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– ¡Está por allí! -grité señalando en dirección opuesta-. ¡Lo he visto!

Un hombre muy atildado pasó rozándome. Comía un cucurucho de helado que, al derretirse, había ido dejando un reguero rojo en su vientre, como si fueran gotas de sangre.

Claudel frunció el entrecejo.

– ¡Ahora mismo irá al coche! -me dijo.

– ¡Lo he visto en Sainte Catherine! -repetí, pensando que quizá no me había oído-. ¡Por Les Foufounes Électriques, en dirección a Saint Laurent!

Mi voz sonaba histérica hasta en mis propios oídos.

Había atraído su atención. Vaciló un segundo mientras valoraba los daños causados en mi mejilla y mis extremidades.

– ¿Está bien?

– Sí.

– ¿Podrá llegar hasta el coche?

– ¡Sí! ¡Aguarde! -exclamé cuando se disponía a irse.

Pasé trabajosamente las piernas sobre un cable oxidado que se levantaba a la altura de la rodilla por el perímetro del solar, me dirigí hasta otro bloque de cemento y me subí en él para escudriñar el mar de cabezas en busca de la gorra de béisbol de color anaranjado. Pero fue inútil. Claudel me observaba con impaciencia mientras yo inspeccionaba a la multitud, y desviaba los ojos de mí hasta el cruce una y otra vez de tal modo que recordaba al perro de un trineo que aguardara el disparo de salida.

Por fin negué con la cabeza y levanté las manos impotente.

– Bien. Seguiré buscando -dijo él.

Bordeó el solar vacío y volvió a abrirse paso a codazos en la dirección que le había indicado. El gentío era más denso que nunca en Ste. Catherine, y al cabo de unos momentos su cabeza desapareció entre aquel océano como si éste lo hubiera absorbido, al igual que un ejército de anticuerpos que persiguieran y rodearan a una proteína extraña. Hacía un momento era un ente individual; al instante, un punto minúsculo e indefinido entre la masa.

Me esforcé por localizarlo pero, por mucho que lo intenté, tampoco logré distinguir a Charbonneau ni a Saint Jacques. Más allá de St. Urbain un coche patrulla intentaba introducirse entre la multitud haciendo destellar sus luces rojiazules, pero los juerguistas hacían caso omiso de ellas, así como de su insistente sirena pidiendo paso. En una ocasión distinguí un destello de color anaranjado, pero resultó ser una tigresa con frac y zapatillas de lona de tacón alto. Al cabo de unos momentos la vi más de cerca con la cabeza de su disfraz y tomando un refresco.

El sol caldeaba el ambiente, me dolía mucho la cabeza y sentía formarse una dura costra en la mejilla herida. Seguí escudriñando con insistencia el horizonte, buscando entre la multitud. Me negaba a desistir hasta que Charbonneau y Claudel regresaran. Pero sabía que era una farsa: St. Jean y el día habían sido propicios a nuestra presa, que había logrado escapar.

Una hora más tarde nos reuníamos junto al coche. Los detectives se habían despojado de chaquetas y corbatas y las habían tirado en el asiento posterior. Tenían el rostro cubierto de sudor y las axilas y la espalda empapadas. Charbonneau estaba congestionado como una tarta de frambuesas y el cabello se le levantaba de punta sobre la frente como un Schnauzer mal esquilado. En cuanto a mí, la camiseta me pendía laciamente del cuerpo y parecía que acabase de sacar los leotardos de la lavadora. Nuestra respiración se había regularizado y todos habíamos proferido muchas palabrotas.

– Merde! -exclamó Claudel.

Era una alternativa aceptable.

Charbonneau se asomó al interior del vehículo y sacó un paquete de Players del bolsillo de su chaqueta. Se apoyó sobre un guardabarros, encendió el cigarrillo y echó el humo por la comisura de la boca.

– Ese canalla se ha escabullido entre el gentío como una cucaracha.

– Conoce el terreno y eso lo favorece -dije, resistiéndome a explorar los daños sufridos en la mejilla.

El hombre fumó unos momentos en silencio.

– ¿Cree que es el mismo tipo del cajero automático?

– ¡No lo sé, diablos! -repliqué-. No conseguí verle el rostro.

