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Tras una pausa, añadió:

– Monsieur Claudel puede resultar… -vaciló un instante-… difícil. Siga con sus comparaciones e infórmeme si necesita algo.

Aquella semana, días después, fotografié las señales producidas por los cortes con un fotomicroscopio, utilizando diversos ángulos, ampliaciones e intensidades de luz, con la esperanza de extraer detalles de su estructura interna. Asimismo retiré pequeños fragmentos óseos de diversas superficies de las articulaciones con el fin de examinarlas con el escáner microscópico. En lugar de ello, durante las dos semanas siguientes me vi desbordada por una montaña de huesos.

Unos niños que paseaban por un parque provincial descubrieron un esqueleto parcialmente vestido; en la playa del lago St. Louis apareció un cuerpo muy descompuesto; una pareja que limpiaba el sótano de una casa recién adquirida, descubrió un baúl repleto de cráneos humanos cubiertos con cera, sangre y plumas. Y todos aquellos hallazgos fueron a parar a mí.

Los restos del lago St. Louis supusimos que corresponderían a un caballero fallecido el otoño anterior en accidente marítimo tras desafiar la autonomía de un contrabandista de tabaco competidor suyo. Me dedicaba a recomponer su cráneo cuando sonó el teléfono.

Esperaba aquella llamada, aunque no tan pronto. Mientras escuchaba, el corazón me palpitaba con fuerza y la sangre latía en mi esternón como agua carbónica agitada en una botella. Sentí una oleada de calor.

– Hace menos de seis horas que está muerta -decía LaManche-. Creo que debería echarle una mirada.

Capítulo 6

Margaret Adkins tenía veinticuatro años, había vivido con su compañero y su hijo de seis años en un barrio cobijado a la sombra del Estadio Olímpico. Aquella mañana debía reunirse con su hermana a las diez y media para ir de compras y almorzar, pero no llegó a hacerlo. Ni tampoco atendió más llamadas telefónicas tras hablar con su marido a las diez. Le fue imposible porque había sido asesinada en algún momento entre aquella llamada y mediodía, cuando su hermana descubrió el cadáver. Desde entonces habían transcurrido cuatro horas. Era todo cuanto sabíamos.

Claudel aún seguía en escena. Su compañero Michel Charbonneau estaba sentado en una de las sillas alineadas al otro lado de la gran sala de autopsias. LaManche había regresado del escenario del crimen hacía menos de una hora, precedido en unos minutos por el cadáver. Cuando yo llegué, practicaban la autopsia. En seguida comprendí que aquella noche trabajaríamos horas extras.

La mujer yacía de bruces, con los brazos extendidos a los costados, las palmas arriba y los dedos curvados hacia adentro. Habían retirado las bolsas de papel en que la habían transportado, inspeccionado sus uñas y extraído residuos de ellas. Estaba desnuda, y su piel tenía una tonalidad cerosa contra el pulido acero inoxidable. En su espalda aparecían pequeños círculos, puntos de presión producidos por los agujeros de drenaje de la superficie de la mesa. De vez en cuando se veía un solitario cabello adherido a la piel, desprendido de la rizada maraña de su cabellera.

Tenía la nuca distorsionada, con una ligera desviación, como una figura desequilibrada en un dibujo infantil. La sangre rezumada de sus cabellos se había mezclado con el agua al lavarla y formaba un charco de un rojo translúcido bajo su cuerpo. Su chándal, sujetador, bragas, zapatos y calcetines estaban extendidos en la contigua mesa de autopsias. Se hallaban empapados en sangre, y el denso y metálico olor impregnaba el aire. Una bolsa con cierre de cremallera, próxima a sus ropas, contenía un cinturón elástico y una compresa higiénica.

Daniel tomaba fotos con una Polaroid. Las instantáneas con bordes blancos se encontraban sobre el escritorio próximo a Charbonneau, y las imágenes que aparecían mostraban diversos grados de claridad. Charbonneau las examinaba una tras otra y las devolvía con cuidado a su lugar de origen al tiempo que se mordía el labio inferior.

