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El teléfono sonó e interrumpió el silencio con un estrépito que me arrancó de las grutas privadas en que me había adentrado. Me sobresalté de tal modo que di un respingo y volqué el cubilete de los lápices. Bolígrafos y rotuladores volaron por los aires.

– Aquí la doctora Bren…

– ¡Tempe! ¡Oh, gracias a Dios! Llamaba a tu apartamento pero, como es natural, no te encontraba. -La risa de la mujer era tensa y estridente-. Se me ocurrió intentar este número por si acaso. No pensaba realmente encontrarte.

Aunque reconocí la voz tenía una peculiaridad que no había percibido en otras ocasiones. Sonaba discordante por causa del temor. Se expresaba en un tono elevado, con cadencias vibrantes. Sus palabras se precipitaban en mis oídos, jadeantes y con apremio, como un susurro proferido con un soplo de respiración. Los músculos del estómago se me contrajeron de nuevo.

– ¡Hace tres semanas que no tengo noticias tuyas, Gabby! ¿Por qué no has…?

– ¡No podía! He estado… complicada… en algo. ¡Necesito ayuda, Tempe!

A través de la línea llegó un tenue chirrido y una serie de sonidos mientras se ajustaba el auricular. Como trasfondo distinguí los ecos resonantes de un lugar público, subrayados por el ruido entrecortado de voces sofocadas y sones metálicos. Mentalmente creí verla en una cabina telefónica, escudriñando cuanto la rodeaba, con incansable mirada y difundiendo su terror como una emisora radiofónica.

– ¿Dónde estás?

Cogí un bolígrafo de los que habían caído en mi escritorio y me dispuse a anotar.

– Estoy en el restaurante La Belle Province, en la esquina de Sainte Catherine y Saint Laurent. ¡Ven a buscarme, Temp! ¡No puedo salir de aquí!

El tintineo iba en aumento. Gabby estaba cada vez más agitada.

– He tenido un día muy pesado, Gabby. Estás a pocas manzanas de tu apartamento. ¿No podrías…?

– ¡Me matará! ¡Ya no puedo controlarlo! Creí que me sería posible, pero no es así. No puedo protegerlo más: tengo que protegerme yo. No está bien, es peligroso. Está… complètement fou!

Había ido aumentando el tono de su voz hasta alcanzar la cota de la histeria. De pronto, tras el brusco cambio al idioma francés, se interrumpió. Dejé de girar el bolígrafo y consulté mi reloj: eran las nueve y cuarto. ¡Mierda!.

– De acuerdo. Estaré ahí dentro de un cuarto de hora. Estate atenta. Cruzaré por Sainte Catherine.

El corazón me latía apresuradamente y me temblaban las manos. Cerré el despacho y fui corriendo hasta el coche con piernas temblorosas. Sentía como si me hubiera tomado un exceso de cafeína.

Capítulo 7

Durante el trayecto mis emociones hacían acrobacias. Había oscurecido, pero la ciudad estaba muy iluminada. Las ventanas de los apartamentos despedían una suave luz en la parte este del vecindario que rodeaba el edificio de la SQ y de vez en cuando titilaba la luz azulada de un televisor entre la oscuridad nocturna. La gente estaba sentada en terrazas y escaleras, descansaba en sillas al aire libre para celebrar reuniones en la calle. Hablaban y tomaban refrescos, cuando el denso calor de la tarde se había transformado en el renovador fresco del anochecer.

Envidié su tranquilidad doméstica. Ansiaba llegar a casa, compartir un bocadillo de atún con Birdie y dormir. Deseaba que a Gabby no le sucediera nada, pero confiaba en que regresara a su casa en taxi. Temía enfrentarme a su histeria aunque me sentía aliviada al tener noticias de ella; temía por su seguridad y me molestaba tener que meterme en el Main. Una mala combinación.

Tomé Rene Lévesque hacia St. Laurent y seguí por la diestra para volver atrás en Chinatown. El barrio se cerraba a causa de la hora, y los últimos tenderos recogían sus cajas y expositores y los guardaban en el interior de los establecimientos.

