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– ¿En qué está pensando? -me preguntó.

Cogí una caja de alfileres con cabezas redondeadas de vivos colores de una repisa que estaba bajo el mapa, escogí una roja y la situé en la esquina suroeste del Gran Seminario.

– Gagnon -dije.

La siguiente la coloqué bajo el estadio olímpico.

– Adkins.

La tercera estuvo destinada a la esquina superior izquierda junto a una amplia extensión del río conocida como el lago de Deux Montagnes.

– Trottier.

La isla de Montreal tiene forma de pie cuyo tobillo desciende del noroeste, el talón se dirige hacia el sur y los dedos al noroeste. Dos alfileres señalaban el pie, exactamente sobre la suela, uno se encontraba en el centro de la ciudad, otro estaba al este, a mitad de camino de los dedos. El tercero se hallaba en el tobillo, en el extremo oeste más alejado de la isla: no se veía ninguna pauta aparente.

– Saint Jacques marcó estas dos -dije señalando uno de los alfileres del centro y luego el del extremo este.

Escudriñé la playa sur siguiendo el puente Victoria al otro lado de St. Lambert y luego bajando hacia el sur. Al encontrar los nombres de las calles que había visto el viernes, cogí un cuarto alfiler y lo clavé en el extremo más alejado del río, exactamente bajo el arco del pie. La dispersión aún tenía menos sentido. Ryan me miró inquisitivo.

– Ésta era su tercera equis.

– ¿Qué hay ahí?

– ¿Qué le parece? -pregunté.

– ¡Qué diablos sé! Quizá su perro muerto. -Consultó su reloj-. Bien, entonces tenemos…

– ¿No cree que valdría la pena investigarlo?

Me miró unos instantes en silencio. Tenía los ojos azul neón: me sorprendió ligeramente no haber reparado antes en ello. Negó con la cabeza.

– No me parece necesario. No basta. Hasta ahora su idea de un asesino en serie tiene más túneles que el Trans Canadá. Rellénelos. Consígame algo más o que Claudel curse una solicitud para que investigue la SQ. Hasta el momento no es asunto nuestro.

Bertrand lo señaló a él, luego a su reloj y por fin apuntó a la puerta con el pulgar. Ryan miró a su compañero, asintió y luego fijó de nuevo sus ojos en mí.

No dije nada. Examiné su rostro en busca de una señal de estímulo. Si existía, no pude encontrarla.

– Tengo que marcharme. Deje el expediente en mi escritorio cuando haya acabado.

– De acuerdo.

– Y… hum… Arriba la moral.

– ¿Cómo?

– Sé lo que encontró allí. Ese sinvergüenza acaso sea peor que un saco de basura. -Sacó una tarjeta del bolsillo y escribió algo en ella-. Puede localizarme en este número en cualquier momento. Llámeme si necesita ayuda.

Al cabo de diez minutos estaba sentada en mi despacho, frustrada y nerviosa. Trataba de concentrarme en otras cosas con escaso éxito. Cada vez que sonaba un teléfono en algún despacho a lo largo del pasillo miraba el mío de modo instintivo deseando que fuese Claudel o Charbonneau. A las diez y cuarto llamé de nuevo.

– Un momento, por favor -dijo una voz. A continuación añadió-: Aquí Claudel.

– Soy la doctora Brennan -respondí.

El silencio que siguió me sumió en un abismo.

– Oui.

– ¿Ha recibido mis mensajes?

– Oui.

Comprendí que sería tan amable como un contrabandista en una inspección de Hacienda.

– Me preguntaba qué han encontrado sobre Saint Jacques.

Profirió un resoplido.

– Sobre Saint Jacques. Sí.

Aunque sentía deseos de arrancarle la lengua a través de la línea, decidí que la situación requería tacto, regla número uno en el trato y manejo de detectives orgullosos.

– ¿Cree que es su verdadero nombre?

– De ser así, yo soy Margaret Thatcher.

– Bien, ¿en qué situación nos encontramos?

Se produjo otra pausa y me pareció verlo levantar el rostro hacia el techo mientras pensaba en el mejor modo de liberarse de mí.

