Tales pensamientos rondaban por mi mente mientras circulaba bajo el puente de JacquesCartier y giraba en dirección oeste hacia Viger. Pasé junto a la fábrica de cerveza Molson, que se extendía a lo largo del río a mi izquierda, y por la torre redonda del edificio de Radio Canadá, y pensé en la gente que estaría allí adentro atrapada: ocupantes de colmenas industriales que sin duda ansiaban liberarse tanto como yo. Imaginé que, bajo los efectos de junio, observarían los rayos de sol tras los rectángulos acristalados, soñarían con barcas, bicicletas y zapatillas deportivas y consultarían sus relojes.
Bajé el cristal de la ventanilla y conecté la radio.
– Aujourd'hui je vois la vie avec les yeux du coeur -cantaba Gerry Boulet.
«Hoy veo la vida con los ojos del corazón», traduje mentalmente de modo automático. Podía imaginar al intérprete, un hombre fogoso de ojos negros, con la cabeza coronada por una maraña de rizos, que cantaba con apasionamiento y había fallecido a los cuarenta y cuatro años.
Enterramientos históricos. Todos los antropólogos forenses nos enfrentamos a tales casos. Viejos huesos exhumados por perros, obreros de la construcción, riadas primaverales y sepultureros. La oficina del juez de instrucción es la supervisora de la muerte en la provincia de Quebec. Si alguien fallece de modo indebido, sin hallarse bajo los cuidados de un médico ni en el lecho, el juez desea conocer la razón, y asimismo le interesa averiguar si tal muerte amenaza con arrastrar a otras consigo y, aunque exige una explicación de los fallecimientos violentos, inesperados o inoportunos, los cadáveres antiguos son de escaso interés para él. Aunque su muerte haya clamado justicia en otros tiempos o anunciado una inminente epidemia, sus voces han permanecido silenciadas durante demasiado tiempo y, una vez establecida su antigüedad, tales hallazgos son entregados a los arqueólogos. Tal prometía ser aquel caso. ¡Yo así lo esperaba!
Estuve zigzagueando por el embotellamiento circulatorio del centro de la ciudad y al cabo de un cuarto de hora llegué a la dirección facilitada por LaManche. Le Grand Séminaire, vestigio de las vastas propiedades de la iglesia católica, ocupa una amplia extensión de terreno en el núcleo de Montreal. Centreville, centro de la ciudad. Mi vecindario. La pequeña ciudadela urbana perdura como una isla de verdor en un mar de altísimos edificios de cemento y se mantiene como mudo testimonio de aquella institución en otros tiempos poderosa. Muros de piedra rematados por torres de vigilancia rodean sombríos castillos grises, zonas de césped muy cuidadas y vastos espacios que se han vuelto agrestes.
En los tiempos gloriosos de la Iglesia, las familias enviaban allí a sus hijos a miles a fin de prepararlos para el sacerdocio. Aún acuden algunos, pero en número muy reducido. Los edificios más grandes han sido alquilados y albergan escuelas e instituciones con objetivos más seglares, donde los faxes y las conexiones a Internet sustituyen a los manuscritos y a los discursos teológicos como paradigma de trabajo. Tal vez sea una buena metáfora para la sociedad moderna: la comunicación entre nosotros nos absorbe demasiado para preocuparnos por un creador todopoderoso.
Me detuve en una callecita frente a los jardines del seminario y miré en dirección este a lo largo de Sherbrooke, hacia la porción de la propiedad cedida a la sazón a Le College de Montreal. No advertí nada insólito. Saqué un codo por la ventanilla y observé en dirección opuesta. El polvoriento y recalentado metal estaba ardiendo, y retiré rápidamente el brazo, como un cangrejo al que golpearan con un palo.
Allí estaban. Juxtapuestos de modo incongruente contra una pétrea torre medieval distinguí un coche patrulla azul y blanco con la leyenda «POLICE-COMMUNAUTÉ URBAINE DE MONTREAL» grabada en un lateral, que bloqueaba la entrada oeste del recinto, y un camión gris de HydroQuebec aparcado delante de él, del cual, como apéndices de una estación espacial, surgían las escaleras y el equipo. Junto al camión, un policía uniformado hablaba con dos hombres que vestían traje de faena.
