Con una punzada de dolor advertí que llevaba pintadas las uñas de los pies de un rosa pálido. La intimidad de aquel simple acto me produjo tal dolor que deseé taparla, gritarles a todos que la dejaran sola. En lugar de ello observé y aguardé a que llegara el momento de mi intervención.
Si cerraba los ojos aún podía ver los dentados bordes de las laceraciones producidas en su cuero cabelludo, demostrativas de los repetidos golpes que le habían propinado con un objeto romo. Recordaba con todo detalle las magulladuras del cuello: todavía me parecía tener ante los ojos las hemorragias petequiales de los ojos, diminutas manchas producidas por el estallido de pequeñas arterias, como consecuencia de la tremenda presión de las venas yugulares y una señal característica de estrangulación.
Se me había revuelto el estómago mientras me preguntaba qué más le habría ocurrido a aquella mujer niña tan cuidadosamente criada con mantequilla de cacahuete, vacaciones en campamentos de verano y clases dominicales de catequesis. Me dolía por los años que le habían robado de vida, los bailes escolares a los que nunca asistiría y las cervezas que ya no se tomaría a escondidas. En la última década del segundo milenio, los norteamericanos nos creemos una tribu civilizada. Le habíamos prometido setenta y tantos años de vida, pero no le permitimos que pasara de los dieciséis.
Aparté los recuerdos de aquella terrible autopsia, me enjugué el sudor de la frente y sacudí la cabeza agitando los empapados cabellos. Las imágenes mentales se difuminaban de tal modo, que me impedían separar los recuerdos del pasado de las imágenes vistas aquella misma tarde en fotografías detalladas. Como la vida. Siempre he sospechado que muchos recuerdos de mi infancia proceden realmente de fotos antiguas, que son una combinación de instantáneas, un mosaico de imágenes de celuloide reconvertidas en una realidad recordada. La Kodak nos proyecta retrospectivamente. Tal vez sea mejor recordar el pasado de ese modo, ya que raras veces tomamos fotos de las ocasiones tristes.
La puerta se abrió, y entró una mujer en la sauna que me sonrió y saludó con una inclinación, para luego extender su toalla cuidadosamente en el banco de mi izquierda. Sus muslos tenían la consistencia de una esponja marina. Recogí mi toalla y me dirigí a la ducha.
Cuando llegué a casa, Birdie me aguardaba en el recibidor. Su blanco cuerpo se reflejaba tenuemente en el negro suelo de mármol, y parecía molesto. ¿Acaso experimentan los gatos tales emociones? Tal vez los proyectara yo en el animal. Inspeccioné su cuenco y descubrí que, aunque poco repleto, no estaba vacío. A pesar de ello, lo rellené con sensación de culpabilidad. Birdie se había adaptado bien al cambio. Sus necesidades eran muy sencillas: le bastaba con Friskies Ocean Fish, mi compañía y dormir. Tales necesidades no tropiezan con grandes dificultades y se reajustan con facilidad.
Faltaba una hora para encontrarme con Gabby por lo que me tendí en el sofá. El ejercicio físico y el vapor dejaban sentir sus efectos y sentía como si mis principales masas musculares se hubieran quedado inservibles. Pero el agotamiento tiene sus recompensas y me notaba física, ya que no mentalmente, relajada. Como de costumbre en tales ocasiones, ansiaba tomar una copa.
Los postreros rayos de sol de la tarde inundaron la habitación en un efecto amortiguado por la blanca muselina que cubría las ventanas. Es lo que más me agrada del apartamento. La luz del sol se funde con los colores apastelados y crea una calidad etérea muy relajante. Es mi isla de tranquilidad en un mundo de tensiones. El apartamento se halla en la planta baja de un edificio en forma de U que rodea un patio interior, ocupa la mayor parte de un ala y no tiene vecinos inmediatos. A un lado del salón unas puertas vidrieras dan acceso al jardín del patio y, enfrente, otras puertas comunican con mi patio particular. Algo poco frecuente en pleno urbanismo: césped y flores en el centro de la ciudad. Incluso tengo plantado un pequeño herbario.
