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– Quiero decir si se tratará de un tipo excéntrico o normal y si serías capaz de detectarlo.

Mi confusión la irritaba.

– ¿Podrías distinguir a ese cabrón en una reunión religiosa?

– ¿Al asesino?

– Sí.

– No lo sé.

– ¿Sería competente? -insistió.

– Eso creo. Si fue la misma persona quien mató a las dos mujeres, estoy segura de que es un tipo organizado, que planea sus actos. Muchos criminales en serie engañan a la gente durante largo tiempo hasta que caen en manos de la justicia. Pero yo no soy psicóloga; es simple especulación.

Llegamos al coche y abrí la puerta. De pronto ella me cogió del brazo.

– Deja que te muestre la zona.

No comprendí qué quería decir. De nuevo me había cogido por sorpresa.

– Pues…

– Los barrios bajos. Mi proyecto. Pasemos en coche por allí y te mostraré a las chicas.

La observé al tiempo que la iluminaban los faros de un coche que se aproximaba. Tenía una extraña expresión a la luz cambiante. La luz pasó por ella como el foco de una linterna y acentuó algunos rasgos al tiempo que sumergía otros en las sombras. Su entusiasmo era persuasivo. Consulté mi reloj: eran las doce y cuarto.

– De acuerdo.

En realidad, no lo estaba. El día siguiente sería duro. Pero ella parecía tan entusiasmada que no quise decepcionarla.

Se metió en el coche y deslizó hacia atrás el asiento, lo más lejos posible a fin de conseguir mayor espacio para sus piernas, aunque no suficiente.

Circulamos en silencio durante unos minutos. Siguiendo sus instrucciones me dirigí hacia la parte oeste durante varias manzanas y luego giré al sur en St. Urbain. Rodeamos el borde más oriental hacia el gueto McGill, una amalgama esquizoide de viviendas de renta limitada para estudiantes, condominios gigantescos y casas de piedra arenisca aburguesadas. Seis manzanas más adelante giramos a la izquierda por la rue Ste. Catherine. Detrás de mí quedaba el núcleo de Montreal. Por el espejo retrovisor distinguía las inminentes formas del Complexe Desjardins y la Place des Arts, desafiándose entre sí desde sus esquinas opuestas. Debajo de ellas se encontraba el Complexe Guy-Favreau y el Palais des Congrés.

En Montreal la grandeza del centro de la ciudad cede paso rápidamente a la miseria de la parte este. La rue Ste. Catherine lo domina todo. Surgida en la opulencia de Westmount, se extiende hacia el este a través del centro, hasta el bulevar St. Laurent, en el Main, línea divisoria entre este y oeste. Ste. Catherine es sede de Forum, Eaton's y Spectrum. El centro de la ciudad está bordeado de enormes edificios y hoteles, con teatros y centros comerciales, pero en St. Laurent quedan atrás los complejos de oficinas y condominios, los centros de convenciones y boutiques, los restaurantes y los bares de encuentros para solteros. A partir de allí dominan las prostitutas y los punks. Su ámbito se extiende hacia el este, desde el Main a la zona gay que comparten con los camellos y los skinheads. Los turistas y los burgueses que se aventuran como visitantes, se quedan pasmados y evitan el contacto visuaclass="underline" inspeccionan la otra parte para reafirmar el mundo que los separa, pero no permanecen allí mucho tiempo. Aún no habíamos llegado a St. Laurent cuando Gabby me indicó que debíamos parar en la derecha. Encontré un espacio frente a La Boutique du Sex y apagué el motor del coche. Al otro lado de la calle se encontraba un grupo de mujeres ante la puerta del hotel Granada cuyo letrero ofrecía CHAMBRES TOURISTIQUES, aunque dudé que los turistas frecuentaran sus habitaciones.

– Mira, ésa es Monique -me indicó.

Monique llevaba botas de vinilo rojo hasta medio muslo y minifalda de licra negra tensada hasta el límite, que le cubría sucintamente el trasero. Se distinguía la línea de sus bragas y el bulto que formaba el borde de su camisa blanca de nylon. Sus pendientes de plástico le colgaban hasta los hombros, y mechas de un rosa llamativo destacaban en su cabellera teñida de un negro rotundo. Parecía la caricatura de una prostituta.

