Ya en el coche encendí la radio decidida a apacentar mis pensamientos como un pastor cuida de su ganado, fomentando los frívolos y desechando los macabros. Aún estaba decidida a salvar el fin de semana.
… fue asesinada hacia el mediodía de ayer. La señora Adkins estaba citada con su hermana, mas no se presentó. El cadáver fue descubierto en el 6327 de Desjardins. No han aparecido pruebas de allanamiento de morada, y la policía sospecha que acaso la víctima conociera a su agresor.
Aunque podía cambiar de emisora, dejé que aquella voz se infiltrara en mi mente y bullera en mi quemador interno haciendo emerger mis frustraciones y destruyendo cualquier posibilidad de un fin de semana dedicado al ocio.
… aún no se han dado a conocer los resultados de la autopsia. La policía registra la parte este de Montreal e interroga a todos cuantos conocían a la víctima. Este incidente se convierte en el vigesimosexto homicidio registrado este año en el CUM. La policía ruega a cualquiera que posea información relacionada con este caso que se ponga en contacto con la patrulla de homicidios, teléfono cinco cinco cinco veinte cincuenta y dos.
Sin haber tomado una decisión consciente, giré en redondo y me dirigí hacia el laboratorio. Veinte minutos después llegaba allí, decidida a conseguir algo aunque sin saber qué.
El edificio de la SQ estaba silencioso. El habitual estrépito se había acallado ante la deserción generaclass="underline" sólo quedaban algunos infelices. Los guardianes del vestíbulo me miraron recelosos, pero en silencio. Tal vez se debiera a la cola de caballo, a los leotardos o quizá al malhumor general reinante por verse obligados a trabajar en jornada festiva. No me importaba.
Los sectores del LML y el LSJ estaban completamente desiertos. Los laboratorios y despachos vacíos parecían hallarse en reposo y prepararse para después de aquel cálido y largo fin de semana. Mi despacho estaba como lo había dejado, con los bolígrafos y rotuladores aún desperdigados sobre la mesa. Mientras los recogía, miré alrededor de mí, hacia los informes inconclusos, las diapositivas no clasificadas y el proyecto que tenía en marcha sobre las suturas de los maxilares. Las huecas órbitas de los cráneos utilizados como referencia me contemplaban desde el vacío.
Aún no estaba segura de por qué me encontraba allí ni de lo que me proponía hacer. Me sentía tensa y baja de tono. De nuevo recordé a la doctora Lentz. Ella había conseguido que yo reconociera mi alcoholismo y que me enfrentase al creciente alejamiento de Pete, pero sus palabras habían arrancado despiadadamente las costras que cubrían mis emociones.
– ¿Por qué tiene que controlar siempre la situación, Tempe? -me decía-. ¿No puede confiar en nadie?
Tal vez tuviera razón. Quizá yo sólo tratara de evadirme de la culpabilidad que me atormentaba cuando no podía resolver un problema. Acaso únicamente tratara de eludir la inactividad y la sensación de incapacidad que la acompañaba. Me dije que la investigación del crimen no era en realidad responsabilidad mía, que tal misión incumbía a los detectives de homicidios y que mi trabajo consistía en ayudarlos facilitándoles un absoluto y fidedigno apoyo técnico. Me autoincrepé por encontrarme allí simplemente ante la falta de opciones. Aquello no funcionaba.
Cuando había recogido los bolígrafos y rotuladores por completo y reconocía la lógica de mis propios argumentos, aún no podía evitar la sensación de que necesitaba hacer algo. Aquel sentimiento me corroía como un conejo devora una zanahoria. No podía liberarme de la insistente impresión de que, en aquellos casos, se me escapaba algún elemento ínfimo aunque de suma importancia, de un modo que aún no comprendía. Necesitaba hacer algo.
