tanta fuerza que se hicieron casi invisibles. Una oleada de sonrojo se extendió lentamente por su cuello y su rostro.

– ¿Como por ejemplo? -repuso con frialdad y apárente calma.

– Como el de Chántale Trottier -proseguí-. Fue asesinada en octubre del 93. Descuartizada, decapitada y destripada.

Lo miré fijamente.

– Sus restos se encontraron contenidos en bolsas de basura de plástico.

Alzó ambas manos a nivel de su boca, las estrechó con fuerza entrelazando los dedos y se dio unos golpecitos en los labios. Sus gemelos de oro de excelente gusto en su camisa de diseño de corte perfecto tintinearon débilmente.

– Considero que debería circunscribirse a su ámbito de experiencia, señorita Brennan -replicó-. Pienso que nos bastaremos para reconocer cualquier vínculo que pueda existir entre los crímenes que se hallan bajo nuestra jurisdicción. Y que, en este caso, nada tienen en común.

Pasé por alto su tono despectivo e insistí:

– Se trata de dos mujeres que han sido asesinadas durante los dos últimos años y ambos cadáveres presentaban señales de mutilación o intento de…

Su dique de control tan cuidadosamente construido se desmoronó, y su ira se desbordó contra mí como un torrente.

– Tabemac! -estalló-. ¿Cómo se…?

Se contuvo a tiempo, sin llegar a proferir algo más insultante, y con visible esfuerzo recobró su compostura.

– ¿Por qué tiene que reaccionar siempre exageradamente? -dijo.

– Piense en ello -le espeté.

Me levanté a cerrar la puerta temblando de rabia.

Capítulo 4

Hubiera sido agradable permanecer sentada en la sauna y sudar como un chivo. Tal había sido mi intención. Cinco quilómetros en la cinta andadora, una sesión de remo y luego vegetar. Como el resto del día, el gimnasio no estuvo a la altura de mis expectativas. El ejercicio físico había disipado en parte mi ira, pero aún seguía agitada. Sabía que Claudel era un cretino, uno de los calificativos que había estado pisoteando en su pecho a medida que me ejercitaba. Imbécil, estúpido, subnormal. Me desahogaba con aquellas palabras. Había imaginado algo parecido, pero no hasta tal extremo. Me había distraído un rato, pero en aquellos momentos en que mi mente estaba ociosa no podía apartar de ella los crímenes. Isabelle Gagnon, Chantale Trottier… Seguían rodando en mi cerebro como guisantes en un plato.

Cambié la toalla y me permití pasar de nuevo revista mental a los acontecimientos de la jornada. Cuando Claudel se hubo marchado, acudí a ver a Denis para saber cuándo estaría preparado el esqueleto de Gagnon. Deseaba revisarlo hasta el último centímetro en busca de señales traumáticas: fracturas, cortes, lo que fuese. Me desconcertaba el modo en que habían descuartizado el cuerpo. Deseaba examinar con más detenimiento los cortes que había observado. Pero en la unidad de ebullición habían surgido problemas y los huesos no estarían dispuestos hasta el día siguiente.

A continuación acudí a los archivos centrales y extraje el expediente de Trottier. Me pasé el resto de la tarde inspeccionando los informes policiales, los resultados de la autopsia, los dictámenes de toxicología y las fotos. En las células de mi memoria persistía una noción acuciante e insistente acerca de la relación existente en ambos casos. Algún detalle olvidado que subsistía más allá del recuerdo vinculaba a ambas víctimas de un modo que me resultaba incomprensible. Alguna imagen mental almacenada que me resultaba inaccesible m e sugería que no se trataba tan sólo de la mutilación (y el empaquetamiento en bolsas), y deseaba encontrar la relación existente.

Me envolví de nuevo en la toalla y me enjugué el sudor del rostro. Las yemas de los dedos se me habían arrugado; por lo demás estaba brillante como una perca. Debía reconocer que no podía resistir el tiempo debido; sólo aguantaba el calor unos veinte minutos, por múltiples que fuesen sus supuestos beneficios. Trataría de soportar otros cinco.

Chantale Trottier había sido asesinada hacía menos de un año, el otoño en que yo comencé a trabajar a jornada completa en el laboratorio. La joven tenía dieciséis años. Aquella tarde extendí las fotos en mi escritorio, aunque no las necesitaba. La recordaba de manera vivida, recordaba con todo detalle el día en que había llegado al depósito.

Era el 22 de octubre, la tarde de la fiesta de las ostras. Era viernes y la mayoría del equipo se había marchado temprano para tomar cerveza y degustar ostras de Malpeques, según la tradición otoñal.

Entre la multitud de la sala de conferencias advertí que LaManche hablaba por teléfono y que se cubría el oído libre con una mano como si intentara protegerse del estrépito de la fiesta. Lo estuve observando. Cuando colgó, paseó la mirada por la sala y, al distinguirme, me hizo señas con una mano, para indicarme que me reuniera con él en el pasillo. A continuación localizó a Bergeron y, tras atraer su atención, repitió el mensaje. Ya en el ascensor, cinco minutos después, se explicó. Acababan de traer a una joven. El cuerpo estaba muy magullado y había sido descuartizado, por lo que sería imposible una identificación visual. Deseaba que Bergeron examinara su dentadura y que yo inspeccionara los cortes de los huesos.

El ambiente de la sala de autopsias contrastaba claramente con la alegría que acabábamos de dejar. Dos detectives de la SQ se mantenían a cierta distancia, mientras un agente uniformado del departamento de identificación tomaba fotos. El técnico colocaba los restos en silencio, y los detectives habían enmudecido; no se oían chistes ni bromas. Las usuales bravatas se habían silenciado por completo. El único sonido era el clic del obturador que registraba la atrocidad yacente sobre la mesa de autopsias.

Los restos de la joven habían sido dispuestos conformando un cuerpo. Los seis fragmentos ensangrentados estaban colocados en correcto orden anatómico, pero los ángulos se hallaban ligeramente desviados, y ello la convertía en una versión en tamaño natural de esas muñecas de plástico que se retuercen de modo distorsionado. El efecto total era macabro.

Le habían cercenado la cabeza en lo alto del cuello, y los músculos truncados se veían rojos como amapolas brillantes. La pálida piel se encogía hacia atrás suavemente en los bordes seccionados, como si retrocediera ante el contacto con la carne fresca y desnuda. Tenía los ojos entornados, y desde la aleta derecha de la nariz se extendía un delicado reguero de sangre seca. Sus cabellos, mojados y pegados a la cabeza, habían sido rubios y largos.

El tronco estaba dividido por la cintura. La parte superior del torso yacía con los brazos doblados en los codos, con las manos colocadas hacia adentro y descansando en el estómago. Era una posición adecuada para un ataúd, salvo que los dedos no se entrelazaban.

La mano diestra se hallaba parcialmente separada y los extremos de los tendones, de un blanco cremoso, sobresalían como cordones eléctricos cortados. Su atacante había tenido más éxito con la izquierda. El técnico la había situado junto a la cabeza, donde aparecía solitaria, con los dedos curvados como las patas de una araña seca. El pecho estaba abierto en canal, desde la garganta al vientre; los senos pendían a cada lado de la caja torácica, y su peso apartaba las dos mitades de carne dividida. La parte inferior del cuerpo se extendía desde la cintura hasta las rodillas. En cuanto a la mitad inferior de las piernas, estaban una junto a otra, bajo sus puntos normales de unión. Desprovistas de su conexión en la rodilla, se encontraban con los pies vueltos lateralmente, con los dedos hacia arriba.