– Ésa es Candy.

Se refería a una joven con pantalones cortos de color amarillo y botas vaqueras cuyo maquillaje habría hecho palidecer a un piel roja. Era terriblemente joven. Salvo por el cigarrillo y su rostro de payaso, podría haber sido mi hija.

– ¿Usan sus verdaderos nombres? -me interesé.

Era como estar viendo un cliché.

– No lo sé. ¿Lo harías tú?

Señaló a una muchacha con zapatillas negras y pantalones cortos.

– Es Poirette.

– ¿Qué edad tiene?

Yo estaba horrorizada.

– Según dice, dieciocho, pero debe de tener quince.

Me recosté en el asiento y apoyé las manos en el volante. Mientras me las señalaba una tras otra, no podía dejar de pensar en los gibones. Como los monitos, aquellas mujeres se espaciaban a intervalos regulares y dividían el terreno en un mosaico de territorios concretos. Cada una trabajaba su parcela y excluía a las restantes de su especie con el fin de seducir a un macho. Las posturas seductoras, las mofas y pullas, constituían el ritual del cortejo, al estilo sapiens. Sin embargo, aquellas bailarinas no tenían como objetivo la reproducción.

Advertí que Gabby había dejado de hablar cuando hubo concluido de pasar lista. Me volví a mirarla. Estaba frente a mí, pero fijaba sus ojos en algo que se encontraba más allá de la ventanilla. Tal vez fuera de mi mundo.

– Vamonos -exclamó.

Lo dijo tan quedamente que apenas pude oírla.

– ¿Cómo…?

– ¡Vamos!

Su ferocidad me aturdió. Un torrente de palabras llegó hasta mis labios, pero su expresión me disuadió de expresarlas.

De nuevo circulamos en silencio. Gabby parecía sumida en sus pensamientos, como si se hubiera trasladado mentalmente a otro planeta. Cuando me detuve ante su apartamento me desconcertó con una nueva pregunta.

– ¿Las habían violado?

Rebobiné mentalmente el curso de nuestra conversación. Imposible. Me faltaba otro puente.

– ¿Quiénes? -pregunté a mi vez.

– Esas mujeres.

¿Se refería a las prostitutas o a las víctimas del asesino?

– ¿Qué mujeres?

Durante unos segundos no respondió.

– ¡Estoy harta de esta basura! -exclamó. Y sin darme tiempo a reaccionar se apeó del coche y subió la escalera. Su vehemencia me golpeó como una bofetada.

Capítulo 5

Durante las dos semanas siguientes no tuve noticias de Gabby. Tampoco figuraba en las posibles llamadas telefónicas de Claudel quien, al parecer, me había eliminado del circuito. Tuve noticias de la vida de Isabelle Gagnon por Pierre LaManche.

La mujer vivía con su hermano y su amante en St. Edouard, un vecindario de clase obrera al noreste del centro de la ciudad. Trabajaba en la boutique de su amigo, una tiendecita de St. Denis especializada en ropas y accesorios unisex. Une Tranche de Vie: una rebanada de vida. Al hermano, que era panadero, se le había ocurrido el nombre. Semejante ironía era deprimente.

Isabelle desapareció el 1 de abril, viernes. Según su hermano, solía frecuentar algunos bares de St. Denis y se había acostado tarde la noche anterior. Creyó haberla oído llegar sobre las dos de la mañana, pero no lo comprobó. Ambos hombres marcharon temprano al trabajo a la mañana siguiente. Un vecino la vio a la una de la tarde. A Isabelle la esperaban en la boutique a las cuatro, pero no llegó. Sus restos se descubrieron nueve semanas después en el Gran Seminario. Tenía veintitrés años.

LaManche se presentó en mi despacho una tarde a última hora para ver si había concluido mi análisis.

– Aparecen múltiples fracturas en el cráneo -dije-. Ha costado bastante reconstruirlo.

– Oui.

Levanté el cráneo de su soporte de corcho.

– Fue golpeada por lo menos tres veces. Éste es el primer impacto.

Señalé una pequeña depresión desde cuyo epicentro se extendían hacia el exterior una serie de círculos concéntricos, como anillos en una diana de tiro.