Gabby no suele andarse por las ramas.
– Pues bien, ha conseguido cierto puesto como adjunta y está meneando el trasero para conseguir una propuesta de subvención.
Otro trago.
– Cuando él la deje. ¿Qué sabes de Pete?
La pregunta me cogió desprevenida. Hasta aquel momento yo había sido muy prudente al referirme a mi fallido matrimonio. Era como si el engranaje de mi conversación se atascara al llegar a ese tema y soltarlo demostrara en cierto modo confirmar la realidad. Como si el acto de ordenar las palabras en secuencia, o de formar frases, convalidara una certeza a la que aún no fuera capaz de enfrentarme. Eludía el tópico, aunque Gabby era una de las pocas personas que estaba al corriente de la situación.
– Está bien. Hablamos de vez en cuando.
– La gente cambia.
– Sí.
Llegaron las ensaladas y durante unos momentos nos concentramos en aliñarlas. Cuando levanté la mirada ella estaba inmóvil, con un tenedor cargado de lechuga en el aire. Se había aislado de nuevo de mí, aunque en esta ocasión parecía examinar un mundo interior, más que el que la rodeaba.
Intenté otra táctica.
– Cuéntame cómo va tu proyecto -le dije al tiempo que pinchaba una aceituna negra.
– ¡Ah, el proyecto! ¡Bien! ¡Marcha bien! Por fin he conseguido ganarme su confianza y algunas de ellas ya comienzan a abrírseme.
Se metió la ensalada en la boca.
– Aunque ya me lo has explicado, quisiera que me lo ampliaras, Gabby. Yo sólo comprendo las ciencias físicas. ¿Cuál es exactamente el objetivo de la investigación?
Se echó a reír ante la familiar demarcación establecida entre los estudiantes de antropología física y cultural. Nuestra clase había sido reducida, pero diversa: algunos estudiaban etnología; otros se dedicaban a antropología lingüística, arqueológica y biológica. Yo conocía tan poco sobre el «descontruccionismo» como ella sobre el ADN mitocondrial.
– ¿Recuerdas los estudios de etnografía que Ray nos hacía leer sobre los yanomamo, los semai y los nuer? Pues bien, sigo la misma idea. Tratamos de describir el mundo de las prostitutas mediante observaciones próximas y entrevistas con confidentes. Trabajo de campo. Muy íntimo, próximo y personal.
Tomó otro poco de ensalada.
– ¿Quiénes son? ¿De dónde proceden? ¿Cómo entraron en ello? ¿Qué hacen día a día? ¿Con qué redes de apoyo cuentan? ¿Cómo encajan en la economía legal? ¿Cómo se ven a sí mismas? ¿Dónde…?
– Comprendo.
Tal vez el vino surtiera su efecto o quizás había acertado con la pasión de su vida, porque su animación crecía por momentos. Aunque ya había oscurecido comprobé que se había sonrojado y que sus ojos brillaban a la luz de las farolas. O tal vez fuese por causa del alcohol.
– La sociedad ha proscrito a esas mujeres. A nadie le interesan realmente, salvo a aquellos que en cierto modo se ven amenazados por ellas y desean que desaparezcan.
Asentí mientras seguíamos comiendo.
– La mayoría de la gente cree que las mujeres se entregan a la prostitución porque han abusado de ellas, las han obligado o por cualquier otra razón. En realidad, muchas lo hacen simplemente por dinero. Cuentan con habilidades limitadas para el mercado de trabajo legal, nunca conseguirán ganarse la vida de modo decente y lo saben. Entonces deciden dedicarse a ello unos años porque es lo más rentable que pueden hacer.
Seguimos comiendo.
– Y, al igual que cualquier otro grupo, tienen su propia subcultura. Me interesan las redes que construyen, sus planificaciones mentales, los sistemas de apoyo en que confían, todas esas cosas.
El camarero apareció con nuestros platos fuertes.
– ¿Y qué me dices de los hombres que las contratan?
– ¿Cómo?
La pregunta pareció desconcertarla.
– ¿Qué me dices de los tipos que van en su busca? Debería ser un importante elemento en el conjunto. ¿También hablas con ellos?
Enrollé unos espaguetis en el tenedor.