Claudel dio un resoplido, sacó un pañuelo de su bolsillo y se enjugó el sudor de la nuca.

Yo fijé en él mi ojo bueno.

– ¿Ha podido identificarlo? -le pregunté.

Nuevo resoplido.

Ante su gesto despectivo se evaporaron mis propósitos de reservarme mis comentarios.

– Me trata como si fuese lerda, señor Claudel, y esto comienza a irritarme.

El hombre me dedicó otra de sus sonrisas despectivas.

– ¿Cómo se siente el rostro? -se interesó.

– ¡Como un melocotón! -repliqué rechinando los dientes-. ¡A mi edad una abrasión cutánea es un regalo!

– La próxima vez que decida emprender una persecución con alboroto callejero no espere que yo la recoja.

– ¡La próxima vez controle mejor una situación de arresto y no tendré que hacerlo yo!

La sangre me latía en las sienes, y apretaba con tanta fuerza los puños que se me formaban pequeños semicírculos en las palmas.

– ¡Bien, basta ya de esta historia! -intervino Charbonneau dibujando un amplio arco en el aire con su cigarrillo-. ¡Vamos a registrar el apartamento!

Se volvió a los patrulleros que aguardaban en silencio y les dijo:

– Llamad a investigación.

– Ahora mismo -repuso el más alto dirigiéndose al coche. Los demás seguimos a Charbonneau en silencio hasta el edificio de ladrillo rojo y volvimos a entrar en el pasillo. El patrullero restante aguardó afuera.

En nuestra ausencia alguien había cerrado la puerta exterior, pero la que conducía al número seis aún seguía abierta. Entramos en la habitación y nos separamos como la vez anterior, cual personajes que siguieran instrucciones de bloqueo en un escenario.

Yo fui a la parte posterior. El fogón ya estaba frío y los restos de espaguetis no habían mejorado en aquel rato. Una mosca revoloteaba sobre el extremo de la cazuela y me recordaba otros restos más espeluznantes que pudiera haber dejado el ocupante. Nada más había cambiado.

Fui hacia la puerta de la derecha. Pequeños fragmentos de yeso sembraban el suelo, resultado del enorme golpe propinado por el pomo de la puerta contra la pared. La puerta estaba entreabierta y por ella se veía una escalera de madera que descendía a una planta inferior. Bajé un peldaño hasta un pequeño descansillo, di un giro de noventa grados a la derecha y me sumergí en la oscuridad. En el descansillo se alineaban latas metálicas en contacto con la pared. Ganchos oxidados sobresalían de la madera al nivel de los ojos. Distinguí un interruptor eléctrico a la izquierda, en el muro, al que faltaba la placa y cuyos cables se enroscaban entre sí como gusanos en una caja de cebos.

Charbonneau se reunió conmigo y cerró la puerta con su bolígrafo. Le señalé el interruptor y lo utilizó de nuevo para pulsarlo, con lo que se encendió una bombilla en algún punto debajo de nosotros que proyectó un tenue resplandor en los últimos peldaños. Escuchamos en la penumbra sin percibir sonido alguno. Claudel vino tras nosotros.

Charbonneau llegó hasta el descansillo, se detuvo y descendió lentamente seguido de mí, que sentía crujir quedamente cada peldaño bajo mis pies. Me temblaban las castigadas piernas como si acabase de correr un maratón, pero resistí a la tentación de tocar las paredes. El pasillo era angosto y tan sólo distinguía los hombros de Charbonneau que me precedía.

Al llegar al final el ambiente era húmedo y olía a moho. Sentía la mejilla como lava derretida y aquella sensación fría fue muy aliviadora. Miré en torno. Era el clásico sótano, aproximadamente de la mitad de tamaño que el edificio. La pared posterior estaba construida con ladrillos toscos, sin pulir, y debía de haber sido añadida posteriormente para dividir una zona mayor. Adelante y hacia la derecha se encontraba una tina metálica y contra ella se arrimaba un banco de trabajo alargado, de madera, de la que se desprendía la pintura rosa. Debajo había un montón de cepillos de limpieza con las cerdas amarillentas y cubiertas de telarañas. Una manga negra de jardín pulcramente enroscada pendía de la pared.