– Te di mi tarjeta. No he ocultado quién soy.
Me miró con dureza unos momentos. Despedía un olor a colonia barata, humo y cabellos sucios que impregnaba el pequeño recinto. El borde de su blusa estaba manchado de maquillaje.
– ¿Quién eres tú, «señorita con una tarjeta que dice Tempe Brennan»? ¿Estás excitada? ¿Sufres algún problema especial? ¿Guardas rencor hacia alguien?
Se expresaba con extraño acento. Mientras hablaba levantó una de sus largas y rojas uñas de la taza y me señaló subrayando cada posibilidad.
– ¿Parezco una amenaza para Gabby?
– Lo único que la gente sabe es que te has presentado con tu camiseta juvenil y tus sandalias de yupi y que andas haciendo muchas preguntas, esforzándote porque alguien se vaya de la lengua. No eres una gatita con las garras afiladas ni pareces tratar de causar problemas: la gente no sabe dónde colocarte.
El camarero trajo mi sopa y permanecimos en silencio mientras yo escurría fragmentos de lima y añadía pasta de pimiento rojo con una cucharilla china. Mientras comía observé a Jewel, que mordisqueaba su rollito. Decidí mostrarme humilde.
– Me parece que lo he llevado muy mal.
Fijó en mí sus ojos castaños. Se le había desprendido una pestaña postiza que se curvaba hacia arriba en su párpado como un miriápodo que tanteara el aire. Bajó los ojos, dejó los restos de su golosina y aproximó la taza de café frente a ella.
– Tienes razón -proseguí-. No debería haber arremetido contra la gente acribillándola a preguntas. Pero estoy muy preocupada por Gabby. He llamado a su apartamento, he pasado por allí, le he telefoneado a la escuela, y nadie parece saber dónde se encuentra. Es impropio de ella.
Probé una cucharada de sopa: sabía mejor de lo que había imaginado.
– ¿A qué se dedica tu amiga?
– Es antropóloga. Estudia a la gente, le interesa la vida que se lleva por aquí.
– El Segundo Advenimiento en el Main.
Rió su propia gracia y aguardó atentamente mi respuesta a la alusión hecha de Margaret Mead. Yo no hice comentario alguno, pero comencé a pensar que Jewel Tambeaux no era ninguna necia. Tenía la sensación de verme sometida a prueba.
– Tal vez no desee ser encontrada en estos momentos -añadió.
«Pueden abrir sus textos de examen.»
– Tal vez.
– Así pues, ¿cuál es el problema?
«Pueden coger sus lápices.»
– Parecía muy trastornada la última vez que la vi. Casi asustada.
– ¿Trastornada por qué, querida?
«Preparados.»
– Por un tipo que la seguía. Decía que era muy raro.
– Hay muchos tipos raros por aquí, chérie.
«De acuerdo, puede comenzar la clase.»
Le conté toda la historia. Mientras escuchaba removía los posos de su taza y observaba atentamente el oscuro líquido. Cuando hube concluido siguió mirando la taza como si grabara mi respuesta. Luego hizo señas para que le sirvieran otro. Aguardé a descubrir qué calificación había merecido.
– Ignoro su nombre, pero es muy probable que sepa de quién hablas. Un tipo flaco que recuerda a un gusano. De acuerdo que es extraño y debe de atormentarlo algo importante, pero no me parece peligroso. Dudo que tenga entendimiento para leer una etiqueta de ketchup.
Había superado la prueba.
– La mayoría lo evitamos.
– ¿Por qué?
– Sólo transmito lo que se dice por la calle, porque yo no trabajo con él. El tipo me pone la piel de gallina, como si me tocara una serpiente. -Hizo una mueca y se estremeció-. Dicen que tiene aficiones peculiares.
– ¿Peculiares?
Dejó la taza en la mesa y me miró pensativa.
– Paga por hacerlo pero no quiere follar.
Recogí pasta de la sopa y aguardé.
– Va con él una chica llamada Julie: todas las demás se niegan. Es más lista que una ardilla, pero ésa es otra historia. Me contó que cada vez repiten el mismo espectáculo: suben a la habitación, nuestro héroe lleva una bolsa de papel que contiene un camisón. Nada morboso, de esos de encaje. La mira mientras se lo pone y luego él le dice que se tienda en la cama. Hasta aquí no hay gran cosa, pero entonces acaricia el camisón con una mano y su polla con la otra, que se le levanta en seguida como una torre de perforación y se le dispara entre gruñidos y gemidos como si estuviera en otro mundo. Luego le hace quitarse el camisón, le da las gracias, le paga y se larga. Julie piensa que se gana fácilmente el dinero.