Al principio me preguntaba si me gustaría vivir sola, algo nuevo para mí. De mi casa había pasado a la universidad y luego me casé con Pete y crié a Katy, de modo que nunca había sido dueña de mi propio hogar. La verdad es que no tendría por qué haberme preocupado, ya que aquello me entusiasmó.
Estaba suspendida entre los límites del sueño y la vigilia cuando me sobresaltó el sonido del teléfono. Respondí con la cabeza dolorida por la interrupción de mi siesta, descolgué el auricular y a mis oídos llegó una voz robótica que trataba de venderme una tumba en el cementerio.
– Merde! -exclamé.
Puse los pies en el suelo y me levanté del sofá. «Es la desventaja de vivir sola -me dije-: que hablas contigo misma.»
El otro inconveniente consiste en vivir separada de mi hija. Marqué su número y ella descolgó al primer timbrazo.
– ¡Oh, mamá, cuánto me alegra que me hayas llamado! ¿Cómo estás? Ahora no puedo entretenerme, tengo una llamada por la otra línea. ¿Te encontraré más tarde en casa?
Me hizo sonreír. Katy siempre está excitada y entregada a mil ocupaciones.
– Desde luego, cariño. No es nada importante, sólo quería hablar contigo. Esta noche salgo a cenar con Gabby. ¿Qué tal mañana?
– ¡Estupendo! Dale un beso muy fuerte de mi parte. ¡Ah, creo haber conseguido sobresaliente en francés, si es eso lo que te preocupa!
– No lo dudaba -repuse riendo-. Mañana hablaremos.
Veinte minutos después aparcaba frente al edificio donde vive Gabby. Por puro milagro encontré una plaza delante mismo de su puerta. Apagué el motor y me apeé.
Gabby reside en Carré St. Louis, una encantadora plazuela escondida entre rue St. Laurent y rue St. Denis. El parque está rodeado por hileras de casas de formas imprevisibles y con complicados adornos de madera, vestigios de una época de caprichosa arquitectura. Sus propietarios las han pintado con la excentricidad del arco iris y poblado sus patios con escandalosa profusión de flores veraniegas, lo que les confiere la animación de un escenario de Disney.
El parque tiene un aire extravagante desde su fuente central, que se levanta del estanque cual gigantesca tulipa, hasta la pequeña verja de hierro forjado que decora su perímetro. Sus barrotes y florituras, que apenas llegan a las rodillas, separan el césped público de la plaza de las casas de decoración cursi que la rodean. Se diría que los Victorianos, tan remilgados y mojigatos sexualmente, se sentían juguetones entre el diseño de tales edificios. En cierto modo ello me resulta tranquilizador, una tácita confirmación de que en la vida existe equilibrio.
Contemplé el edificio donde vive Gabby, en la parte norte del parque y el tercero desde la rue Henri-Julien. Katy lo habría calificado de «desdichado exceso», como los vestidos de baile de fin de curso de los que nos burlábamos en nuestra búsqueda anual de primavera. Parecía que el arquitecto no hubiera podido detenerse hasta incorporar todos los detalles extravagantes que conocía.
Es una casa de piedra arenisca de tres pisos. La planta inferior aparece recargada con balcones acristalados, y el tejado se prolonga hasta convertirse en una torrecilla hexagonal truncada, cubierta de pequeñas tejas ovaladas dispuestas como las escamas de una cola de sirena y rematada por una barandilla superior de hierro forjado. Las ventanas son moriscas, con los extremos inferiores cuadrados y los superiores ahuecados como arcos abovedados. Todas las puertas y ventanas están enmarcadas por carpintería exageradamente tallada, pintada de un ligero tono lavanda. Abajo, a la izquierda de la barandilla, una escalera metálica se remonta desde el nivel del suelo hasta el porche del primer piso, y las espirales y remolinos de sus pasamanos repiten las florituras de la verja del parque. Cada junio brotan las flores en las jardineras de las ventanas y en las enormes macetas que se alinean en el porche.