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– ¿Se trata de Jean Marc?

– No deberíamos tratar esto en la calle -le respondí mientras me preguntaba quién sería el tal Jean Marc.

La mujer vaciló unos momentos y desapareció. Al cabo de unos momentos oímos tintinear cerrojos, y cuando la puerta se abrió, apareció su inmensa mole cubierta con una bata casera de nailon de color amarillo; tenía las axilas y la cintura mojadas de sudor, y en los pliegues que le rodeaban el cuello advertí rastros de transpiración mezclada con suciedad. La mujer nos cedió el paso y luego se volvió, anduvo por un estrecho pasillo y desapareció por una puerta de la izquierda. La seguimos en fila india, Claudel al frente y yo detrás de todos. El pasillo olía a coles y a grasa añeja. La temperatura del interior alcanzaba por lo menos los treinta y cinco grados.

Su pequeño apartamento hedía a excrementos antiguos de gato y estaba abarrotado del mobiliario pesado y oscuro fabricado en masa durante los años veinte y treinta. Dudé que la estructura hubiera cambiado desde el original. Un carril de vinilo claro atravesaba en diagonal la alfombra del salón, imitación raída de un original persa. No se veía el menor espacio despejado.

La mujer avanzó pesadamente hasta una silla tapizada que estaba junto a la ventana y se desplomó en ella. La mesita metálica del televisor que estaba a su derecha se tambaleó y una lata de pepsi retembló asimismo. Se arrellanó y miró con nerviosismo por la ventana: me pregunté si esperaría a alguien o si simplemente odiaba ver interrumpida su vigilancia.

Le tendí la foto. La mujer la miró y sus ojos se achicaron como larvas, ocultándose tras sus carnosos párpados. A continuación levantó la mirada hacia nosotros y, aunque tarde, comprendió que se había colocado en situación de desventaja: de pie, contaba con la ventaja de su altura. Estiró el cuello y paseó sus ojillos de uno a otro de nosotros. Su talante pareció mudar de beligerante a prudente.

– ¿Cuál es su nombre? -comenzó Claudel.

– Marie Eve Rochon. ¿De qué se trata? ¿Está Jean Marc en dificultades?

– ¿Es usted la conserje?

– Cobro los alquileres para el casero -respondió.

Aunque no había mucho espacio, se removió en la silla, que protestó de manera audible.

– ¿Lo conoce? -prosiguió Claudel mostrándole la foto.

– Sí y no. Se aloja aquí, pero no lo conozco.

– ¿Dónde?

– En el número seis. Primera entrada, la habitación de la planta baja -contestó con un amplio ademán que agitó como un flan su carne flaccida y celulítica.

– ¿Cómo se llama?

La mujer pensó unos momentos jugando distraída con una punta del pañuelo. Una gota de sudor alcanzó su máximo volumen hidrostático, estalló y se deslizó por su rostro.

– Saint Jacques. Aunque no suelen dar sus verdaderos nombres.

Charbonneau tomaba notas.

– ¿Cuánto tiempo lleva él aquí?

– Tal vez un año, mucho para este lugar. La mayoría son vagabundos. Como es natural, apenas lo veo. Viene y se va. No le presto mucha atención.

Bajó la mirada y frunció los labios ante la evidente mentira.

– No hago preguntas -añadió.

– ¿Pide usted referencias?

Resopló suavemente y negó con la cabeza.

– ¿Recibe visitas su inquilino?

– Ya le he dicho que apenas lo veo.

Charbonneau guardó silencio unos momentos. Con sus tirones la mujer había desviado el pañuelo a la derecha, y las orejas estaban descentradas de su cabeza.

– Parece que siempre está solo -agregó.

Charbonneau miró a su alrededor.

– ¿Son como éste los otros apartamentos?

– El mío es el mayor. -Tensó las comisuras de la boca e irguió la barbilla de modo imperceptible. Aún entre la pobreza había lugar para el orgullo-. Los otros están destrozados. Algunos sólo son habitaciones con fogones y lavabos.

– ¿Se encuentra él aquí ahora?

La mujer se encogió de hombros. Charbonneau cerró su bloc de notas.

