El día era vivo y luminoso y el mundo se exhibía bajo un prisma activo. Los objetos y sus sombras destacaban con todos sus detalles; los colores de ladrillos, metales, maderas, pinturas, hierbas y flores proclamaban su vivacidad en sus diferentes situaciones del espectro. El cielo aparecía deslumbrante y sin la menor sombra de nubes y me recordaba los azules huevos de los petirrojos en las estampas de mi infancia, con la misma tonalidad escandalosa. Estaba segura de que san Juan lo habría aprobado.
El aire de la mañana era cálido y suave, en perfecta armonía con el aroma de las petunias que llenaban las macetas de las ventanas. La temperatura había ascendido de manera gradual pero persistente durante la semana pasada, y el nivel de cada día había superado a su predecesor. La previsión para la jornada era de treinta y dos grados Celsius que convertí rápidamente en ochenta y nueve Fahrenheit. Puesto que Montreal se levanta sobre una isla, el foso circundante del San Lorenzo le asegura una constante humedad. ¡Magnífico! Sería como en Carolina: un día cálido y húmedo. Como me he criado en el sur, lo adoro.
Compré Le Journal de Montreal. El «periódico número uno en francés de América» no era tan engorroso cuando se refería a la jornada festiva como el Gazette, de lengua inglesa. Cuando me hallaba a mitad de manzana de regreso a mi apartamento eché un vistazo a la primera plana. El titular estaba escrito en caracteres de ocho centímetros de color celeste: BONNE FÊTE QUEBEC!
Pensé en el desfile y en los conciertos que se celebrarían en el parque Maisonneuve, en el sudor y la cerveza que correrían y en la escisión política que dividía a la población de Quebec. Ante las elecciones que se celebrarían el próximo otoño, las pasiones se habían desatado y los que propugnaban la separación confiaban fervientemente en que aquél sería su año. Camisetas y pancartas anunciaban: L'an prochain mon pays! ¡El año siguiente mi patria! Esperaba que aquella fecha no se viese deslucida por la violencia.
Al llegar a casa me serví un café, preparé un cuenco de cereales y extendí el periódico sobre la mesa de la cocina. Soy una adicta a las noticias. Aunque puedo pasarme varios días sin un periódico y me conformo con una serie regular de dosis televisivas a las once, en breve tengo que contar con la palabra escrita. Cuando viajo, localizo en primer lugar la CNN antes de deshacer el equipaje. Lo hago así durante los ajetreados días laborables, distraída por las demandas de la enseñanza o profesionales, aliviada por las voces familiares de los programas familiares, sabiendo que me pondré al día al llegar el fin de semana.
No puedo beber, aborrezco el humo de los cigarrillos y pasaba un año escaso de sexo, por lo que las mañanas de los sábados me enfrascaba en orgías periodísticas, concediéndome largas horas para devorar las menores minucias. No se trata de que aparezcan novedades en las noticias: no es así y lo sé. Es como las bolas en una tolva de bingo. Los mismos acontecimientos suelen aparecer una y otra vez. Terremotos, golpes de estado, guerras comerciales, toma de rehenes. Mi impulso irrefrenable consiste en saber qué bolas han subido en determinada fecha.
Le Journal se presenta en un formato de historias breves y abundantes fotos. Aunque no fuese como The Christian Science Monitor, me conformaba con él. Birdie conocía la rutina y se retrepaba en la silla contigua. Nunca he sabido si porque lo atrae mi compañía o porque espera los restos de cereales. Arqueaba la espalda, se instalaba con sus cuatro patas pulcramente recogidas y fijaba sus redondos ojos en mí como si buscara respuesta a algún profundo misterio felino. Mientras leía, sentía sus ojos fijos en la mejilla.
Pasé a la página dos, entre un artículo sobre el caso de un sacerdote estrangulado y la cobertura informativa de la Copa Mundial de Fútbol.
Se descubre un cadáver mutilado
Ayer por la tarde, en su domicilio de la parte este de la ciudad, apareció el cadáver de una mujer de veinticuatro años brutalmente desfigurado. La víctima, identificada como Margaret Adkins, era ama de casa y madre de un niño de seis años. Se sabe que la señora Adkins estaba con vida a las diez de la mañana, en que habló por teléfono con su marido. A mediodía su hermana descubrió el cadáver, brutalmente golpeado y mutilado.
Según la policía del CUM no aparecían indicios de haberse forzado la entrada, y todavía se desconoce cómo consiguió el atacante acceder a la casa. El doctor Pierre LaManche realizó la autopsia en el Laboratorio de Medicina Legal y la doctora Temperanee Brennan, antropóloga forense norteamericana y experta en traumas del esqueleto, examina los huesos de la víctima para detectar posibles huellas de arma blanca…
La historia se prolongaba con un mosaico de especulaciones acerca de las últimas idas y venidas de la víctima, una sinopsis de su vida, una desgarradora descripción de las reacciones familiares y la promesa de que la policía se esforzaba todo lo posible por capturar al asesino.
El artículo estaba ilustrado por varias fotos que reflejaban el siniestro drama y su despliegue de personajes. En distintas tonalidades grisáceas aparecía el apartamento y su escalera, la policía, los encargados del depósito empujando la camilla con la bolsa precintada que contenía el cadáver. Un grupo de vecinos se alineaban en la acera, contenidos por la cinta que los aislaba del escenario del crimen, y su curiosidad había quedado estáticamente plasmada en las imágenes en blanco y negro. Entre las figuras del reportaje reconocí a Claudel con el brazo derecho levantado como el director de una banda musical de instituto. Un recuadro circular ofrecía un primer plano de Margaret Adkins, en una visión borrosa aunque más afortunada que el rostro que yo había visto en la mesa de autopsias.
Una segunda fotografía mostraba a una mujer mayor con cabellos teñidos de rubio y rizados y un pequeño con pantalones cortos y una camiseta de la Expo. Un hombre con barba y gafas de montura metálica pasaba los brazos por los hombros de ambos con aire protector. Los tres exhibían una expresión de asombro y dolor desde el papel, característica de quienes acaban de sufrir las consecuencias de un crimen violento y con la que yo había llegado a sentirme demasiado familiarizada. El pie de foto los identificaba como la madre, el hijo y el esposo de la víctima.
Ante mi consternación, a continuación aparecía yo en una foto tomada en 1992 en una exhumación que se conservaba en archivo y que solía utilizarse. Como de costumbre, me identificaban como «una antropóloga norteamericana».
– ¡Maldición!
Birdie agitó el rabo y me miró con aire reprobatorio. No me importaba. Mis propósitos de alejar de mi mente los asesinatos durante todo el fin de semana festivo habían sido efímeros. Tendría que haber imaginado que la noticia aparecería en el periódico aquel día. Apuré los restos fríos de mi café y marqué el número de Gabby sin recibir respuesta. Aunque podían caber mil explicaciones, también aquello me irritó.
Fui a mi habitación a vestirme para el Tai Chi. Las clases solían tener lugar los martes por la noche, pero, puesto que nadie trabajaba, habíamos decidido por unanimidad celebrar una sesión especial. Yo no estaba muy decidida a asistir, pero el artículo y la llamada telefónica sin respuesta me habían resuelto a ello. Pensaba que por lo menos durante una o dos horas se aclararía mi mente.
De nuevo comprobé que me había equivocado. Noventa minutos de «acariciar el pájaro», «agitar las manos como nubes» y «buscar una aguja en el fondo del mar» no contribuyeron en absoluto a hacerme sentir de vacaciones. Me hallaba tan distraída que realicé de modo desincronizado todos los ejercicios físicos y regresé a casa más irritada que antes.