Proyecté el rayo delante de mí, crucé la calle y, al llegar a la esquina, me encontré en un estrecho tramo de hierba. No me había equivocado. Una verja de hierro oxidado de unos dos metros de alto discurría por el borde de la finca y en su extremo más alejado árboles y matorrales formaban una densa maraña, una especie de selva que se interrumpía bruscamente, como controlada por la férrea barrera. Proyecté la luz hacia adelante tratando de escrutar entre los árboles, pero no logré distinguir hasta qué extremo se extendían ni lo que había tras ellos.
Mientras seguía la línea de la verja, las ramas salientes se inclinaban y levantaban a impulsos del viento y sus sombras bailaban en el pequeño y amarillo círculo de mi linterna. Las gotas de lluvia azotaban las hojas sobre mi cabeza y algunas se filtraban y me salpicaban en el rostro. El aguacero no se haría esperar. El descenso de la temperatura o el entorno hostil me hacían estremecer. Probablemente ambos. Me maldije por haber cogido el insecticida en lugar de una chaqueta.
Había avanzado tres cuartas partes de camino por la manzana cuando me encontré ante un brusco desnivel del terreno. A la luz de la linterna comprobé que se trataba de una especie de camino de entrada de servicio que conducía hacia un claro entre los árboles. En la verja, sendas puertas estaban sujetas por una cadena y un candado a juego. Aquel acceso no parecía haber sido usado recientemente. Las malas hierbas crecían entre la gravilla que cubría el camino y el límite de la basura que discurría a lo largo de la verja no estaba interrumpido en la entrada. Proyecté la luz hacia el acceso, pero apenas penetró entre la oscuridad: era como usar una cerilla para iluminar el firmamento.
Tardé una eternidad en avanzar otros cincuenta metros para llegar al final de la manzana. Al llegar a la esquina miré en torno. La calle que había seguido concluía en sendos desvíos a derecha e izquierda. Agucé la vista entre las sombras hasta el extremo más alejado del cruce, asimismo oscuro y solitario.
Distinguí una extensión asfaltada que discurría a lo largo de la manzana, rodeada por una cadena a modo de verja, y supuse que en otros tiempos debía de haber sido la zona de aparcamiento de alguna fábrica o almacén. El deteriorado complejo se hallaba iluminado por una sola bombilla que pendía de un improvisado arco en un poste telefónico. La bombilla estaba protegida por una pantalla metálica y difundía su iluminación unos seis metros. Por la desierta calzada se extendían los escombros y de vez en cuando se distinguía la silueta de una pequeña chabola o cobertizo de almacenaje.
Me detuve unos momentos a escuchar. Percibí el bramido del viento, las gotas de lluvia, un trueno distante y los latidos de mi corazón. La luz que cruzaba el camino aclaraba lo suficiente la oscuridad para permitirme distinguir mis temblorosas manos.
«¡Basta! -me dije a mí misma-. Sin esfuerzo nada se consigue.»
– Hum… ¡Bien dicho! -exclamé en voz alta.
Mi voz sonaba rara, sofocada, como si la noche absorbiera mis palabras antes de que llegasen a mis oídos.
Regresé a la verja. En el extremo de la manzana, describía un brusco giro a la izquierda, en sentido paralelo a la calle que acababa de alcanzar. Seguí su curso. A unos tres metros de distancia los postes metálicos concluían en un muro de piedra. Retrocedí y enfoqué la luz hacia allí. La pared era grisácea, de unos dos metros y medio de altura, y estaba coronada por un resalte de piedras que sobresalían quince centímetros lateralmente desde la fachada. Entre la oscuridad tan sólo distinguí que discurría a lo largo de la calle con un acceso hacia la mitad de la manzana que parecía constituir el frente de la propiedad.
Seguí a lo largo de la pared y advertí la presencia de papeles empapados, cristales rotos y contenedores de aluminio que se habían amontonado en su base. Sorteé una variedad de objetos que no me preocupé en identificar.