El Main se extendía delante de mí en dirección norte desde Chinatown a lo largo del bulevar St. Laurent. El Main es un distrito repleto de tiendecitas, bistros y sencillos cafés, que cuenta con St. Laurent como principal arteria comercial. A partir de allí irradia en una red de callejuelas estrechas atestadas de casas angostas y de alquiler bajo. Aunque de temperamento francés, siempre ha sido un mosaico policultural, una zona en que coexisten las identidades étnicas e idiomáticas pero no se confunden, como los distintos olores que flotan de sus múltiples comercios y panaderías. Italianos, portugueses, griegos, polacos y chinos se agrupan en diferentes enclaves a lo largo de St. Laurent mientras asciende desde el puerto a la montaña.

El Main era en otros tiempos la principal estación de transbordo para los inmigrantes, los recién llegados atraídos por alojamientos económicos y la consoladora proximidad de sus compatriotas. Se instalaban allí para conocer las costumbres de Canadá; los grupos de inmigrantes se congregaban para soportar mejor su desorientación y para estimular su confianza frente a una cultura extraña. Algunos aprendían francés e inglés, prosperaban y se trasladaban; otros se quedaban, bien porque prefiriesen la seguridad de lo familiar o porque carecían de habilidad para salir adelante. En la actualidad, a aquel núcleo de conservadores y perdedores se ha incorporado un conjunto de marginados y depredadores, junto a una legión de seres impotentes, rechazados por la sociedad y de quienes se aprovechan de ellos. Los forasteros acuden al Main en busca de muchas cosas: oportunidades al por mayor, cenas económicas, drogas, alcohol y sexo. Acuden a comprar, a escandalizarse y a divertirse, pero no se quedan.

Ste. Catherine constituye el límite meridional del Main. Allí giré a la derecha y me detuve en la curva donde Gabby y yo habíamos estado hacía casi tres semanas. Era más temprano y las prostitutas comenzaban a dividirse el terreno. Los chulos aún no habían llegado.

Gabby debía de estar vigilando. Cuando miré por el retrovisor cruzaba corriendo la calle, con la cartera aferrada en el pecho. Aunque el terror no la impulsaba a plena velocidad, era evidente que lo sentía. Corría como los adultos que desde hace tiempo no practican el desencadenado galope de la infancia, con las largas piernas algo inclinadas, la cabeza agachada. El bolso que pendía del hombro seguía el ritmo de sus pasos forzados. Rodeó el vehículo, entró y se sentó con los ojos cerrados y jadeante. Era evidente que se esforzaba por conservar la compostura pues apretaba los puños con fuerza en un intento de contener su temblor. Nunca la había visto de aquel modo y me asusté. Gabby siempre se había sentido inclinada al dramatismo mientras se abría camino entre perpetuas crisis, tanto reales como imaginarias, pero hasta entonces nada la había alterado hasta tal punto.

Durante unos momentos me mantuve en silencio. Pese a que la noche era cálida sentí un escalofrío y mi respiración se volvió tenue y superficial. En la calle sonaban las bocinas, y una prostituta trataba de engatusar a alguien que pasaba en coche. Su voz resonaba por la noche veraniega como un avión de juguete, subiendo y bajando en bucles y espirales.

– ¡Vámonos! -Habló tan quedamente que apenas la oí. Déjà vu.

– ¿Querrás explicarme que sucede? -le pregunté.

Ella levantó la mano como si se protegiera de una regañina. Apoyó contra su pecho la temblorosa mano. Desde el otro lado del vehículo percibí su temor; su cuerpo estaba cálido y difundía olor a sándalo y a transpiración.

– Lo haré, lo haré. Aguarda un momento.

– ¡No me manipules, Gabby! -respondí con excesiva dureza.

– Lo siento. Salgamos de este infierno -dijo al tiempo que hundía la cabeza entre las manos.