Un agente uniformado de identificación tomaba asimismo fotos con una Nikon provista de flash. Mientras el hombre rodeaba la mesa, Lisa, recién llegada entre los técnicos de autopsias, colocaba una anticuada pantalla tras el cuerpo. La estructura de metal pintado, con su recortado tejido blanco, pertenecía a una época en que tal accesorio se utilizaba en las habitaciones de los hospitales para proteger a los pacientes en los tratamientos de carácter íntimo. La ironía era mordaz: me pregunté qué clase de intimidad trataban de proteger en aquella situación. A Margaret Adkins ya había dejado de importarle.

Tras otra serie de tomas, el fotógrafo se apeó de su taburete y miró a LaManche con aire inquisitivo. El patólogo se aproximó al cadáver y señaló un arañazo en la parte posterior del hombro izquierdo.

– ¿Han tomado esto?

Lisa aplicó una tarjeta rectangular en la parte izquierda de la herida. En ella aparecía anotado el número asignado por el LML, el número del depósito y la fecha: 23 de junio de 1994. Daniel y el fotógrafo tomaron primeros planos.

Siguiendo las instrucciones de LaManche, Lisa le rasuró el cabello alrededor de las heridas de la cabeza mojando repetidamente el cuero cabelludo con un espray. Eran cinco en total. Cada una mostraba los dentados bordes típicos de una lesión traumática causada por un instrumento romo. LaManche los midió y dibujó. Las cámaras los captaron en primer plano.

– Con esto hemos terminado por este ángulo -dijo por fin LaManche-. Denle la vuelta, por favor.

Lisa se adelantó y por un instante me tapó la visión. Deslizó el cuerpo hasta el extremo izquierdo de la mesa, lo volvió ligeramente y apretó el brazo izquierdo con fuerza contra el estómago. Entonces ella y Daniel volvieron el cuerpo. Percibí un suave golpe cuando la cabeza chocó contra el acero. Lisa la levantó, colocó un bloque de caucho debajo del cuello y retrocedió unos pasos.

Aquella visión aceleró aún más mi circulación sanguínea como si hubieran retirado el dedo de la botella efervescente que yo tenía en el pecho y hubiera estallado un geiser de pavor.

Margaret Adkins había sido desventrada desde la clavícula hasta el pubis. Una fisura dentada discurría desde su esternón, exponiendo en su curso los colores y texturas de sus mutiladas entrañas. En sus puntos más profundos, donde los órganos habían sido desviados, distinguí la brillante vaina que rodeaba su columna vertebral.

Levanté penosamente la mirada, desviándola de la espantosa crueldad cometida en su vientre. Pero no me sentí aliviada con ello. Tenía la cabeza levemente ladeada y mostraba un rostro similar al de un duendecillo con su nariz respingona y la barbilla delicadamente puntiaguda. Tenía pómulos pronunciados y salpicados de pecas. Con la muerte, las manchitas marrones contrastaban con la blancura que las rodeaba. Me recordaba a Pippi Calzaslargas con melena corta castaña. Pero la boquita de duendecillo no reía: estaba desmesuradamente abierta y de ella asomaba su seno izquierdo cortado, cuyo pezón descansaba en el delicado labio inferior.

Alcé la mirada y mis ojos se encontraron con los de LaManche. Sus arrugas paralelas parecían más profundas que de costumbre, y los párpados inferiores reflejaban una tensión que los agitaba levemente. Leí en su rostro tristeza y acaso algo más.

El hombre permaneció en silencio mientras la autopsia proseguía y dividió su atención entre el cadáver y su carpeta de pinza en la que registraba todas las atrocidades, anotaba su posición y dimensiones y detallaba todas las heridas y lesiones. Mientras trabajaba, el cuerpo era fotografiado por delante como lo había sido por la espalda. Aguardamos. Charbonneau fumaba.