– Le diré dónde estamos: en ningún lugar. No hemos conseguido nada en absoluto: ni armas goteando sangre, ni películas domésticas, ni notas incoherentes inculpatorias, ni miembros humanos conservados como recuerdo. Nada.

– ¿Huellas?

– Ninguna válida.

– ¿Efectos personales?

– El tipo tiene aficiones entre graves y austeras. No existían toques decorativos, efectos personales, ropas… ¡Ah, sí! Una sudadera, un viejo guante de caucho y una manta sucia. Eso es todo.

– ¿Por qué un guante?

– Tal vez le preocupaban sus uñas.

– ¿Con qué cuentan pues?

– Ya lo vio. Su colección de fotos pornográficas, el mapa, los periódicos, los recortes y la lista. ¡Ah, y algunos espaguetis franco-americanos!

– ¿Nada más?

– Nada.

– ¿Artículos de tocador o de botiquín?

– Nada.

Medité sobre ello unos momentos.

– Parece como si en realidad no viviera allí.

– Si vive allí, es el tipo más guarro que he conocido. No se cepilla los dientes ni se afeita. No había jabón, champú ni hilo dental.

Reflexioné sobre ello.

– ¿Cómo lo interpreta usted?

– Podría ser que ese chiflado utilizara el lugar como escondrijo para sus verdaderos crímenes y aficiones pornográficas. Tal vez a su madre no le agrade su afición artística. Quizá no lo deje follar en casa. ¿Cómo voy a saberlo?

– ¿Y qué hay de la lista?

– Estamos comprobando los nombres y direcciones.

– ¿Alguna en Saint Lambert?

Otra pausa.

– No.

– ¿Alguna información adicional sobre cómo pudo hacerse con la tarjeta de Margaret Adkins?

En esta ocasión la pausa fue más prolongada, la hostilidad más palpable.

– ¿Por qué no se atiene a sus obligaciones y deja que nosotros persigamos a los asesinos, doctora Brennan?

– ¿Lo es él? -no pude resistirme a preguntarle.

– ¿Qué?

– Un asesino.

De pronto me encontré con el zumbido de la línea telefónica.

Pasé el resto de la mañana calculando la edad, sexo y altura de un individuo a partir de un solo cubito. El hueso había sido encontrado por unos niños que excavaban en un fuerte cerca de Pointeaux Trembles, y probablemente procedía de un antiguo cementerio.

A las doce y cuarto subí a buscar una coca cola light. Me la llevé al despacho, cerré la puerta y saqué mi bocadillo y un melocotón. Sentada frente al río dejé divagar mis pensamientos. Pero fue inúticlass="underline" como un misil Patriot todos apuntaban hacia Claudel.

El hombre aún rechazaba la idea del asesino en serie. ¿Tendría razón? ¿Serían las similitudes meras coincidencias? ¿Estaría yo elaborando asociaciones inexistentes? ¿Sentiría tan sólo Saint Jacques un interés morboso por la violencia? Desde luego. Los productores cinematográficos y las editoriales se hacen millonarias con ese mismo tema. Tal vez no fuese él mismo el asesino, quizá sólo localizara los crímenes en el mapa o se entregara a una especie de juego de seguimiento. Acaso había encontrado la tarjeta de crédito de Margaret Adkins o se la había robado antes de que ella muriese y ella no había llegado a echarla de menos. Quizá… Quizá… Quizá…

No. Aquello no concordaba. Si no había sido Saint Jacques, habría algún responsable de varias de aquellas muertes. Por lo menos algunas de ellas estaban relacionadas. No deseaba esperar a que apareciese otro cadáver descuartizado para demostrar que tenía razón.

¿Cuánto me costaría convencer a Claudel de que yo no era una nena de imaginación hiperactiva? Él se resentía de mi intromisión en su territorio, pensaba que me excedía en mis atribuciones. Por ello me había dicho que me atuviese a mis obligaciones. ¿Y qué había dicho Ryan? Que rellenase los túneles. Pero no bastaba. Debía encontrar alguna prueba más firme de que existía una conexión.