De repente comprendí: allí decía Archidiócesis, Archidiócesis de Montreal. ¡Naturalmente! Se trataba de una propiedad eclesiástica, probablemente de un convento o monasterio abandonados de los que Quebec estaba atestado.
«Bien, Brennan, eres católica y, por consiguiente, en una propiedad eclesiástica te hallas protegida. A salvo de todo peligro.» ¿De dónde procedían aquellos clichés? Surgían con oleadas de adrenalina y se alternaban con estremecimientos de temor.
Metí la linterna en los pantalones, cogí la cadena con la mano diestra y así un oxidado fragmento de metal con la izquierda. Me disponía a tirar con fuerza pero no ofreció resistencia alguna. Eslabón tras eslabón la cadena se deslizó entre los barrotes y se enroscó en mi muñeca como una serpiente en una rama. Solté la verja y tiré de la cadena con las dos manos, pero no se desprendió por completo sino que se detuvo cuando el candado se atascó entre los barrotes. Lo contemplé incrédula: se había enganchado en el último eslabón pero los dientes estaban abiertos.
Desenganché el candado, pasé el resto de la cadena entre las barras y me quedé observándolos. El viento se había calmado durante mis manipulaciones, y reinaba un inquietante silencio que me hería los oídos.
Colgué la cadena en la puerta derecha y atraje la izquierda hacia mí. Los goznes chirriaron en el vacío dejado por el viento. Ningún otro sonido quebraba el silencio; ni ranas ni grillos ni el distante silbido de algún tren. Era como si el universo contuviera el aliento en espera de la próxima descarga de la tormenta.
La verja se movió dificultosamente, pasé por ella y la cerré a mis espaldas. Seguí el camino acompañada por el suave crujido de mis zapatillas sobre la grava mientras paseaba la luz desde la carretera a la densa arboleda de ambos lados. A unos diez metros me detuve y dirigí el foco hacia arriba. Las ramas, amenazadoramente inmóviles, se entrelazaban formando un arco sobre mi cabeza.
Allí estaba la iglesia y la aguja del campanario. ¡Magnífico! ¡Volvía a la infancia! Vibraba por causa de la tensión y rebosaba de energías como para repintar el Pentágono. Me dije que no debía divagar. Tenía que pensar en Claudel. ¡No, más concretamente en Gagnon, Trottier y Adkins!
Giré a mi derecha y paseé la luz hasta donde me fue posible, deteniéndome brevemente en cada árbol de los que bordeaban el camino en interminable hilera. Al repetir la maniobra a la izquierda me pareció distinguir un pequeño claro a unos diez metros.
Avancé en esa dirección sin desviar el foco de aquel punto. Lo que parecía un hueco, en realidad no lo era. La fila de árboles no se interrumpía, pero el lugar en cierto modo parecía distinto, alterado. Entonces descubrí lo que había atraído mi atención. No se trataba de los árboles sino de la maleza. La vegetación era allí escasa y desigual, y los matorrales se veían enclenques comparados con los más próximos. Como un claro que hubiera vuelto a crecer parcialmente.
Pensé que eran matas más jóvenes, más recientes. Proyecté la luz en todas direcciones. La reducida vegetación parecía extenderse en una franja estrecha, como un riachuelo que serpenteara entre los árboles o un sendero. Apreté con fuerza la linterna y seguí su recorrido. Al dar los primeros pasos estalló la tormenta.
La firme llovizna se convirtió en un repentino torrente, y los árboles se agitaron convulsivos como poseídos por todos los diablos. Los relámpagos se recortaban en el cielo y los truenos les respondían una y otra vez cual criaturas demoníacas que se persiguieran. Restallido luminoso: ¿dónde estás? Resonancia acústica: aquí. El viento había regresado con plena furia y empujaba la lluvia en diagonal.
El agua empapaba mis ropas, me aplastaba los cabellos en la cabeza, chorreaba por mi rostro, empañaba mi visión y revivía el escozor de la herida de mi mejilla. Me recogí los cabellos tras las orejas y me pasé la mano por los ojos. Con una punta de la camisa protegí la linterna para que el agua no se calase en su interior.
