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– Merde!

Los obligó a salir inmediatamente, pero regresó al momento acompañada de Katy. Mi hija cruzó la habitación sin decir palabra y asió mis manos con fuerza, los ojos llenos de lágrimas.

– Te quiero, mamá -me dijo con dulzura.

Por unos momentos me limité a mirarla sintiendo bullir mil emociones en mi interior. Amor, gratitud, indefensión. Acaricié a aquella criatura como si fuera el único ser de la tierra. Deseaba desesperadamente su felicidad, su seguridad, y me sentía completamente incapaz de asegurárselos. Advertí que también yo estaba llorando.

– Y yo también te quiero, pequeña.

Aproximó una silla y se sentó junto al lecho sin soltarme las manos. La luz fluorescente formaba un halo dorado en torno a su cabeza.

– Estoy en casa de Mónica -dijo tras aclararse la garganta-. Ella irá a McGill a los cursos de verano y vivirá en casa. Su familia cuida muy bien de mí.

Hizo una pausa sin saber qué debía decir.

– Tengo a Birdie conmigo.

Miró hacia la ventana y luego de nuevo a mí.

– Una mujer policía habla conmigo dos veces al día y me traerá aquí siempre que quiera. -Se inclinó hacia adelante y apoyó los antebrazos en la cama-. Has estado mucho tiempo dormida.

– Propongo portarme mejor.

– Papá llama cada día para asegurarse de que estoy bien y pregunta por ti -añadió con nerviosa sonrisa.

Sensación de culpabilidad y pérdida se sumaron a las emociones que bullían en mí.

– Dile que estoy bien.

La enfermera regresó silenciosa y se quedó junto a Katy, que comprendió la señal.

– Volveré mañana -prometió.

Por la mañana recibí más información sobre Fortier.

– Desde hace años es un delincuente sexual. Sus antecedentes se remontan a 1979. Mantuvo un día y medio encerrada a una muchacha cuando tenía quince años, pero fue un incidente sin consecuencias. Su abuela logró impedir que se presentara a los tribunales y no figuran datos de que fuese arrestado. Solía escoger a una mujer, seguirla, conservar datos acerca de sus actividades. Finalmente fue detenido por agresión en 1988…

– A su abuela.

Otra extraña mirada de Claudel. Advertí que su corbata de seda era de idéntico color malva que su camisa.

– Oui. En aquella ocasión un psiquiatra designado por el tribunal lo calificó de paranoico y compulsivo.

Se volvió hacia Ryan y añadió:

– ¿Qué más indicaba aquel tipo? Ira terrible, potencial de violencia, en especial contra las mujeres.

– Cumplió seis meses de condena y lo soltaron. Típico.

En esta ocasión Claudel se limitó a mirarme. Apretó el entrecejo con los dedos y prosiguió:

– Salvo en el caso de la muchacha y de la abuela, en realidad hasta aquel punto Fortier sólo había hecho mucho ruido. Pero al asesinar a Grace Damas descubrió un placer especial que lo hizo pasar a hechos mayores. Fue en aquel momento cuando alquiló su primer escondrijo. El de la rue Berger fue el último.

– No quería compartir su afición con su mujer -dijo Ryan.

– ¿De dónde obtenía el dinero para el alquiler si sólo trabajaba media jornada?

– Su mujer trabaja. Probablemente se lo sacaba contándole alguna mentira. O quizá tenía otra afición que aún desconozcamos. Seguro que no tardaremos en descubrirla.

Claudel reanudó su exposición con expresión ausente.

– Un año después comenzó a perseguir en serio, de manera sistemática. Usted no se equivocaba en cuanto al metro. Se aficionó al número seis. Comenzó viajando seis paradas y luego seguía a una mujer que se adecuara a su prototipo. Su primera elección recayó en Francine Morisette-Champoux. Nuestro hombre coge el metro en Berri-UQAM, se apea en Georges Vanier y la sigue hasta casa. La acosa durante varias semanas y por fin se decide a actuar.

Recordé las palabras de la mujer y sentí una oleada de ira. Deseaba sentirse segura, intocable en su hogar: la habitual fantasía femenina. La voz de Claudel me devolvió a la realidad.

