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– Bonito lugar -comentó Charbonneau.

– Sí, muy hermoso. Tanto como las herpes y el peluquín de Burt Reynolds.

Claudel se acercó a la zona de aseo, sacó un bolígrafo del bolsillo y lo utilizó para apartar la cortina.

– El ministerio de Defensa tal vez desee tomar huellas. Este material debe contar con potencial para la guerra biológica.

Dejó caer la cortina y fue hacia la mesa.

– Ese cabrón no está aquí -dijo Charbonneau, alzando el borde de la manta que cubría la cama con la puntera del zapato.

Yo inspeccionaba los objetos de cocina que estaban sobre el mostrador de formica. Dos vasos de cerveza de la Expo, una cacerola mellada con restos incrustados de algo parecido a espaguetis, un pedazo de queso semimordido y coagulado en su propia substancia en un bol azul de loza, una taza de un Burger King y varios paquetes de celofán con galletas saladas.

Al inclinarme sobre el fogón sentí el impacto del calor persistente que me heló la sangre en las venas. Me volví rápidamente hacia Charbonneau.

– ¡Está aquí! -exclamé.

El sonido de mi voz coincidió con el instante en que se abría bruscamente una puerta en el ángulo derecho de la habitación. La puerta golpeó a Claudel, le hizo perder el equilibrio y comprimió su brazo y hombro derechos contra la pared. Una figura cruzó por la habitación con el cuerpo inclinado y se precipitó hacia la entrada. Distinguí su respiración jadeante.

Por un momento, en su vertiginoso paso por la sala, el fugitivo alzó la cabeza y sus negros ojos se cruzaron con los míos bajo el ala de una gorra de color anaranjado. En aquel fugaz instante reconocí la mirada de un animal acorralado. Nada más. Luego desapareció.

Claudel recuperó el equilibrio, amartilló su arma y se lanzó tras él, seguido inmediatamente de Charbonneau. Sin pensarlo, me uní a la persecución.

Capítulo 11

Cuando salí al exterior me cegó la luz del sol. Entorné los ojos y miré calle arriba tratando de localizar a Charbonneau y Claudel. El desfile había concluido y una multitud vagaba sin rumbo Sherbrooke abajo. Distinguí a Claudel, que se abría camino entre el gentío, con el rostro congestionado y contraído. Charbonneau lo seguía de cerca y, con el brazo en alto, exhibía su insignia, utilizándola como escudo para que le cedieran el paso.

La riada humana se abrió, sin comprender que sucedía algo insólito. Una corpulenta rubia se apoyaba en los hombros de su novio, la cabeza hacia atrás y los brazos en alto, agitando una botella de cerveza Molson hacia el cielo. Un borracho, que lucía la bandera de Quebec como la capa de Superman y estaba subido a una farola, animaba a la multitud cantando «Quebec pour les Quebecois!». Advertí que el coro era más estridente que antes.

Giré hacia el solar vacío, me subí a un bloque de cemento y me puse de puntillas para escudriñar el gentío. Si se trataba realmente de Saint Jacques, no se veía por ninguna parte. Tenía la ventaja de conocer el terreno y la había utilizado para poner la mayor distancia posible entre él y nosotros.

Advertí que un miembro de la brigada de apoyo concluía de hablar por el microteléfono y se incorporaba a la persecución. Había pedido refuerzos por radio, pero dudé que su coche pudiera infiltrarse entre la multitud. Su compañero y él se abrían paso a codazos en dirección a Berger y Ste. Catherine, siguiendo muy de cerca a Claudel y Charbonneau.

De pronto distinguí la gorra de béisbol naranja. Iba delante de Charbonneau, que, incapaz de descubrirla entre aquella masa humana, había girado al este en Ste. Catherine. Saint Jacques se dirigía hacia la parte oeste; pero, tan rápidamente como lo había detectado, desapareció de mi vista. Agité los brazos para atraer la atención, mas fue inútil. Había perdido de vista a Claudel y tampoco los patrulleros podían verme.