Saqué un expediente del archivador donde conservaba los informes de los casos antiguos y otro del montón de los que estaban en marcha y los deposité junto al de Adkins. Tres expedientes amarillos. Tres mujeres arrebatadas de su círculo y asesinadas con la malignidad de un psicópata. Trottier, Gagnon, Adkins. Las víctimas vivían muy distantes entre sí y contaban con diferentes entornos, edades y características físicas. Sin embargo, no podía liberarme del convencimiento de que la desaparición de todas ellas era obra de un mismo asesino. Claudel tan sólo era capaz de percibir las diferencias; necesitaba descubrir un vínculo para convencerlo de lo contrario.
Arranqué una hoja de papel reglado y elaboré un tosco gráfico encabezando las columnas con las categorías que consideraba más importantes: edad, raza, color y longitud de cabellos, color de ojos, altura, peso, ropas que vestían la última vez que fueron vistas, estado civil, idioma, grupo étnico/religión, lugar/tipo residencia, lugar/tipo de empleo, causa, fecha y hora de la muerte, tratamiento posmórtem del cadáver y su localización.
Comencé con Chantale Trottier, pero comprendí rápidamente que mis archivos no contendrían toda la información que precisaba. Deseaba examinar todos los informes policiales y las fotos de los escenarios del crimen. Consulté mi reloj: eran las dos menos cuarto de la tarde. Puesto que el caso de Trottier había sido asignado a la SQ decidí bajar a la primera planta. Dudaba que hubiera mucha actividad en la sala de la brigada de homicidios, por lo que sería una ocasión oportuna para solicitar lo que deseaba.
No me equivocaba. La enorme sala estaba casi vacía, y sus hileras de escritorios de metal gris reglamentario se hallaban desocupados en su mayoría. Tres hombres se agrupaban en el otro extremo de la estancia. Dos de ellos ocupaban mesas próximas, uno frente a otro, entre montones de expedientes de archivo y bandejas rebosantes de documentación.
Un hombre alto y desgarbado, con las mejillas hundidas y cabellos de color ceniciento, estaba sentado con la silla inclinada hacia atrás, los pies sobre la mesa y los tobillos cruzados. Se llamaba Andrew Ryan. Hablaba el seco y duro francés de los anglófonos y acuchillaba el aire con un bolígrafo. Su chaqueta pendía del respaldo de la silla, y las mangas se agitaban al ritmo con que movía el bolígrafo. La escena me recordó a un bombero en el parque de servicio, relajado pero dispuesto a entrar en acción en cualquier momento.
El compañero de Ryan lo observaba desde su escritorio con la cabeza ladeada, como un canario que examinara un rostro fuera de su jaula. Era de escasa estatura y musculoso, aunque su cuerpo comenzaba a asumir los contornos propios de la mediana edad. Presentaba un perfecto bronceado artificial, sus espesos y negros cabellos tenían un corte moderno y se veía muy atildado. Parecía un futuro actor en unas pruebas de promoción. Pensé que incluso se había atusado el bigote de modo profesional. En una placa de madera que estaba sobre su escritorio se leía su nombre: Jean Bertrand.
El tercero, sentado en el borde de la mesa de Bertrand, seguía las bromas y examinaba las borlas de sus mocasines italianos. Al verlo, el alma se me cayó a los pies con el vertiginoso descenso de un ascensor.
Tras la conclusión de un chiste obsceno los hombres rieron simultáneamente, con las roncas carcajadas con que parecen disfrutar de las chanzas a costa de las mujeres. Claudel consultó su reloj.
«Te vuelves paranoica, Brennan -me dije-. Haz un esfuerzo por controlarte.» Me aclaré la garganta y me abrí camino por el laberinto de mesas. El trío guardó silencio y se volvió a mirarme. Al reconocerme, los detectives del SQ sonrieron y se levantaron. Claudel permaneció impasible, sin esforzarse en absoluto por disimular su desaprobación. Dobló y bajó los pies y siguió observando sus borlas, interrumpiéndose tan sólo para consultar su reloj.
– ¿Cómo está, doctora Brennan? -me saludó Ryan en inglés y tendiéndome la mano-. ¿Hace tiempo que no regresa a su país?