Tras un espacio de tiempo que nos parecieron horas, LaManche dio por finalizado su examen exterior.
– Bon. Llévenla a radiografías.
Se quitó los guantes y se sentó ante el escritorio, inclinado sobre su carpeta como un anciano ante una colección filatélica.
Lisa y Daniel aproximaron una camilla de acero a la mesa de autopsias y con agilidad e indiferencia profesional trasladaron el cuerpo y lo condujeron a la sala de rayos equis.
Me desplacé en silencio hasta la silla contigua a Charbonneau. El hombre se levantó a medias, me saludó con una inclinación de cabeza y una sonrisa, dio una profunda calada a su cigarrillo y lo apagó.
– ¿Cómo va eso, doctora Brennan?
Charbonneau siempre me hablaba en inglés, orgulloso de su dominio del idioma. Su forma de expresarse es una mezcla de quebequés y jerga sureña, fruto de su infancia transcurrida en Chicoutimi y perfeccionada por dos años pasados en los campos petrolíferos del este de Texas.
– Bien. ¿Y usted?
– No puedo quejarme.
Se encogió de hombros de un modo que sólo dominan los francófilos, encorvando los hombros y con las palmas levantadas.
El rostro de Charbonneau era ancho, de expresión amistosa y erizados cabellos grises que solían recordarme a una anémona marina. Corpulento y de cuello desproporcionado, parecía apretarle siempre las camisas. Sus corbatas, tal vez con intención compensatoria, se enrollaban y deslizaban lateralmente o se aflojaban y pendían bajo el primer botón de su camisa. Se las aligeraba a primeras horas de la mañana, probablemente confiando en que la inevitable apariencia pareciese intencionada. O quizá sólo deseara estar cómodo. A diferencia de la mayoría de los detectives del CUM, no intentaba hacer una declaración diaria de elegancia. O tal vez sí. Aquel día llevaba una camisa de color amarillo pálido, pantalones de tergal y una americana deportiva de color verde y tejido escocés con corbata marrón.
– ¿Ha visto las fotos preliminares? -me preguntó mientras recogía un sobre marrón del escritorio.
– Aún no.
Sacó un puñado de Polaroids y me las tendió.
– Son las primeras que llegaron con el cuerpo.
Me dispuse a examinarlas bajo su penetrante mirada. Tal vez esperaba que me estremeciera ante la carnicería para poder decirle a Claudel que me había impresionado, o quizá le interesara sinceramente mi reacción.
Las fotos seguían un orden cronológico, recreaban la escena tal como el equipo de investigación la había encontrado. En la primera aparecía una calle estrecha a cuyos lados se alzaban edificios antiguos, aunque bien conservados, de tres plantas. Hileras paralelas de árboles bordeaban la esquina a ambos lados, cuyos troncos desaparecían en pequeños recuadros de tierra rodeados de cemento. Ante los edificios había una serie de patios pequeños divididos todos ellos por un pasillo que conducía a una empinada escalera metálica. De vez en cuando un triciclo bloqueaba la acera.
Las siguientes imágenes se centraban en el exterior de uno de los edificios de ladrillo rojo. Pequeños detalles llamaron mi atención. Unas placas que aparecían sobre unas puertas del primer piso mostraban los números 1407 y 1409. Alguien había plantado flores bajo uno de los ventanales delanteros. Distinguí tres caléndulas que se agrupaban solitarias con enormes cabezas amarillas, marchitas e inclinadas en arcos idénticos, flores solitarias cultivadas y abandonadas. Una bicicleta se apoyaba contra la oxidada valla metálica que rodeaba el pequeño patio delantero. Un letrero, también oxidado, surgía entre el césped, pero sin levantarse apenas del suelo, como si quisiera ocultar el mensaje: Á vendré. Se vende.
Pese a los intentos de personalización, el edificio se veía como los demás que se alineaban en la calle. La misma escalera, balcón, dobles puertas y cortinas de encaje. Me pregunté por qué habría sido aquélla. Por qué la tragedia había visitado ese lugar. Por qué no había sido la casa 1405 o alguna de la acera de enfrente o de otra manzana.