Impulsivamente salté del bloque y me metí entre el gentío. Los cuerpos que me rodeaban difundían olor a sudor, a lociones bronceadoras y a cerveza rancia. Agaché la cabeza y, olvidando mi habitual cortesía, me abrí paso con rudeza en busca de Saint Jacques. No tenía ninguna insignia que excusara mi brusquedad, por lo que empujaba a la gente y la apartaba evitando mirarla. La mayoría aceptaban los empellones con buen humor; otros se detenían para insultarme a mis espaldas. Muchos eran muy específicos sexualmente.

Traté de distinguir la gorra de Saint Jacques entre los cientos de cabezas que me rodeaban, pero me fue imposible. Emprendí una carrera hacia el punto donde lo había detectado introduciéndome entre los transeúntes como un rompehielos en el San Lorenzo.

No acabó de funcionar. Me hallaba próxima a Ste. Catherine, cuando alguien me asió violentamente por detrás. Una mano del tamaño de una raqueta de tenis Prince me agarró por la garganta y tiró con fuerza de mi cola de caballo. La barbilla se me disparó hacia arriba y sentí, o creí sentir, un chasquido en la nuca al tiempo que me impulsaban hacia atrás y me aplastaban contra el pecho de un gigantesco obrero de la construcción. Sentí su calor y el olor de su transpiración empapando mi espalda y cabellos. Un rostro se acercó a mi oreja y me envolvió en un agrio olor a vino, humo de cigarrillos y patatas fritas rancias.

– ¡Eh, tía!, ¿por qué diablos empujas?

No podía responder dada mi posición. Ello pareció enfurecerlo más y, soltándome los cabellos y el cuello, me puso las manos en la espalda y me propinó un violento empellón que me envió contra una mujer con pantalones cortos y calzada con zapatos de altísimos tacones que se echó a gritar. La gente que nos rodeaba se apartó ligeramente. Yo eché los brazos hacia adelante en un intento de recuperar el equilibrio, pero era demasiado tarde y caí al suelo golpeándome fuertemente en la rodilla de alguien.

Al chocar contra la acera resbalé y me arañé la mejilla y la frente. Me cubrí la cabeza con las manos instintivamente mientras el pulso latía en mis oídos. Sentí que la gravilla se me clavaba en la mejilla derecha y comprendí que me había arrancado la piel. Cuando intentaba levantarme del suelo con ayuda de las manos una bota me aplastó los dedos. Tan sólo vislumbraba piernas, rodillas y pies pues la multitud daba un rodeo para evitarme, al parecer sin reparar en mí hasta que tropezaban con mi cuerpo.

Rodé de costado y traté de nuevo de levantarme apoyándome en manos y rodillas, pero los inintencionados golpes de pies y piernas me lo impedían. Nadie se detenía para protegerme ni auxiliarme.

De pronto percibí una voz enojada y advertí que la multitud retrocedía ligeramente. Alrededor de mí se despejó un pequeño espacio y ante mi rostro apareció una mano cuyos dedos me hacían señas con impaciencia. Me así a ella y me incorporé para volver a encontrarme entre la luz del sol y el oxígeno.

La mano pertenecía a Claudel, que con su otro brazo mantenía a raya a la multitud mientras yo me ponía en pie con dificultades. Vi moverse sus labios pero no logré comprender lo que decía. Como de costumbre, parecía enojado; sin embargo, nunca me había parecido mejor su aspecto. Concluyó sus palabras e hizo una pausa para examinarme; advirtió el rasguño en mi rodilla derecha y las abrasiones de los codos, y por último inspeccionó mi mejilla, arañada y sangrante, y el ojo semicerrado por causa de la hinchazón.

Soltándome la mano, sacó un pañuelo de su bolsillo y me lo tendió al tiempo que me señalaba el rostro. Lo tomé con dedos temblorosos y me enjugué la sangre y la gravilla; volví a doblarlo por una superficie limpia y lo apreté contra mi mejilla.

– ¡No se aparte de mí! -gritó Claudel muy cerca de mi oído.

Respondí con una señal de asentimiento.

Se abrió camino hacia la parte oeste de Berger, donde la multitud era menos densa. Yo lo seguí con piernas temblorosas. A continuación se volvió en dirección al coche. Apresuré mis pasos y lo cogí del brazo. El hombre se detuvo y me miró con expresión inquisitiva. Agité la cabeza enérgicamente y él enarcó las cejas formando una pronunciada uve, que me recordó a Stan Laurel.