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A las once y cuarto el turno de la noche dominaba por completo. Las calles estaban atestadas, y los bares y bistrós de alquiler bajo, abarrotados de público. Fui hacia Ste. Catherine y me detuve en la esquina, con La Belle Province a mis espaldas. Parecía un buen lugar donde comenzar. Al entrar, pasé junto a la cabina telefónica desde donde Gabby me había llamado presa del pánico.

El restaurante olía a desinfectante, grasa y cebollas refritas. Era demasiado tarde para cenar y demasiado temprano para la sesión de bebida posterior, de modo que sólo estaban ocupadas cuatro mesas.

Una pareja con idénticas chaquetas indias se miraban sombríos sobre sus cuencos de chili semiconsumidos. Sus erizados cabellos eran de idéntica negrura, como si se hubieran repartido el coste del tinte, y llevaban suficiente cuero tachonado para abrir una combinación de casetas de perros y equipos de motocicletas.

Una mujer con los brazos como lápices y cabellos ahuecados de color platino fumaba y tomaba café en una mesa del fondo. Llevaba un top ceñido rojo y lo que mi madre hubiera calificado de pantalones pitillo. Probablemente lucía aquel mismo aspecto desde que había salido de la escuela y se había unido al ejército callejero.

Mientras la observaba, apuró su café, dio una profunda calada a su cigarrillo y aplastó la colilla en el platillo de metal que hacía las veces de cenicero. Paseó con indiferencia sus pintados ojos por la sala sin la esperanza de encontrar un objetivo, pero preparada para entrar en danza. Tenía la triste expresión de quien lleva mucho tiempo en la calle. Como ya no estaba en condiciones de competir con las jóvenes, probablemente se habría especializado en sesiones rápidas en las callejuelas y en los asientos posteriores de los coches. El éxtasis a últimas horas de la noche a precios de ganga. Se subió el top en su huesudo pecho, recogió la cuenta y fue hacia la caja. Rosie la Remachadora pateaba de nuevo las calles.

Tres muchachos ocupaban una mesa cerca de la puerta. Uno estaba derrengado sobre la mesa, con la cabeza apoyada en un brazo y el otro inerte en el regazo. Los tres llevaban camisetas, pantalones téjanos cortados por las rodillas y gorras de béisbol, dos de ellos con la visera hacia atrás. En cuanto al tercero, desdeñando a la moda, llevaba la visera sobre la frente. Los jóvenes despiertos comían hamburguesas y al parecer se desentendían de su compañero. Tendrían unos dieciséis años.

La clienta restante era una monja. No se veía a Gabby.

Salí del restaurante y miré arriba y abajo de Ste. Catherine. Los grupos de motoristas habían llegado, y las Harley y Yamaha se alineaban a ambos lados de la calle en dirección este. Sus propietarios montaban a horcajadas en ellas o bebían y charlaban en pandillas, vestidos de cuero y con botas pese al calor de la noche.

Las mujeres que los acompañaban estaban sentadas tras ellos o conversaban entre sí. Me recordaban mis años de universidad. Pero aquellas mujeres escogían un mundo de violencia y dominación machista. Como los cinocéfalos, las mujeres del grupo eran conducidas en manadas y controladas. Peor aún, dominadas y sexualmente explotadas, tatuadas, quemadas, golpeadas y asesinadas. Y, sin embargo, seguían con ellos. Si aquello era mejorar, no imaginaba qué dejaban detrás.

Escudriñé hacia la parte occidental de St. Laurent e inmediatamente descubrí lo que buscaba. Dos prostitutas merodeaban ante el Granada fumando y charlando. Reconocí a Poirette, pero no me sentí muy segura en cuanto a su compañera.

Contuve el impulso de renunciar y volver a casa. ¿Y si me había equivocado en mi atavío? Me había puesto una sudadera, téjanos y sandalias en la confianza de resultar inofensiva, pero no sabía sí lo había conseguido. Nunca había realizado semejante trabajo de campo.

