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– ¡Vayamos al baile! -dijo Charbonneau.

Tuve la impresión de que se me presentaba otra jornada de horas extras.

Capítulo 9

Llegar a nuestro destino no fue fácil. Mientras Charbonneau se abría camino dificultosamente por De Maisonneuve yo, sentada en la parte posterior del vehículo, miraba por la ventanilla y trataba de no prestar atención a los sonidos estáticos que surgían de la radio. La tarde era sofocante. A medida que avanzábamos veía surgir el calor del pavimento en ondulantes oleadas.

Montreal se ornamentaba con fervor patriótico. La flor de lis surgía por doquier: pendiente de ventanas y balcones, estampada en camisetas, sombreros y pantalones cortos, pintada en los rostros y agitada en banderas y pancartas. Desde el centro de la ciudad hacia el este del Main, sudorosos juerguistas atestaban las calles y atascaban el tráfico como la placa en las arterias. Miles de personas pululaban por doquier, iban y venían en oleadas blanquiazules en las que los punks se mezclaban con madres de familia que empujaban sillitas de niños. Aunque al parecer sin orientación, se desplazaban por lo general hacia el norte, hacia Sherbrooke y el desfile. Los manifestantes y las carrozas habían salido de St. Urbain a las dos de la tarde y habían marchado hacia el este, a lo largo de Sherbrooke. En aquellos momentos se encontraban delante de nosotros.

Sobre el zumbido del aire acondicionado distinguía carcajadas y cánticos esporádicos. Ya se habían producido algunos altercados. Mientras aguardábamos a que cambiara la luz del semáforo de Amherst, un cretino empujó a su novia contra una pared. Sus cabellos tenían el color de los dientes sucios y los llevaba enmarañados en la parte superior y en melena por la espalda. Su piel, de un blanco gallináceo, se tornaba como la granadina. Arrancamos antes de que concluyera la escena, y me quedó en la mente la imagen del rostro sorprendido de la muchacha superpuesto a los senos de una mujer desnuda. Bizqueante y boquiabierta, estaba enmarcada por un poster que anunciaba la exposición de Tamara de Lempicka del museo de Bellas Artes. «Une femme libre», proclamaba. Una mujer libre. Otra ironía de la vida. Me inspiró cierta satisfacción saber que aquel zoquete no pasaría una buena noche, que incluso podría sufrir ampollas.

– Déjame ver esa foto un momento -pidió Charbonneau volviéndose hacia Claudel.

Claudel la sacó de su bolsillo y se la entregó. Charbonneau la examinó sin dejar de vigilar el tráfico.

– No debe de parecérsele mucho, ¿verdad? -comentó sin dirigirse a nadie en particular.

Y sin añadir palabra me la tendió a mí, que me encontraba a su espalda. Se trataba de una impresión en blanco y negro, una ampliación de una persona tomada desde lo alto y a su derecha. En ella aparecía una figura masculina borrosa que desviaba el rostro, concentrado en la función de insertar o extraer una tarjeta de un cajero automático.

Sus cabellos eran ralos y cortos por delante y se extendían sobre la frente en flequillo. La parte superior de la cabeza estaba casi pelada, con largos mechones que cruzaban de izquierda a derecha en un intento de disimular su calva. Pensé que me encontraba ante mi modelo preferido de varón. Tan atractivo como un bañador Speedo.

Tenía cejas pobladas y sus orejas se abrían hacia el exterior como los pétalos de un pensamiento. Su cutis era mortalmente pálido. Llevaba una camisa de tejido a cuadros y unos pantalones que parecían de trabajo. La pobre calidad del papel y el deficiente enfoque ensombrecían otros detalles. Tuve que convenir con Charbonneau en que no se distinguía bien, que podía tratarse de cualquiera. Le devolví la foto en silencio.

Los dépanneurs de Quebec son establecimientos que abren hasta muy tarde. Se encuentran en cualquier lugar capaz de albergar algunas estanterías y un refrigerador a cubierto. Están diseminados por la ciudad y sobreviven a base de facilitar comestibles, lácteos y bebidas alcohólicas esenciales. Salpican todos los barrios y forman una red capilar que abastece las necesidades del vecindario y de los visitantes de paso. En ellos puede conseguirse leche, cigarrillos, cerveza y vino corriente, y el resto de su inventario queda determinado por las preferencias de los clientes. No facilitan lujos ni aparcamiento. Su versión mejorada suele contar con un cajero automático. Nos dirigíamos a uno de ellos.

