– Bastantes meses.
El hombre me estrechó la mano con fuerza.
– Pensaba preguntarle si se lleva allí un AK-47.
– No, las conservamos preferentemente para uso doméstico, ya montadas.
Estaba acostumbrada a sus bromas sobre violencia americana.
– ¿Y tienen lavabos dentro de las casas? -me preguntó Bertrand.
Solía centrar en el sur el tópico de sus conversaciones.
– En algunos hoteles importantes, sí -respondí.
De los tres, sólo Ryan parecía sentirse violento.
Andrew Ryan había sido un candidato insólito para la brigada de homicidios de la SQ. Nacido en Nova Scotia, era hijo único de padres irlandeses, ambos médicos, que habían ejercido en Londres y llegaron a Canadá hablando únicamente inglés. Esperaban que su hijo siguiera su misma profesión e, irritados por las restricciones que les imponía su monolingüismo, decidieron asegurarse de que dominara el francés.
Durante su penúltimo año en el instituto St. Francis Xavier, la situación comenzó a empeorar. Seducido por la vida peligrosa, Ryan entró en dificultades con el alcohol y las drogas. Por último pasaba poco tiempo en el campus y frecuentaba los siniestros antros de maleantes y drogadictos. Acabó siendo conocido por la policía local pues sus borracheras solían conducirlo al suelo de una celda, con la apoteosis de sus vómitos. Una noche tuvo que ser internado en el hospital St. Martha's, con la arteria carótida casi seccionada por la navaja de un camello.
Como un cristiano renacido, su conversión fue rápida y total. Atraído aún por los bajos fondos, se limitó a cambiar de bando. Estudió criminología y solicitó y obtuvo un empleo en la SQ, donde alcanzó el cargo de teniente.
Su experiencia callejera le fue muy útil. Aunque solía mostrarse cortés y se expresaba con amabilidad, tenía fama de tipo peleón, capaz de enfrentarse a los degenerados en su propio terreno y de utilizar todos sus trucos. Yo nunca había trabajado con éclass="underline" toda aquella información me había llegado a través de las habladurías de la brigada. Jamás había oído un comentario negativo sobre Andrew Ryan.
– ¿Qué hace hoy aquí? -se asombró. Señaló con un ademán hacia la ventana-. Debería estar por ahí y disfrutar de la fiesta.
Distinguí la cicatriz de su cuello, que se extendía hasta casi la nuca como una serpiente sinuosa.
– Supongo que mi vida social es pésima. Y no sé qué hacer cuando los comercios están cerrados.
Mientras lo decía apartaba el flequillo de mi frente. Recordé las ropas de gimnasia que vestía y me sentí algo intimidada ante su impecable atavío. Los tres parecían figurines de una revista masculina de moda.
Bertrand rodeó su escritorio y se acercó sonriente a saludarme con la mano tendida, que yo estreché. Claudel seguía sin mirarme. Me hacía menos falta que una alergia.
– Pensaba si podría echar una mirada a un expediente del año pasado. De una tal Chantale Trottier que fue asesinada en octubre del 93. El cadáver se encontró en Saint Jerome.
Bertrand chascó los dedos y me señaló.
– Sí, lo recuerdo: la chica del vertedero. Aún no hemos dado con el canalla que lo hizo.
Observé de reojo la mirada que Claudel dirigía a Ryan. Aunque el movimiento fue casi imperceptible, provocó mi curiosidad. Dudaba que él se encontrara allí de visita: estaba segura de que estaban hablando del crimen descubierto el día anterior. Me pregunté si comentarían el caso de Trottier o el de Gagnon.
– Desde luego -repuso Ryan sonriente pero impasible-. Lo que quiera. ¿Cree que se nos pasó algo por alto?
Sacó un paquete de cigarrillos y cogió uno que se puso en la boca. A continuación me ofreció otro, que rechacé con un movimiento de cabeza.
– No, no, nada de eso -contesté-. Trabajo en un par de casos que me han recordado el de Trottier. No estoy muy segura de lo que trato de encontrar, pero me gustaría volver a ver las fotos del escenario de los hechos y tal vez el informe del incidente.