A los cincuenta metros la pared daba paso de nuevo a una reja metálica oxidada con una nueva verja, asegurada como la que se encontraba en el acceso lateral. Aproximé la linterna para inspeccionar la cadena y el candado y observé que los eslabones metálicos brillaban: aquella cadena parecía nueva.
Me guardé la linterna en el cinturón y tiré con fuerza de ella, pero resistió. Insistí con idéntico resultado. Retrocedí, recuperé la luz y paseé lentamente el foco arriba y abajo de las barras.
En aquel momento algo se aferró a mi pierna. Al sentirlo asido al tobillo dejé caer la linterna. Mentalmente creí ver unos ojos enrojecidos y dientes amarillos; tanteé con la mano y me encontré con una bolsa de plástico.
– ¡Mierda! -exclamé.
Mientras la desenredaba de mi pierna advertí que tenía la boca seca y las manos más temblorosas que antes. «¡He sido asaltada y maltratada por una bolsa de plástico!», me dije con sorna.
Solté la bolsa, que se alejó azotada por el viento, y la oí crujir mientras buscaba mi linterna a tientas en el suelo. Pero cuando la encontré se negó a funcionar. Al principio, nada; la golpeé contra la palma de mi mano, y la bombilla destelló pero luego se apagó. Nuevo golpecito y el foco persistió, aunque tembloroso e inseguro. Abrigué pocas esperanzas en un prolongado uso.
Vacilé un instante entre la oscuridad mientras consideraba qué hacer seguidamente. ¿Deseaba con sinceridad seguir adelante? En nombre de Dios, ¿qué me proponía conseguir? El mejor plan consistía en regresar a casa, darme un baño caliente y acostarme.
Cerré los ojos y traté de concentrarme en el sonido, esforzándome por filtrar cualquier rastro de presencia humana entre el estrépito de los elementos. Más tarde, en las múltiples ocasiones en que representaría aquella escena en mi mente, me preguntaría si no se me habría escapado algo. El crujido de neumáticos en la grava. El chirrido de una bisagra. El zumbido del motor de un coche. Tal vez yo estuviera algo desconcertada, tal vez contribuyera a ello la tormenta que se fraguaba, el caso es que no advertí nada.
Aspiré a fondo, erguí los hombros y traté de distinguir entre las sombras, más allá de la pared. En una ocasión, en Egipto, cuando me encontraba en una tumba del Valle de los Reyes, falló la luz. Recuerdo haber permanecido en aquel reducido espacio sumergida no sólo en la oscuridad sino en una absoluta ausencia de luz. Me había sentido como si el mundo se hubiera apagado. Mientras trataba de captar algo en el vacío que se encontraba tras la valla, recobré aquella sensación. ¿Qué contenía secretos más tenebrosos? ¿La tumba del faraón o la oscuridad reinante tras aquel muro? «La equis señalaba algo: algo que está ahí adentro. ¡Adelante!»
Retrocedí hasta la esquina y seguí junto a la verja hasta la entrada lateral. ¿Cómo abrir el candado? Cuando pasaba la luz por las barras metálicas en busca de una respuesta, un relámpago iluminó la escena como el flash de una cámara fotográfica. Percibí el ozono del aire y sentí un hormigueo en el cuero cabelludo y en las manos. Entre la breve explosión de luz distinguí un letrero a la derecha de las puertas. Cuando lo examiné a la luz de la linterna descubrí que se trataba de una pequeña placa metálica que colgaba de los barrotes. Aunque oxidada y ennegrecida, su mensaje era claro: Entrée interdite. Prohibida la entrada. Acerqué la luz y traté de descifrar las palabras impresas debajo. Se trataba de algo acerca de Montreaclass="underline" algo parecido a «Archiduque». ¿Archiduque de Montreal? No creí que existiera ninguno.
Observé un diminuto círculo que aparecía bajo el escrito. Retiré suavemente un poco de óxido con la uña y comenzó a aparecer un emblema similar a un blasón o escudo de armas que me resultaba vagamente familiar.