Una tras otra las fotos me fueron atrayendo, como un microscopio que aumenta las dimensiones de manera progresiva. En la siguiente serie aparecía el interior de la vivienda, cuyas minucias me sedujeron. Habitaciones pequeñas, mobiliario barato, el inevitable televisor, un salón, un comedor, una habitación infantil con posters de hockey en las paredes. Un libro en una cama titulado Cómo funciona el mundo me produjo otra punzada de dolor. Dudé que en él existiera tal explicación.
A Margaret Adkins le gustaba el azul. Todas las paredes y trabajos de carpintería estaban pintados de una viva tonalidad mediterránea.
Y, por último, la víctima. El cuerpo yacía en una pequeña habitación, a la izquierda de la puerta principal que daba acceso a otro dormitorio y a la cocina. A través de la entrada de la cocina distinguí una mesa de formica con manteles individuales de plástico. En el atestado espacio donde Adkins había encontrado la muerte sólo había un televisor, un sofá y un aparador. Su cuerpo estaba tendido en el centro.
Yacía de espaldas, con las piernas muy separadas. Estaba vestida, pero le habían arrancado la parte superior del chándal, que le cubría el rostro. La prenda le sujetaba las muñecas sobre la cabeza, con los codos hacia afuera, y las manos colgaban inertes en tercera posición, como una bailarina principiante en su primer recital.
El corte del pecho estaba muy abierto, en carne viva y sangrante, disimulado parcialmente por la oscura película que rodeaba el cuerpo y que parecía cubrirlo todo. Un recuadro carmesí señalaba el lugar donde había estado su seno izquierdo; los bordes formaban unas incisiones superpuestas y los cortes largos y perpendiculares se entrecruzaban y formaban ángulos de noventa grados en las esquinas. La herida me recordó las trepanaciones que había visto en los cráneos de los antiguos mayas. Pero aquella mutilación no había sido hecho para aliviar el dolor de la víctima ni para liberar fantasmas imaginarios de su cuerpo. Si habían liberado algún espíritu allí aprisionado, no era el de ella. Margaret Adkins había sido la trampilla por la que el retorcido y atormentado espíritu de un desconocido había tratado de aliviarse.
Le habían bajado los pantalones del chándal hasta las separadas rodillas, donde se tensaba la cintura elástica. La sangre goteaba entre sus piernas y formaba un charco debajo de ella. El cadáver aún llevaba zapatillas de deporte y calcetines.
Guardé las fotos en el sobre y se lo devolví a Charbonneau en silencio.
– Es horrible, ¿verdad? -preguntó.
Se retiró una mota del labio inferior, la observó y le dio un papirotazo.
– Sí.
– Ese imbécil se cree todo un cirujano. Es un auténtico navajero -comentó al tiempo que movía la cabeza pensativo.
Me disponía a responderle, cuando entró Daniel con las radiografías y comenzó a colocarlas en la pantalla luminosa de la pared con sonidos similares a truenos distantes al arquearse en su mano.
Las observamos en secuencia paseando las miradas de izquierda a derecha, desde la cabeza a los pies. Las radiografías frontales y laterales del cráneo mostraban múltiples fracturas. Los hombros, brazos y caja torácica eran normales. No vimos nada extraordinario hasta que llegamos al abdomen y la pelvis. Lo descubrimos todo de repente.
– ¡Diablos! -exclamó Charbonneau.
– ¡Por Cristo!
– Tabemouche!
Una pequeña forma humana aparecía en las profundidades del abdomen de la víctima. La observamos en silencio. Sólo cabía una explicación: la figura había sido empujada por la vagina hasta introducirla a gran presión en las visceras para ocultarla por completo del exterior. Al verla sentí como si un atizador candente me perforase los intestinos. Me llevé la mano al vientre de manera instintiva mientras el corazón golpeaba contra mis costillas. Miré con fijeza la pantalla y advertí que se trataba de una figurilla.
Enmarcada por los anchos huesos pélvicos la silueta destacaba claramente contra los órganos en los que había quedado incrustada. La blanca figura, rodeada por los grises intestinos, adelantaba un pie y tenía las manos extendidas. Parecía de carácter religioso y tenía la cabeza inclinada como una Venus del paleolítico.