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Fui de bar en bar, desplazándome entre los sórdidos ámbitos de la gente nocturna. Cada uno era como el anterior, ideados por un mismo y retorcido decorador, de techos bajos y paredes de ladrillos, con murales pintados con esprays o cubiertos con bambúes falsos y maderas baratas. Eran oscuros y húmedos y olían a cerveza rancia, humo y sudor. En los mejores, los suelos estaban secos y los aseos limpios.

Algunos bares tenían plataformas levantadas sobre las que se retorcían las chicas que practicaban el striptease, cuyos dientes y tangas resplandecían entre las luces negras y sus rostros mostraban expresiones fijas y aburridas. Los hombres llevaban camisetas, lucían grandes ojeras de crápula, bebían cerveza en botellas y contemplaban a las bailarinas. Mujeres que se las daban de elegantes bebían vino barato o tomaban bebidas sin alcohol que disimulaban en vasos de whisky y se esforzaban por sonreír a los hombres que pasaban ante ellas, con la esperanza de atraerlos. Aunque trataran de mostrarse seductoras, la mayoría se veían cansadas.

Las que más tristeza inspiraban eran quienes se encontraban en los límites del ejercicio de su vida carnal, las que acababan de cruzar las líneas del comienzo o del fin. Había las dolorosamente jóvenes, algunas que aún conservaban los colores de la pubertad; otras habían acudido en busca de diversión y un ligue rápido, y las había que escapaban de algún infierno doméstico privado. Sus historias tenían un tema centraclass="underline" esforzarse a toda prisa por hacerse un rinconcito y llevar luego una vida respetable. Aventureras y fugitivas llegaban en autobús desde Ste. Thérése, Val d'Or, Valleyfield y Pointe du Lac. Venían con cabellos relucientes y rostros radiantes, confiando en su inmortalidad, seguras de su capacidad para dominar el futuro. El cannabis y la coca sólo eran una diversión. No los reconocían como los primeros peldaños de una escalera que conducía a la desesperación hasta que estaban demasiado metidas en ello para liberarse y sin otra opción que la caída.

Y luego estaban las que conseguían envejecer. Sólo las verdaderamente astutas y excepcionalmente fuertes lograban prosperar y escapar. Las enfermas y flojas morían. Las de cuerpos fuertes aunque voluntades débiles, resistían. Veían el futuro y lo aceptaban. Encontrarían la muerte en las calles porque no conocían otra cosa o porque amaban o temían a algún hombre lo bastante para venderse y comprarle su droga. O porque necesitaban alimentarse y un lugar donde dormir.

Recurrí a aquellas que entraban o salían de la hermandad. Evité a la generación decana, las endurecidas y las linces callejeras, aún capaces de dominar sus territorios tal como a su vez eran dominadas por sus chulos. Quizá la joven, ingenua y desafiante o la vieja, agotada y hastiada, serían más abiertas. Me equivocaba. Bar tras bar se alejaban de mí y mis preguntas se desvanecían en el aire enrarecido. Se imponía el código del silencio: no se permitía el acceso a desconocidos.

A las tres y cuarto ya estaba harta. Mis cabellos y mis ropas olían a tabaco y a porros y mis zapatos a cerveza. Había tomado bastante Sprite para inundar el Kalahari y tenía los ojos irritados, como llenos de arena. Dejé a la última fulana en el último bar y renuncié.

Capítulo 19

El aire tenía la textura del rocío. Se había levantado neblina desde el río y las gotitas brillaban a la luz de las farolas. El frío y la humedad me aliviaron la piel. Un nudo de dolor entre el cuello y los omóplatos me hizo sospechar que llevaba muchas horas en tensión, contraída y dispuesta a salir disparada. Tal vez lo hubiera hecho. De ser así, la tensión sólo procedía en parte de mi búsqueda de Gabby. Abordar a las prostitutas se había convertido en una rutina así como su rechazo. Eludir a los buscones y a los que se desplazaban lentamente en sus coches se había constituido en respuesta refleja.

