Cerré la puerta, abracé el volante con las manos y apoyé la cabeza en los brazos. Sentía la necesidad de dormir, de huir de mis circunstancias y alejarme de ellas. Comprendí que tenía que luchar contra aquel impulso. Alguien podía encontrarse por allí, observándome y decidiendo qué medidas adoptar.
Paseé la mirada a uno y otro lado y me recordé que cometería otro error si permanecía en aquel lugar un instante más.
Examiné mentalmente al azar. De nuevo apareció George Burns que me dijo: «Siempre me interesa el futuro. Me propongo pasar allí el resto de mi vida.»
Me incorporé bruscamente y dejé caer las manos en el regazo. Un agudo dolor contribuyó a despejarme la mente. No devolví: hacía progresos.
– Si vas a tener un futuro, será mejor que te largues de aquí, Brennan.
Mi voz sonó densa en el reducido espacio, pero también contribuyó a orientarme en la realidad del momento. Puse el coche en marcha y los dígitos del reloj del salpicadero me transmitieron su mensaje verde: eran las dos y cuarto de la mañana. ¿Cuándo me había puesto en marcha?
Todavía temblorosa, di la calefacción, aunque no estaba muy segura de su utilidad. Los escalofríos que sentía sólo en parte se debían al viento y al fresco nocturno: en mi alma persistía un frío más profundo que no reaccionaría con una calefacción mecánica. Arranqué sin mirar atrás.
Me enjaboné los senos rodeándolos una y otra vez, deseosa de que la perfumada espuma despejase mi mente de los acontecimientos nocturnos. Alcé el rostro hacia el chorro que caía sobre mi cabeza y discurría por mi cuerpo. El agua no tardaría en enfriarse, pues llevaba veinte minutos en la ducha tratando de expulsar el frío y silenciar las voces que zumbaban en mi cabeza.
El calor, el vapor y el aroma a jazmín deberían haberme relajado, liberado mis tensiones musculares y eliminado mis dolores, pero no fue así. En todo momento estuve pendiente de percibir algún sonido procedente de fuera, pues esperaba el timbrazo del teléfono. Temerosa de perderme la llamada de Ryan había llevado el aparato portátil al baño.
Al llegar a casa, incluso antes de quitarme las ropas mojadas, había telefoneado inmediatamente a la comisaría. La telefonista se había mostrado escéptica, reacia a molestar a un detective a medianoche. Se negó rotundamente a darme el teléfono particular de Ryan, y yo me había dejado su tarjeta en el trabajo. En medio del salón, entre escalofríos y con la cabeza aún retumbando y el estómago disponiéndose para otro ataque, no me había sentido con ánimos para discutir; pero mis palabras, así como mi tono, la convencieron. Al día siguiente me disculparía.
Aquello había sucedido hacía una hora. Me palpé la nuca. El chichón seguía allí. Bajo mis cabellos mojados lo notaba como un huevo duro, dolorido al contacto. Antes de meterme bajo la ducha había revisado las instrucciones recibidas para tales ocasiones. Comprobé mis pupilas, giré la cabeza con fuerza a derecha e izquierda y me pellizqué manos y pies para comprobar su sensibilidad. Todo parecía encontrarse en su sitio y funcionar a la perfección. Si había sufrido una conmoción, había sido leve.
Cerré el agua y salí de la ducha. El teléfono seguía donde lo había dejado, mudo e indiferente.
¿Dónde estaría aquel hombre? ¡Diablos!
Me sequé, me puse mi viejo albornoz y me envolví los cabellos con una toalla. Comprobé el contestador para asegurarme de que no se habían recibido llamadas. No se veía ninguna luz roja. ¡Maldición! Recogí el teléfono portátil y lo conecté para verificar su funcionamiento. Me respondió el tono del dial. Era evidente que no estaba averiado. Me sentía muy agitada.
Me tendí en el sofá y coloqué el teléfono en la mesita de té. Sin duda que él llamaría pronto, así que no era cuestión de irse a la cama. Cerré los ojos y me propuse descansar unos momentos antes de prepararme algo para comer. Pero el frío, la tensión, el cansancio y el porrazo recibido en la cabeza se confundieron en una oleada de agotamiento que me inundó y aplastó sumergiéndome en profundo aunque agitado sueño. No fue como dormirse sino igual que perder el sentido.
