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– Es la gente con quien conviven -dije-. Fíjense en Adkins: marido, hijo.

– Sí, junto a Gagnon aparece «Hn» y «No»: hermano y novio -confirmó Charbonneau.

– ¡Vaya cerdo! -intervino Claudel-. ¿Y qué significará «Do»?

Se refería a la última columna. Saint Jacques había añadido aquellas letras detrás de algunos nombres; otros aparecían sin ellas.

No conocíamos la respuesta.

Charbonneau pasó la primera página y leímos en silencio la siguiente serie de anotaciones. La página estaba dividida por la mitad y se hallaba consignado un nombre en lo alto y otro hacia el centro. Debajo de cada uno había nuevas columnas. La de la izquierda estaba encabezada con: «Fecha», en las dos siguientes constaba «Dentro» y «Fuera» respectivamente. Los espacios vacíos estaban rellenos de fechas y horas.

– ¡Por Cristo! ¡Las acechaba continuamente! Las escogía y rastreaba como una presa -estalló Charbonneau.

Claudel no hizo comentario alguno.

– Este hijo de perra cazaba mujeres -repitió Charbonneau como si al repetir la frase resultase más convincente. O menos.

– Debe de tratarse de un proyecto de investigación -dije con voz queda-. Y aún no lo ha abandonado.

– ¿Qué quiere decir? -inquirió Claudel.

– Adkins y Gagnon están muertas: las fechas son recientes. ¿Quiénes son las otras?

– ¡Mierda!

– ¿Dónde diablos estarán los de investigación? -exclamó Claudel.

Y desapareció por el pasillo, desde donde le oí lanzar invectivas contra los patrulleros.

Volví a concentrarme en la pared, intentando apartar la lista de mi mente. Tenía mucho calor, estaba agotada y dolorida y no me satisfacía comprender que probablemente no me había equivocado y que a partir de aquel momento trabajaríamos juntos. Que incluso Claudel lo comprendería.

Miré el mapa en busca de algo que distrajera mi atención. Era de gran tamaño y mostraba con colorido detalle la isla, el río y el revoltijo de comunidades que comprendían el CUM y las zonas circundantes. Los municipios en color rosa estaban entrecruzados por callejuelas blancas y unidos por carreteras principales en rojo y grandes autopistas en azul y, punteados en verde, se veían los parques, los campos de golf y los cementerios; los organismos oficiales aparecían en color anaranjado, los centros comerciales en lavanda, y las zonas industriales en gris.

Encontré el centro de la ciudad y me aproximé para tratar de localizar mi callejuela. No tenía más que una manzana y, mientras la buscaba, comencé a comprender por qué a los taxis les resultaba tan difícil encontrarme. Me prometí ser más paciente en el futuro. O, por lo menos, más específica. Encontré Sherbrooke y la seguí hasta Guy, pero descubrí que había ido demasiado lejos. Entonces recibí el tercer impacto de la tarde. Señalaba con el dedo Atwater, junto al polígono anaranjado que establecía la demarcación del Gran Seminario, cuando atrajo mi atención un pequeño símbolo dibujado con bolígrafo en el ángulo sudoeste, un círculo en el que aparecía una equis y que se encontraba próximo al lugar donde se había descubierto el cadáver de Isabelle Gagnon. Entre los fuertes latidos de mi corazón, me desvié hacia la parte este y traté de localizar el estadio olímpico.

– ¡Fíjese en esto, monsieur Charbonneau! -dije con voz tensa y agitada.

El hombre se acercó.

– ¿Dónde está el estadio?

Lo señaló con el bolígrafo y me miró.

– ¿Dónde se encuentra el apartamento de Margaret Adkins?

Vaciló un instante, se aproximó y se dispuso a señalar una calle que se dirigía hacia el sur desde el parque Maisonneuve. Pero se quedó con el bolígrafo en el aire cuando ambos distinguimos la diminuta señaclass="underline" de nuevo se veía una equis dentro de un círculo dibujado con un bolígrafo.

– ¿Dónde vivía Chantale Trottier?

– En Sainte Anne de Bellevue. Demasiado lejos.

Los dos inspeccionamos el mapa.