– Yo… Sí. Con algunos -balbuceó visiblemente aturdida.
Tras una pausa añadió:
– Dejemos de hablar de mí, Tempe. Cuéntame en qué estás trabajando. ¿Algún caso interesante?
Mientras hablaba centró los ojos en su plato.
El giro fue tan brusco que me cogió desprevenida, y le respondí sin pensar:
– Unos crímenes que me tienen muy nerviosa.
Al instante lamenté haber pronunciado tales palabras.
– ¿Qué crímenes?
Se le velaba la voz y sus palabas tenían vibraciones nerviosas.
– Uno horrible que descubrimos el martes.
Me interrumpí: Gabby nunca ha querido saber nada de mi trabajo.
– ¡Ah!
Se sirvió más pan. Intentaba mostrarse cortés: ella me había hablado de su trabajo y se disponía a escucharme a su vez.
– Sí, aunque me sorprende que no se haya divulgado gran cosa en los periódicos. El cadáver fue encontrado en Sherbrooke la semana pasada. Se desconoce su identidad. Resultó que había sido asesinada el pasado abril.
– Se parece a muchos de tus casos. ¿Qué te desconcierta?
Me retrepé en mi asiento y la miré mientras me preguntaba si realmente deseaba que me extendiera en el asunto. Tal vez sería mejor hablar de ello. ¿Mejor para quién? ¿Para mí? No podía hacerlo con nadie más. ¿Deseaba ella de verdad escucharme?
– La víctima estaba mutilada. Luego el cuerpo fue descuartizado y arrojado a un barranco.
Me miró en silencio, sin hacer comentarios.
– Creo que el modus operandi es similar a otro en el que había trabajado.
– ¿Qué quieres decir?
– Advierto los mismos… -me detuve, indecisa, sin encontrar la palabra adecuada-. Los mismos elementos en ambos.
– ¿Tales como…?
Cogió su copa.
– Apaleamiento salvaje, desfiguración del cuerpo.
– Pero eso es muy corriente cuando se trata de mujeres, ¿no es cierto? Nos aporrean, nos asfixian y luego nos hacen picadillo. Violencia masculina.
– Sí -reconocí-. Y realmente ignoro la causa de la muerte en este caso porque los restos estaban muy descompuestos.
Gabby parecía sumamente incómoda. Tal vez hubiera sido un error.
– ¿Qué más? -insistió.
Sostenía la copa en la mano, pero no bebía.
– La mutilación. El descuartizamiento o la extracción de partes. O…
Guardé silencio al recordar el desatascador. No comprendía exactamente su significado.
– De modo que crees que el mismo canalla es el causante de ambos -dijo ella.
– Sí, así es. Pero no puedo convencer al idiota que lleva el caso. Ni siquiera se ha dignado examinar el anterior.
– ¿Esos asesinatos podrían ser obra de algún canalla que se excita asesinando mujeres?
– Sí -respondí sin mirarla.
– ¿Y crees que volverá a hacerlo?
De nuevo su voz sonaba crispada. Deposité el tenedor sobre la mesa y la observé. Me miraba con fijeza, con la cabeza un poco adelantada y apretando con fuerza el tallo de su copa, que temblaba ligeramente.
– Lo siento, Gabby. No tendría que haberte hablado de esto. ¿Estás bien?
Se irguió en su asiento y depositó la copa pausadamente, sosteniéndola un instante en el aire antes de dejarla en la mesa y sin dejar de mirarme. Le hice señas al camarero.
– ¿Quieres café?
Asintió con la cabeza.
Concluida la cena nos permitimos cannoli y capuchinos. Ella pareció recobrar su buen humor, y nos reímos y burlamos recordando nuestros tiempos en la época de Acuario, nuestras largas y lisas cabelleras, nuestras camisas teñidas a trozos, nuestros téjanos que se sostenían en las caderas y formaban campana en los tobillos, una generación que seguía idénticas vías de escape del conformismo. Era ya más de medianoche cuando salimos del restaurante.
A nuestro paso por Prince Arthur ella sacó de nuevo el tema de los asesinatos.
– ¿Cómo será ese tipo? -dijo.
La pregunta me cogió por sorpresa.