Seguí el sendero con los hombros encorvados, sin reparar en cuanto se hallaba más allá del palmo de diámetro iluminado por el foco amarillo que se proyectaba ante mí y que yo paseaba a uno y otro lado del camino a fin de explorar el bosque a ambos lados, como un perro sostenido por una correa que marchara husmeando e inspeccionando el terreno.
Lo descubrí a metro y medio aproximadamente. Al recordarlo comprendo que se produjo una repentina sinapsis, que en una milésima de segundo mi cerebro conectó la aportación visual del momento con una experiencia recientemente almacenada del pasado. En cierto nivel de conciencia comprendí lo que veía antes de que mi mente consciente elaborase la imagen.
A medida que me acercaba y el foco se centraba en mi hallazgo entre la oscuridad del entorno, volvió a mi mente el recuerdo y un amargo sabor me inundó la boca desde el estómago.
Bajo el fluctuante rayo de luz distinguí una bolsa de basura de plástico que asomaba entre la tierra y las hojas, con los extremos retorcidos y atados entre sí. El nudo surgía del suelo como un león marino que se asomase a respirar.
Observé que la lluvia descargaba sobre ella y la tierra circundante. El agua ametrallaba los bordes del superficial escondrijo, convertía la tierra en barro y lenta, pero persistentemente, exponía el agujero. Sentí que me temblaban las rodillas a medida que aquel bulto aparecía a la vista.
El resplandor de un relámpago me arrancó de mi abstracción. Corrí hacia la bolsa y me incliné a examinarla. Volví a guardar la linterna en los pantalones, la así por la atadura y tiré de ella, pero aún estaba demasiado hundida para ceder. Traté de deshacer el nudo, mas mis dedos mojados resbalaban por el húmedo plástico y no cedía. Me acerqué a olfatear por la abertura: tan sólo se percibía olor a barro y a plástico.
Practiqué un pequeño agujero en la bolsa con la uña y olí de nuevo. Aunque débil, el olor era inconfundible: el dulzón y fétido hedor a carne corrompida y huesos podridos. Debatiéndome entre huir o descargar mi furia, percibí el sonido de una rama al quebrarse y distinguí unos movimientos tras de mí. Cuando trataba de echarme a un lado, un relámpago descargó dentro de mi cabeza y me sumergió en aquella tumba faraónica.
Capítulo 15
No había tenido tal sensación de resaca desde hacía mucho tiempo: como de costumbre estaba demasiado mareada para recordar gran cosa. Al moverme, arponazos de dolor se dispararon en mi cerebro y me obligaron a inmovilizarme. Sabía que si abría los ojos vomitaría. El estómago también se me revolvía con sólo imaginar el movimiento, pero aun así tenía que levantarme. Y, por encima de todo, estaba helada. Tenía el cuerpo contraído por un helor que se me había infiltrado en lo más profundo. Comencé a temblar de modo incontrolado y pensé que necesitaba otra manta.
Me incorporé con los ojos fuertemente cerrados. El dolor de cabeza era tan espantoso que devolví una pequeña cantidad de bilis. Incliné la cabeza hacia las rodillas y aguardé a que remitieran las náuseas. Sin poder abrir aún los ojos escupí la bilis en mi mano izquierda y busqué el edredón con la diestra.
Entre convulsiones y escalofríos comenzaba a comprender que no me encontraba en mi cama. Al tantear encontré ramas y hojas. Aquello me obligó a abrir los ojos pese al dolor que sentía.
Estaba sentada en un bosque con las ropas mojadas y cubierta de barro. La zona que me rodeaba se hallaba sembrada de hojas y ramitas, y en el aire se percibía el denso olor a tierra y a las cosas que se convertirían en ella. Sobre mi cabeza distinguí una celosía de ramas cuyos dedos negros y sutiles se entrelazaban contra un cielo de terciopelo negro. Tras ellas, un millón de estrellas titilaban entre una frondosa cortina de hojas.
Entonces surgió el recuerdo: la tormenta, las verjas, el sendero. ¿Pero cómo había ido a parar allí? Aquél no era el despertar de una resaca, sólo una parodia de ella.