– ¿Vamos a la rue Berger? -preguntó Charbonneau a Claudel.

– Oui. Está en dirección sur desde Sainte Catherine. Sigue por René Lévesque hasta Sainte Dominique y luego gira hacia el norte. El camino es como un nido de serpientes.

Charbonneau giró a la izquierda y comenzó a internarse por el sur. En su impaciencia pisaba ora el acelerador o el freno, dando bandazos al Chevy como una noria. Puesto que comenzaba a marearme, centré mi atención en las boutiques, los pequeños restaurantes y los modernos edificios de piedra de la universidad de Quebec, que se alineaban en St. Denis.

– Sacre bleu!

– Ca… lice! -exclamó Charbonneau al verse bruscamente interceptado por una furgoneta familiar Toyota de color verde oscuro-. ¡Bastardo! -exclamó al tiempo que pisaba a fondo el freno y chocaba con el parachoques-. ¡Fijaos en ese chalado!

Claudel no le hizo caso, acostumbrado al parecer a la irregular conducción de su compañero. Yo eché de menos algún remedio contra el mareo, pero no hice comentario alguno.

Por fin llegamos a René Lévesque, giramos hacia el oeste y seguimos en dirección norte hasta Ste. Dominique. Retornamos por Ste. Catherine y de nuevo me encontré en el Main, a una manzana de distancia de las chicas de Gabby. Berger, un damero de callejuelas secundarias intercaladas entre St. Laurent y St. Denis, se encontraba enfrente.

Charbonneau dobló por la esquina y se instaló en la curva frente al dépanneur de Berger. Un letrero sórdido sobre la puerta prometía «bière et vin», cerveza y vino. Anuncios de Molson y Labatt, descoloridos por el sol, cubrían los escaparates, fijados con una cinta adhesiva amarillenta que se despegaba por su antigüedad. Hileras de moscas muertas se alineaban en el alféizar, y sus cadáveres se disponían en capas según el momento de su defunción. Unas barras metálicas protegían el cristal. Dos vejestorios se hallaban sentados ante la puerta en sillas de cocina.

– El tipo se llama Halevi -dijo Charbonneau tras consultar su bloc de notas-. Probablemente no tendrá mucho que decir.

– Como de costumbre. Aunque su memoria suele mejorar cuando se los apremia un poco -replicó Claudel tras cerrar la puerta del coche.

Los viejos nos miraron en silencio.

Al entrar sonó una serie de campanillas. En el interior hacía calor y olía a polvo, especias y cartones antiguos. Dos hileras de estanterías adosadas se extendían a lo largo del local y formaban un centro y dos pasillos laterales. Las polvorientas estanterías contenían un surtido de antiguas mercancías enlatadas y embaladas.

En el fondo, a la derecha, en un refrigerador horizontal se exponían recipientes de nueces, potajes de legumbres, judías secas y harina y, en un extremo, se amontonaba un conjunto de verduras marchitas. El arcón del refrigerador, un elemento de antiguas eras, ya no enfriaba.

En la pared izquierda unos armarios verticales mantenían frescas las cervezas y el vino. Al fondo, en una caja pequeña y abierta cubierta con plástico para conservar el frío, se guardaban la leche, las olivas y el queso. A su derecha, en el rincón, se encontraba el cajero automático. Salvo por aquel elemento, el local parecía no haber sido renovado desde que Alaska solicitó la incorporación en los Estados Unidos.

El mostrador estaba directamente a la izquierda de la puerta principal. El señor Halevi se hallaba sentado tras él y hablaba con animación por un teléfono móvil. Se pasaba continuamente la mano por la calva, en un ademán vestigio de su juventud, cuando tenía más cabello. Un letrero sobre la caja registradora decía: «SONRÍE. DIOS TE QUIERE.» Halevi no seguía su propio consejo. Estaba congestionado y evidentemente resentido. Yo permanecí atrás dispuesta a observar.