– Busquemos sistemáticamente, sector por sector -sugerí-. Yo comenzaré por la esquina superior de la izquierda hacia abajo y usted por la parte derecha inferior y hacia arriba.

Encontró él primero la tercera equis. La marca aparecía en la playa sur, cerca de St. Lambert. Él no tenía noticias de que se hubieran cometido homicidios en aquel distrito ni tampoco Claudel. Buscamos durante otros diez minutos pero no encontramos más equis.

Emprendíamos una segunda búsqueda cuando la furgoneta del equipo de investigación aparcó en la puerta.

– ¿Dónde diablos estabais? -preguntó Claudel cuando los hombres entraron en la habitación con sus maletines metálicos.

– Conducir por aquí es como meterse en Woodstock, pero con menos barro -dijo Pierre Gilbert.

Su redondo rostro, rodeado por una barba rizada, y sus cabellos aún más rizados me recordaban a un dios romano, aunque nunca lograba recordar a cuál.

– ¿Qué tenemos aquí? -inquirió.

– ¿Recuerdas a la muchacha asesinada en Desjardins? El gusano que le robó su tarjeta de crédito vive en este agujero -contestó Claudel-. Posiblemente.

Hizo un ademán que abarcó la habitación.

– Habrá dejado mucho de él en todo esto -añadió.

– Bien, no perderemos detalle -repuso Gilbert con una sonrisa. El cabello se le pegaba en círculos a su frente mojada-. Vamos a buscar las huellas.

– También hay un sótano.

– Oui. -Salvo por la inflexión, primero en descenso y luego en ascenso, parecía más un interrogante que una afirmación-. ¿Por qué no comenzáis por abajo, Claudel? Llevaos el mostrador allí, Marcie.

Marcie se trasladó al fondo de la habitación, sacó un envase de su maletín y comenzó a extender con un cepillo en la mesa de formica el negro polvo que contenía. Los restantes técnicos se marcharon al sótano. Pierre, con guantes de goma, se dedicó a recoger montones de periódicos de la mesa y a meterlos en una gran bolsa de plástico. Fue entonces cuando recibí la impresión más fuerte de toda la jornada.

– Qu'est-ce que c'est? -preguntó.

Levantaba un pequeño recuadro que se encontraba en el centro del montón y que examinó largamente.

– C'est toi?

Me sorprendí al ver que me miraba.

Sin decir palabra me acerqué a observar lo que tenía en la mano. Me sobresaltó encontrarme ante mi propia imagen con téjanos, camiseta y gafas de aviador Bausch and Lomb. El hombre sostenía en su enguantada mano la foto que había aparecido aquella mañana en Le Journal.

Por segunda vez aquel día descubrí mi imagen tomada en una exhumación hacía dos años. La foto había sido minuciosamente recortada, con igual precisión que las que se encontraban en la pared. Sólo se diferenciaba en un aspecto: mi imagen estaba rodeada varias veces por un círculo en bolígrafo y tenía marcado en el pecho una gran equis.

Capítulo 12

Durante el fin de semana pasé mucho tiempo durmiendo. El sábado por la mañana traté de levantarme, pero mis esfuerzos fueron efímeros. Me temblaban las piernas y, si volvía la cabeza, largos tentáculos de dolor se extendían por mi nuca y se me aferraban a la base del cráneo. Mi rostro tenía una especie de corteza como crema quemada y mi ojo derecho estaba morado, al igual que una ciruela podrida. Fue un fin de semana de sopas, aspirinas y antisépticos. Me pasé los días dormitando en el sofá y poniéndome al día con las aventuras de O. J. Simpson. Por las noches, a las nueve ya dormía.

Hacia el lunes el martillo neumático ya había dejado de golpearme el interior del cráneo. Andaba con rigidez y podía volver algo la cabeza. Me levanté temprano, me duché y a las ocho y media estaba en el despacho.

En mi escritorio aguardaban tres recados. Prescindí de ellos, marqué el número de Gabby y me respondió su contestador. Me preparé una taza de café instantáneo y examiné los mensajes telefónicos recibidos. Uno procedía de un detective de Verdun, otro era de Andrew Ryan, y el tercero, de un periodista. Tiré el último y dejé los otros junto al teléfono. Charbonneau y Claudel no me habían llamado ni tampoco Gabby.