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Gabby debía de estar esperándome porque, antes de que yo cruzara la calle, la cortina de encaje se agitó un instante y se abrió la puerta principal. Me saludó con la mano, cerró con llave y movió el pomo con energía para asegurarse de que estaba bien cerrado. Bajó rápidamente por la empinada escalera metálica, henchida la larga falda en pos de ella como la vela de un barco a favor del viento. La oí acercarse. A Gabby le encanta todo cuanto suena o brilla, y aquella noche llevaba en el tobillo una pulsera con campanitas de plata que tintineaban a cada paso y vestía de un modo que yo, en el instituto, calificaba de estilo hindú. Siempre iba así.

– ¿Cómo estás?

– Bien -repuse con ambigüedad.

Sin embargo, me constaba que no era cierto. Pero no deseaba hablar de los crímenes, de Claudel, de mi frustrado viaje a la ciudad de Quebec o de mi destrozado matrimonio, ni comentar nada de cuanto había atormentado mi paz espiritual últimamente.

– ¿Y tú?

– Bien.

Movió la cabeza a uno y otro lado, y sus rizos se agitaron.

Bien. Pas bien. Como en los viejos tiempos, pero no del todo. Yo reconocía mi propio comportamiento. Ella también se mostraba evasiva: deseaba mantener una conversación ligera. Me sentía algo triste, pero sospechaba que yo había establecido el talante, de modo que dejé que la situación siguiera su curso y acepté la conspiración de mutua evasión.

– Y bien, ¿adonde vamos a cenar?

No mudaba de conversación puesto que aún no habíamos iniciado ninguna.

– ¿Qué prefieres?

Pensé en ello. Suelo hacer tales elecciones imaginando un plato delante de mí. Mentalmente me agrada escoger de modo visual. Supongo que, cuando se trata de comida, podría decirse que se impone lo gráfico y no un menú. Aquella noche deseaba algo rojo y denso.

– ¿Italiano?

– De acuerdo.

Meditó un instante.

– ¿Qué tal Vivaldi's, en Prince Arthur? Estaremos al aire libre.

Atravesamos la plaza en diagonal y pasamos junto a las grandes hojas que forman arco sobre el césped. Unos ancianos, sentados en los bancos, hablaban en grupos y observaban a sus conciudadanos. Una mujer con gorro de baño daba de comer a las palomas el pan que llevaba en una bolsa y los regañaba como si fuesen criaturas traviesas. Una pareja de policías paseaban por uno de los senderos del parque con las manos cogidas en la espalda formando idénticas uves y se detenían periódicamente a intercambiar cumplidos, formular preguntas y responder a bromas.

Cruzamos la glorieta de cemento del extremo oeste de la plaza. Reparé en la inscripción «Vespasiano» que allí figuraba y me pregunté una vez más por qué habrían grabado el nombre de un emperador romano sobre aquella puerta.

Al salir de la plaza cruzamos la rue Laval y pasamos por una serie de columnas de cemento que señalan el acceso a la rue Prince Arthur sin haber cruzado palabra hasta el momento. Aquello era extraño: Gabby no es tan reservada ni pasiva. Solía desbordar de planes e ideas y aquella noche se limitaba a admitir todas mis sugerencias.

La observé de reojo, con discreción. Examinaba los rostros de aquellos que pasaban por nuestro lado y al mismo tiempo se mordía una uña. Semejante escrutinio no parecía una distracción instintiva. Estaba nerviosa e inspeccionaba las atestadas aceras.

El anochecer era cálido y húmedo, y por Prince Arthur circulaba un gentío que se arremolinaba y giraba en todas direcciones. Los restaurantes habían abierto puertas y ventanas, y las mesas invadían la calle desordenadamente, como si se hubieran propuesto arreglarlas más tarde. Los hombres llevaban camisas de algodón, y las mujeres iban con los brazos desnudos y hablaban y reían bajo sombrillas de vivos colores. Algunos aguardaban en hilera a que los acomodaran. Me incorporé a la fila en el exterior de Vivaldi's mientras Gabby iba al dépanneur de la esquina a comprar una botella de vino.