– Pero el acecho continuado es demasiado arriesgado, algo incontrolado para él, por lo que se le ocurre la idea de utilizar los anuncios de ventas de fincas inmobiliarias al ver uno en casa de Morisette-Champoux. Es el acceso perfecto.

– ¿Y Trottier? -Me sentía enferma.

– En esa ocasión utilizó la línea verde, se apeó en su sexta parada y salió en Atwater. Estuvo dando vueltas hasta que localizó un letrero. El piso de su padre. Observa, se toma su tiempo, ve entrar y salir a Chantale. Dice que distinguió el letrero del Sacre Coeur en su uniforme y que incluso fue a la escuela algunos días. Luego se produjo la emboscada.

– Por entonces también había encontrado un lugar más seguro donde asesinar -intervino Ryan.

– El monasterio: perfecto. ¿Cómo accedió Chantale a seguirlo?

– Un día aguarda hasta que sabe que está sola, llama a la puerta y le dice que desea ver la casa. Se presenta como un comprador potencial. Pero ella no lo deja entrar. Al cabo de unos días la aborda cuando sale de la escuela. ¡Qué coincidencia! Pretende haberse citado con su padre y no haber encontrado a nadie en la casa. Chantale sabe cuánto desea vender el viejo, por lo que accede a ir con él. El resto ya lo sabemos.

El tubo fluorescente que tenía sobre mi cabeza emitía un suave zumbido. Claudel prosiguió:

– Fortier no desea arriesgarse a enterrar otro cadáver en los jardines del monasterio, por lo que la conduce hasta St. Jerome. Pero tampoco le agrada aquel lugar: es demasiado largo el trayecto en coche. ¿Y si alguien lo detiene? Ha visto el seminario y recuerda la llave. En la siguiente ocasión lo hará mejor aun.

– Gagnon.

– Curva de aprendizaje.

– Voilá.

En aquel momento apareció la enfermera, una versión más joven y dulce de mi cuidadora diaria. Leyó mi gráfico, me tocó la cabeza y me tomó el pulso. Por vez primera advertí que me habían quitado el suero intravenoso del brazo.

– ¿Se cansa?

– Estoy perfectamente.

– Si es necesario le administraremos otro calmante.

– Veremos si es necesario -respondí.

Se marchó con una sonrisa.

– ¿Y qué hay acerca de Adkins?

– Cuando habla de ella se muestra muy agitado -dijo Ryan-. Se cierra en banda. Es como si estuviera orgulloso de las demás, pero que sus sentimientos difirieran en cuanto a ella.

Por el pasillo pasó un carrito de medicina, con sus ruedas de caucho deslizándose en silencio sobre el embaldosado.

¿Acaso Adkins no se ceñía al prototipo?

Una voz mecánica instó a alguien a marcar el 237.

¿Por qué tan complicado?

Las puertas del ascensor se abrieron y el montacargas se cerró.

– Piense en ello -dije-. Él tiene su escondrijo en la rue Berger. El sistema funciona. Encuentra a sus víctimas en el metro y en los letreros «en venta», y luego las sigue hasta que llega el momento. También cuenta con un lugar seguro donde sacrificarlas y otro no menos seguro donde ocultar los cadáveres. Tal vez todo funciona demasiado bien. Tal vez ya no existe emoción, por lo que tiene que aumentar los riesgos. Y decide volver a introducirse en los hogares de las víctimas como había hecho con Morisette-Champoux.

Recordé las fotos. El descompuesto chándal. El rojo charco de sangre que rodeaba el cadáver.

– Pero se vuelve chapucero. Sabemos que llamó previamente para concertar una entrevista con Margaret Adkins. No contaba con que el marido telefoneara durante la visita. Tiene que matarla rápidamente, despedazarla en seguida, mutilarla con algo que tenga a mano. Se marcha, escapa, pero ha tenido que precipitarse: no ha dominado la situación.

La estatua, el seno mutilado.

Ryan asintió.

– Tiene sentido -proseguí-. El asesinato sólo es el acto final en su fantasía de control. Puedo matarte o dejarte vivir. Puedo ocultar tu cuerpo o exhibirlo. Puedo privarte de tu género mutilando tus senos o tu vagina. Puedo dejarte indefensa cortándote las manos. Pero de pronto llama el marido y hace tambalearse toda su fantasiosa satisfacción.