«Déjate de tonterías, Brennan; te andas con rodeos. Lárgate de aquí. Lo peor que puede sucederte es que te vuelvan a sacudir. No sería la primera vez.»

Avancé una manzana y me detuve frente a las dos mujeres.

– Bonjour -saludé.

Mi voz sonaba temblorosa, como una cinta de cásete tensa y rebobinada. Me irrité conmigo misma y tosí para disimular.

Las mujeres interrumpieron su conversación y me inspeccionaron sin pronunciar palabra y con aire totalmente inexpresivo, como si estuvieran ante un insecto insólito o un objeto extraño que se mete por la nariz.

Poirette se balanceó apoyándose en su otra cadera. Llevaba las mismas botas negras que la primera vez que la vi. Se pasaba un brazo por la cintura, en el que apoyaba su codo y me miraba con los ojos entornados. Dio una profunda calada al cigarrillo, inhaló con intensidad el humo en sus pulmones y por último adelantó el labio inferior y proyectó el humo hacia arriba en una espiral que se diluyó como neblina entre el intermitente resplandor del letrero de neón del hotel. Sobre su cutis color de cacao se proyectaban las luminosas franjas rojiazules. Sin decir palabra desvió de mí su mirada y la centró en la gente que desfilaba por la acera.

– ¿Qué deseas, chérie?

La voz de la mujer era ronca y profunda, como si formara las palabras con partículas de sonidos entre las que flotaban lagunas. Se había dirigido a mí en inglés con una cadencia que recordaba ciénagas con jacintos y cipreses, bandas de dialecto criollo y música zydecko de Luisiana, cigarras que cantaban en las apacibles noches de verano. Era mayor que Poirette.

– Soy amiga de Gabrielle Macaulay y trato de encontrarla.

Hizo un movimiento ambiguo con la cabeza. No supe a ciencia cierta si ello significaba que no conocía a Gabby o que no deseaba responder.

– Es antropóloga y trabaja por aquí.

– Todas trabajamos por aquí, querida.

Poirette dio un resoplido y movió los pies. Observé que llevaba pantalones cortos y un corpino negro brillante. Estaba segura de que conocía a mi amiga: era una de las mujeres que habíamos visto aquella noche y que Gabby me había señalado. Vista de cerca aún parecía más joven. Me centré en su compañera.

– Gabby es una mujer grande -proseguí-, de mi edad. Tiene… -me esforcé por encontrar el calificativo-… rizos rojos.

Absoluta indiferencia.

– Y una anilla en la nariz.

Era como hablar con una pared.

– Hace tiempo que no logro localizarla. Creo que su teléfono está estropeado y estoy preocupada por ella. Seguro que vosotras debéis conocerla.

Acentué las vocales e intensifiqué mi pronunciación para apelar a la lealtad regionaclass="underline" hijas del sur unidas.

La oriunda de Luisiana se encogió de hombros en una versión sureña de la universal respuesta francesa. Más hombros, menos palmas.

A paseo con el intento de acercamiento natal. No llegaría a ninguna parte. Comenzaba a comprender lo que quería decir Gabby. En el Main no se formulan preguntas.

– Si la veis ¿querréis decirle que la busca Tempe?

– ¿Es sureño ese nombre, chérie?

La mujer introdujo una de sus largas uñas pintadas de rojo entre sus cabellos y se rascó la cabeza. El peinado, tan lacado que hubiera resistido a un huracán, se movió en masa creando la ilusión de que su cabeza cambiaba de forma.

– No exactamente. ¿Sabéis algún lugar donde pueda buscarla?

Otro encogimiento de hombros. La mujer retiró el dedo y examinó su uña.

Saqué una tarjeta del bolsillo del pantalón.

– Si se os ocurre algo, podéis encontrarme aquí.

Cuando me alejaba observé que Poirette cogía la tarjeta.

Mis aproximaciones a otras muchachas de Ste. Catherine dieron el mismo resultado. Reaccionaban entre indiferentes y airadas, animadas de modo uniforme por las sospechas y la desconfianza. No obtuve información alguna. Si Gabby había aparecido alguna vez por allí, nadie iba a admitirlo.