– ¿Por qué crees que es el tipo que molesta a mi amiga?
– En una ocasión en que guardaba el camisón de la abuelita en la bolsa Julie distinguió en ella la empuñadura de un cuchillo. Entonces le dijo: «Si quieres más guerra despréndete de esa arma, vaquero.» Él le respondió que era su símbolo de honradez o algo por el estilo, se siguió extendiendo en cuanto al cuchillo, su alma, el equilibrio ecológico e historias similares y la dejó muerta de miedo.
– ¿Y?
Nuevo encogimiento de hombros.
– ¿Ha vuelto a aparecer por aquí?
– Hace tiempo que no lo vemos, pero eso no significa gran cosa. Nunca se ha presentado con regularidad. Llega y se va.
– ¿Has hablado alguna vez con él?
– Todas hemos hablado con él, cariño. Cuando se presenta es un pelmazo, irritante y molesto imposible de quitarse de encima. Por eso te digo que es como un gusano.
– ¿Lo has visto alguna vez con Gabby? -le pregunté mientras me llenaba la boca de pasta.
– Buen intento, muchacha -repuso ella riendo y retrepándose en su asiento.
– ¿Dónde podría encontrarlo?
– ¿Qué diablos sé? Espera un tiempo y aparecerá por aquí.
– ¿Y qué hay de Julie?
– Ésta es una zona de libre comercio, chérie; la gente viene y se va. Yo no le sigo la pista a nadie.
– ¿La has visto últimamente?
Meditó unos momentos.
– No puedo asegurarlo.
Examiné la pasta que quedaba en el fondo del cuenco y luego observé a Jewel. Había abierto un poco la rendija, me había permitido echar una miradita. ¿Me atrevería a insistir? Aproveché la oportunidad.
– Es posible que ande por ahí un asesino en serie, Jewel. Un tipo que mata a las mujeres y las despedaza.
Su expresión siguió inalterable. Se limitó a mirarme como una gárgola pétrea. O no me había comprendido o su mente estaba embotada para pensar en violencia y dolor, incluso en muerte. O tal vez se había puesto una máscara, una fachada para ocultar un temor demasiado auténtico para expresarlo verbalmente. Sospeché que se trataba de esto último.
– ¿Se halla en peligro mi amiga, Jewel?
Cruzamos nuestras miradas.
– ¡Es una hembra, chérie!
Regresé a casa en coche, dejando vagar mis pensamientos y sin apenas prestar atención al trayecto. De Maisonneuve estaba desierto, los semáforos funcionaban ante una vivienda vacía. De pronto aparecieron unos faros por mi espejo retrovisor que se clavaron en mí.
Crucé Peel y me situé a la derecha para dar paso al vehículo. Las luces se movieron conmigo. Regresé al carril interior. El conductor me siguió y puso las luces largas.
– ¡Asno! -exclamé.
Aceleré. El coche siguió pegado a mi parachoques.
Sentí un ramalazo de temor. Tal vez no se tratara sólo de un borracho. Miré de reojo el retrovisor y traté de distinguir al conductor, pero sólo vislumbré una silueta. Parecía grande. ¿Sería un hombre? No podía asegurarlo. Las luces eran cegadoras; el coche, inidentificable.
Las manos me resbalaban en el volante, crucé Guy, giré a la izquierda una y otra vez alrededor de la manzana prescindiendo de las luces rojas, me metí a toda marcha en mi calle y a continuación en el garaje subterráneo del edificio.
Aguardé a que la puerta eléctrica se cerrara y funcionase el seguro con la llave preparada y los oídos alerta al sonido de pisadas. Nadie me seguía. Mientras cruzaba el vestíbulo de la planta baja miré a través de las cortinas. Un coche vagaba por la esquina, en el otro extremo de la calle, con las luces encendidas, y el conductor se recortaba como una negra sombra entre la oscuridad que precede al amanecer. ¿Se trataría del mismo coche? No podía estar segura de ello. ¿Lo habría despistado?