– Sí, ya he tenido esa sensación -comentó al tiempo que echaba una bocanada de humo por la comisura de la boca.
Si sabía que todos mis casos competían asimismo a Claudel, no dio muestras de ello.
– A veces uno siente que debe seguir una corazonada. ¿Qué piensa que va a encontrar?
– Cree que por ahí anda un psicópata responsable de todos los crímenes cometidos desde Jack el Destripador -intervino Claudel. Se expresaba con aire indiferente, y advertí que volvía a examinar las borlas de sus zapatos. Apenas había movido los labios al hablar. Me parecía que no trataba de disimular su desdén. Le di la espalda e hice caso omiso de su presencia.
– ¡Vamos, Luc! -dijo Ryan sonriente-. ¡Tranquilo, nunca está de más echar otra mirada! Tampoco hemos fijado ningún límite de tiempo para cazar a ese gusano.
Claudel dio un resoplido, movió la cabeza despectivo y consultó de nuevo su reloj.
– ¿Qué ha descubierto? -prosiguió dirigiéndose a mí.
La puerta se abrió bruscamente sin darme tiempo a responder, y Michel Charbonneau irrumpió por el extremo de la sala. Corría hacia nosotros sorteando las mesas y agitaba un papel en la mano.
– ¡Lo tenemos! -exclamó-. ¡Tenemos a ese hijo de perra!
Estaba jadeante y acalorado.
– Poco a poco -dijo Claudel-. Veamos de qué se trata.
Se dirigía a Charbonneau igual que a un chico de recados, como si su impaciencia no mereciera el menor simulacro de cortesía.
Charbonneau le tendió el documento a Claudel con el entrecejo fruncido. Los tres hombres se agruparon e inclinaron las cabezas como un equipo que consultara un libro de instrucciones. Charbonneau seguía hablando.
– El imbécil utilizó la tarjeta bancaria de la víctima una hora después de habérsela cargado. Al parecer aún no se había divertido bastante, de modo que fue al cajero automático del dépanneur de la esquina a sacar unos billetes. Sólo que en aquel lugar no sueltan la pasta así como así y tienen una videocámara enfocada hacia la máquina dispensadora: identificación filmó la transacción y voilá, aquí está la instantánea de la Kodak.
Y señaló la fotocopia.
– Una belleza, ¿verdad? La he llevado allí esta mañana y, aunque el empleado nocturno reconoció el rostro, desconocía el nombre del tipo. Sugirió que hablásemos con el compañero que lo sustituye a las nueve. Al parecer se trata de un asiduo.
– ¡Mierda! -exclamó Bertrand.
Ryan miraba la foto en silencio, inclinado sobre su compañero más bajito.
– De modo que éste es el hijo de puta -dijo Claudel examinando la imagen que tenía en la mano-. Vamos por él.
– Me gustaría acompañarlos.
Habían olvidado mi presencia. Los cuatro se volvieron hacia mí, entre divertidos y curiosos acerca de lo que ocurriría a continuación.
– C'est impossible -replicó Claudel, el único que aún se expresaba en francés.
Apretó las mandíbulas y se quedó tenso, con expresión poco amable.
Estábamos enfrentados.
– Sargento Claudel -comencé asimismo en francés y escogiendo con sumo cuidado mis palabras-, creo advertir significantes similitudes en varias víctimas de homicidios cuyos cadáveres he examinado. De ser así, acaso un individuo, un psicópata como usted dice, se esconde tras todas estas muertes. Puedo tener razón o estar equivocada. ¿Desea realmente asumir la responsabilidad de desdeñar tal posibilidad y arriesgar las vidas de otras víctimas inocentes?
Me mostraba cortés pero inflexible. Tampoco yo pretendía ser afable.
– ¡Diablos, Luc, déjala venir! -exclamó Charbonneau-. Sólo vamos a hacer algunas entrevistas.
– ¡Vamos, este tipo caerá en nuestras manos aunque no permitas su intervención! -añadió Ryan.
Claudel no respondió. Sacó sus llaves, se metió la foto en el bolsillo y pasó por mi lado camino de la puerta.