Me encontraba ante una verja observando a alguien que cavaba con una enorme pala. Cada vez que la herramienta surgía de la tierra, rebosaba de ratas. Miré al suelo y vi que había ratas por doquier. Tenía que apartarlas a patadas de mis pies. La persona que manejaba la pala aparecía borrosa, pero al volverse descubrí que se trataba de Pete. Me señaló y me dijo algo, mas no llegué a comprender sus palabras. Entonces se puso a gritar y a hacerme señas para que me acercase formando un círculo con la boca, un círculo negro que crecía por momentos absorbiendo su rostro y convirtiéndolo en la espantosa máscara de un payaso.
Las ratas corrían por mis pies. Una de ellas arrastraba la cabeza de Isabelle Gagnon, hundía los dientes en sus cabellos y tiraba de ella por las hierbas.
Quise huir, pero las piernas no me respondían. Me había hundido en la tierra y estaba sobre una tumba. La tierra resbalaba alrededor de mí. Charbonneau y Claudel me miraban desde lo alto. Yo trataba de hablar, pero no lograba articular palabra. Deseaba que me sacaran de allí y les tendía las manos implorante, pero ellos no me hacían caso.
Se les acercó otro hombre vestido con largas ropas y extraño sombrero que me miró y me preguntó si había sido confirmada. No pude responderle. Me dijo que me hallaba en una propiedad eclesiástica y que tenía que marcharme. Añadió que sólo quienes trabajaban para la iglesia podían entrar en el recinto. El viento agitaba su sotana y me preocupaba que se le cayera el sombrero en la tumba. El hombre trató de sujetarse las ropas con una mano y marcar un teléfono móvil con la otra. El aparato comenzó a sonar sin que él le hiciera caso. El timbre sonaba ininterrumpidamente.
Lo mismo sucedía con el teléfono de mi mesita de té, al que por fin diferencié del que llamaba en mis sueños. Tras enormes esfuerzos logré despertarme y descolgar el auricular.
– ¿Sí? -dije, aún atontada.
– ¿Brennan?
Era un anglófono de voz brusca y familiar. Me esforcé por aclararme la cabeza.
– Sí -repetí mientras trataba de consultar mi reloj. Pero no lo llevaba.
– Aquí Ryan. Espero que se trate de algo serio.
– ¿Qué hora es?
No tenía idea de si había dormido cinco minutos o cinco horas. Me hacía vieja.
– Las cuatro y cuarto.
– Aguarde un segundo.
Dejé el teléfono y fui al cuarto de baño para lavarme la cara mientras cantaba un estribillo de «The Drunken Sailor» y daba saltitos. Reajusté mi turbante y regresé con Ryan. No quería aumentar su malestar haciéndolo esperar, pero sobre todo tampoco quería parecer atontada ni confusa. Consideré más conveniente tomarme unos momentos para despabilarme.
– De acuerdo. Ya estoy aquí. Lo siento.
– ¿Cantaba alguien?
– Hum. Esta noche he ido a Saint Lambert -comencé.
Deseaba contarle bastantes cosas, pero no quería entrar en detalles a aquellas horas.
– Encontré el lugar donde Saint Jacques puso su equis. Es una especie de finca eclesiástica abandonada.
– ¿Me ha llamado para decirme eso a las cuatro de la mañana?
– He encontrado un cadáver. Estaba muy descompuesto; probablemente sea ya un esqueleto a juzgar por el olor. Necesitamos ir allí en seguida antes de que alguien lo encuentre o los perros del vecindario organicen un banquete sacro.
Me tomé un respiro y aguardé.
– ¿Se ha vuelto loca de remate?
No supe si se refería a lo que había encontrado o lo decía porque había ido allí sola. Puesto que probablemente no se equivocaba en lo último, opté por lo primero.
– Reconozco un cadáver cuando lo tengo delante.
Tras un largo silencio el hombre inquirió:
– ¿Enterrado o en la superficie?
– Enterrado, pero a escasa profundidad. Lo poco que vi estaba expuesto y la lluvia empeoraba la situación.