Cuando por fin nos instalamos, Gabby encargó fettucine Alfredo y yo pedí piccata de ternera con acompañamiento de espaguetis. Aunque me atraía el limón, me mantuve parcialmente leal a la visión del rojo. Mientras aguardábamos nuestras ensaladas me tomé un agua Perrier. Hablamos un poco, movíamos las bocas, formábamos palabras, pero sin decir nada. Ante todo estábamos tranquilamente sentadas. Pero no era el silencio placentero de antiguas amigas acostumbradas a su mutua compañía sino un diálogo incómodo.

Estaba tan familiarizada con los altibajos de humor de Gabby como con mis propios ciclos menstruales. Percibía algo tenso en su comportamiento. Rehuía mi mirada, pero sus ojos vagaban incansables, en continua exploración, como había hecho en el parque. Era evidente que estaba distraída y solía recurrir a un trago de vino. Cada vez que levantaba la copa, la temprana luz del anochecer iluminaba el Chianti y lo hacía resplandecer como una puesta de sol en Carolina.

Yo conocía aquellas señales: bebía demasiado a fin de reducir su ansiedad. El alcohol es el opio de los seres preocupados. Yo lo sabía porque lo había probado. El hielo de mi Perrier se deshacía lentamente, y yo observaba cómo subsistía el limón mientras chocaba con los cubitos con un delicado y sutil sonido.

– ¿Qué sucede, Gabby?

Mi pregunta la sobresaltó.

– ¿Cómo?

Profirió una breve y temblorosa risita y se apartó un rizo del rostro con inexpresiva mirada.

Ante su evasiva traté de abordar un tópico neutral, diciéndome que ella me informaría cuando estuviera dispuesta. O tal vez yo me comportaba como una cobarde, y el valor de la intimidad se perdería.

– ¿Has tenido noticias de alguien del noroeste?

Nos habíamos conocido en la universidad durante los setenta. Yo me había casado y Katy asistía al parvulario. Entonces envidiaba la libertad de que disfrutaban Gabby y los demás. Echaba de menos las experiencias cómplices de las fiestas que duraban toda la noche y las sesiones filosóficas de primeras horas de la mañana. Tenía su misma edad, pero vivía en un mundo diferente. Gabby era la única con quien había alcanzado intimidad aunque, en realidad, nunca supe la razón. Éramos todo lo distintas que pueden ser dos mujeres, pero nos respaldábamos mutuamente. Tal vez fuera porque a Gabby le gustara Pete o, por lo menos, lo simulara. Pete, considerado retrospectivamente, tenía aire militar y estaba rodeado por criaturas en flor que tomaban marihuana y bebían cerveza barata. Él odiaba mis fiestas escolares y disimulaba su incomodidad con jactancioso desdén. Sólo Gabby se interesaba por acercársenos.

Yo había perdido el contacto con casi todos nuestros compañeros de estudios, que en aquellos momentos se hallaban diseminados por Estados Unidos, principalmente en universidades y museos. Sin embargo, en el transcurso de los años, Gabby sí había conseguido mantener algunas relaciones. O quizás ellos buscaban su compañía.

– De vez en cuando tengo noticias de Joe. Creo que da clases en algún lugar perdido de Iowa o Idaho.

La geografía americana nunca había sido su fuerte.

– ¿Ah sí? -traté de estimularla.

– Y Vern vende propiedades inmobiliarias en Las Vegas. Hace unos meses estuvo aquí para dar una especie de conferencia. Dejó la antropología y es muy feliz.

Tomó un trago de vino.

– Aunque lleva los mismos cabellos.

En esta ocasión la risa sonó auténtica. El vino o mi encanto personal la estaban relajando.

– ¡Ah! He recibido un mensaje electrónico de Jenny. Piensa dedicarse de nuevo a la investigación. ¿Sabes que se casó con un pirado y renunció a un cargo importante en Rutgers para seguirlo a los Cayos?