– Tenemos que hablar con él. Vamos.

– Moi? -se sorprendió la mujer.

– Acaso precisemos entrar en su apartamento.

La mujer se adelantó en la silla y se frotó las manos en los muslos. Tenía los ojos muy abiertos y dilatadas las aletas de la nariz.

– No puedo hacer eso: sería una violación de intimidad. Necesitan un mandamiento judicial o algo parecido.

Charbonneau la miró con fijeza sin responder. Claudel suspiró ruidosamente como si estuviera aburrido y defraudado. Vi deslizarse un reguero de agua condensada por la lata de pepsi que se unía a un charquito en su base. Nadie hablaba ni se movía.

– De acuerdo, de acuerdo, pero esto es cosa suya -dijo al cabo la mujer. Apoyando su peso en una y otra anca, se desplazó hacia adelante a sacudidas. La bata casera se fue subiendo cada vez más, dejando a la vista enormes fragmentos de carne marmórea. Cuando hubo conseguido conducir su centro de gravedad al borde de la silla, apoyó ambas manos en los brazos y se levantó.

La mujer se dirigió a un escritorio del otro lado de la sala y revolvió en un cajón. Al cabo de unos momentos extrajo un llavero cuya etiqueta comprobó y que entregó satisfecha a Charbonneau.

– Gracias, señora. Con mucho gusto comprobaremos que no existen irregularidades en su finca.

Cuando nos disponíamos a marchar no pudo reprimir su curiosidad.

– ¿Qué ha hecho ese tipo?

– Le devolveremos la llave cuando nos vayamos -repuso Claudel.

Al marcharnos, de nuevo sentimos su mirada clavada en nuestras espaldas.

El pasillo que se encontraba tras la puerta era idéntico al que acabábamos de dejar. Las puertas se abrían a derecha e izquierda y, en el fondo, una empinada escalera conducía a la primera planta. El número seis era el primero de la izquierda. El ambiente era sofocante y siniestramente silencioso.

Charbonneau se apostó a la izquierda y Claudel y yo a la derecha. Ambos llevaban las chaquetas desabrochadas y Claudel apoyaba la mano en la empuñadura de su automática. Llamó a la puerta sin obtener respuesta y golpeó por segunda vez con idéntico resultado.

Los dos detectives cruzaron una mirada, y Claudel hizo una señal de asentimiento. Apretaba las comisuras de la boca y su rostro aparecía más picudo que de costumbre. Charbonneau introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta. Aguardamos, tensos, mientras las motas de polvo volvían a depositarse en su lugar. No distinguimos sonido alguno.

– ¿Saint Jacques?

Silencio.

– ¿Monsieur Saint Jacques?

Idéntica respuesta.

Charbonneau alzó la palma ante mí. Aguardé mientras entraban los detectives y luego los seguí con el corazón latiéndome con fuerza.

La habitación estaba escasamente amueblada. En la esquina de la izquierda, una cortina de plástico de color rosado pendía de anillas oxidadas en un soporte semicircular para delimitar un improvisado baño. Bajo la cortina distinguí la base de una cómoda y una serie de tuberías que probablemente conducían a un fregadero. Las tuberías estaban muy oxidadas y recubiertas por una densa masa verdosa. A la izquierda de la cortina, en el muro posterior, se había incorporado un mostrador con cubierta de formica que contenía un fogón, varios vasos de plástico y una colección desparejada de platos y cacerolas.

Frente a la cortina, una cama deshecha se extendía a lo largo de la pared izquierda. A la derecha había una mesa que constaba de un gran panel de contrachapado apoyado sobre dos caballetes, que lucían un distintivo que acreditaba su pertenencia al municipio de Montreal, y cuya superficie estaba atestada de libros y papeles. La pared superior se hallaba cubierta de mapas, fotos y artículos periodísticos, formando un mosaico de recortes y pegotes que se extendían a lo largo de la mesa. Junto a ésta había una silla plegable metálica. La única ventana de la habitación daba a la derecha de la puerta principal, con un felpudo idéntico al de la señora Rochon. Dos bombillas pendían desde el techo.