Lo que me agotaba era la batalla que se libraba en mi interior. Había pasado cuatro horas luchando contra un antiguo amante, un amante del que nunca había estado totalmente liberada. Durante toda la noche me había enfrentado a la tentación del resplandor dorado del whisky con hielo y de la ambarina cerveza tomada en las mismas botellas. Había olido a mi alcohólico enamorado y distinguido su luz en los ojos de aquellos que me rodeaban y había vuelto a amarlo. ¡Diablos, aún lo adoraba! Pero el hechizo sería destructor. Cualquier coqueteo trivial por mi parte, y me vería dominada y consumida. De modo que me alejé de allí con pasos lentos. Tenía que mantenerme lejos. Tras haber sido amantes no podíamos ser amigos. Aquella noche casi nos habíamos echado uno en brazos de otro.

Respiré a fondo. El aire era un combinado de lubricante de motores, cemento húmedo y levadura fermentada de la fábrica de cervezas Molson. Ste. Catherine estaba casi desierta. Un anciano con gorra de punto y parka se apoyaba contra la fachada de un almacén con un can escuálido a su lado. Otro perro rebuscaba entre las basuras del otro lado de la calle. Tal vez aquél fuese el tercer turno del Main. Desanimada y agotada me dirigí a St. Laurent. Lo había intentado: si Gabby se hallaba en dificultades aquella gente no me ayudaría a dar con su paradero, era un club tan cerrado como la Liga Juvenil.

Pasé junto al My Kinh. Un letrero en el escaparate anunciaba COCINA VIETNAMITA durante toda la noche. Miré por los mugrientos cristales con escaso interés y de pronto me detuve. Sentada en un reservado al fondo del local se encontraba la compañera de Poirette, cuyos cabellos aún formaban una pagoda de color albaricoque. La estuve observando unos momentos.

La mujer impregnó un rollito de huevo en salsa roja de cerezas, se lo llevó a la boca y lamió la punta. Al cabo de unos momentos examinó el rollito y arrancó el envoltorio con los dientes. Volvió a mojarlo y repetió la maniobra sin apresurarse. Me pregunté cuánto tiempo estaría dando vueltas al rollito.

No. Sí. Es demasiado tarde. ¡Diablos! ¡Un último intento! Empujé la puerta y entré.

– ¡Hola!

Se estremeció ante el sonido de mi voz. Al principio pareció sorprendida y luego, al reconocerme, aliviada.

– ¡Hola, chérie! ¿Aún anda por aquí? -dijo al tiempo que volvía a concentrarse en su comida.

– ¿Puedo sentarme con usted?

– Como guste. No se interfiere en mi terreno, querida, y no tengo ningún motivo de queja contra usted.

Me metí en el reservado. La mujer era más mayor de lo que había imaginado. Rondaba la cuarentena. Aunque la piel de su garganta y frente estaban tensas y no aparecían bolsas bajo sus ojos, a la violenta luz fluorescente distinguí las arruguitas que irradiaban de sus labios: la línea de la mandíbula también comenzaba a aflojarse.

El camarero me trajo un menú y encargué sopa tonquinesa. No tenía apetito pero deseaba un pretexto para quedarme.

– ¿Ha encontrado a su amiga, chérie?

Al coger la taza de café tintinearon sus pulseras de plástico. Distinguí unas cicatrices grises que le cruzaban la parte interior del codo.

– No.

Aguardamos a que un muchacho asiático de unos quince años sirviera agua y colocara un mantel de papel.

– Me llamo Tempe Brennan.

– Lo recuerdo. Acaso Jewel Tambeaux sea una gata vieja, pero no es ninguna mema -afirmó. Y lamió de nuevo el rollito.

– Yo, señorita Tambeuax…

– Llámame Jewel, pequeña.

– He pasado cuatro horas tratando de averiguar si una amiga está bien, sin que nadie haya admitido siquiera haber oído hablar de ella. Gabby hace años que viene por aquí y estoy segura de que todas saben de quién hablo.

– Tal vez sí, querida, pero no tienen idea de por qué andas preguntando.

Dejó el rollito y tomó café con un sonoro sorbido.