Giré a la izquierda y me introduje en el tráfico que se dirigía hacia la parte oeste de Sherbrooke, aliviada al no advertir la presencia de periodistas. En Montreal un encuentro con la prensa puede significar un doble calvario, puesto que los periódicos aparecen en francés y en inglés. No soy especialmente cortés cuando me acosan en un idioma, pero frente a un ataque dual puedo resultar muy antipática.
LaManche tenía razón. Yo ya había visitado aquellos jardines el verano anterior. Recordaba el caso: unos huesos exhumados durante la reparación de un conducto de agua. Enterramientos en ataúdes del viejo cementerio de una propiedad eclesiástica. Avisaron al arqueólogo y se cerró el caso. Con suerte se repetiría la situación.
Mientras maniobraba mi Mazda delante del camión y lo aparcaba, los tres hombres interrumpieron su conversación para mirarme. Al apearme del vehículo el policía se inmovilizó un instante como si considerara la cuestión y luego avanzó a mi encuentro con cara de pocos amigos. Eran las cuatro y cuarto; probablemente había concluido su turno y hubiera preferido no estar allí. Bien, tampoco yo estaba por mi gusto.
– Tendrá que marcharse, madame. No puede aparcar aquí.
Acompañaba sus palabras con amplios ademanes y me señalaba la dirección por la que yo debía partir, como si despejara moscas de una ensalada de patatas.
– Soy la doctora Brennan -dije al tiempo que cerraba de un portazo-, del Laboratorio de Medicina Legal.
– ¿La envía el juez de instrucción?
Su tono habría despertado envidia a un interrogador de la KGB.
– Sí. Soy la antropóloga forense -proseguí como una profesora de segundo grado-. Me encargo de los casos de desenterramientos y de esqueletos. Espero que esto me califique para ello.
Y le tendí mi tarjeta de identificación. El hombre, a su vez, lucía en el bolsillo de la camisa un pequeño rectángulo de latón donde figuraba la inscripción «agente Groulx».
Observó la foto y luego a mí. Mi aspecto no era muy convincente. Me había propuesto trabajar todo el día en la reconstrucción del cráneo y llevaba ropas apropiadas para tal tarea. Vestía unos téjanos descoloridos de color tostado, una camisa de tela vaquera con las mangas enrolladas hasta los codos y calentadores en lugar de calcetines. Me había recogido los cabellos con un pasador, pero algunos mechones, pérdida la lucha contra la gravidez, flotaban alrededor de mi rostro y por mi cuello. Además, iba manchada con fragmentos de pegamento. Más que una antropóloga forense debía de parecer un ama de casa de mediana edad obligada a abandonar el empapelado de una pared.
Examinó largo rato la tarjeta y me la devolvió sin comentarios. Evidentemente no era lo que esperaba.
– ¿Ha visto usted los restos? -le pregunté.
– No. Protejo la zona.
Él hizo un ademán para señalar a los dos hombres, que nos observaban tras interrumpir su conversación.
– Ellos los encontraron. Ya avisé. La acompañarán.
Me pregunté si el agente Groulx sería capaz de pronunciar una frase compuesta. De nuevo señaló a los obreros con un ademán.
– Vigilaré su coche -me dijo.
Hice una señal de asentimiento, pero él ya había dado media vuelta y se alejaba. Los obreros de Hydro me miraron en silencio mientras me aproximaba. Ambos llevaban gafas de aviador, y el postrer sol de la tarde arrancaba reflejos anaranjados de sus cristales. Los dos lucían bigotes con las puntas curvadas hacia abajo.
El de la izquierda era el más viejo, un tipo delgado y moreno con aspecto de terrier. El hombre miraba en torno con nerviosismo y desviaba su atención de uno a otro objeto, de una persona a otra, como una abeja que entrara y saliera de un capullo. Fijaba su mirada en mí y luego la apartaba con rapidez, cual si temiera que establecer contacto con los ojos ajenos lo comprometiera a algo que más tarde pudiera lamentar. Asimismo compensaba su peso de uno a otro pie e inclinaba alternativamente los hombros.