Esbozó una fugaz sonrisa y mantuvo su aire inexpresivo.
– Me refiero a los caballeros japoneses.
– Sí, proceden de un laboratorio de Kobe, químicos en su mayoría. No me importa.
– No estoy segura de si podrá ayudarme, pero quisiera hacerle unas preguntas -comencé.
Paseó sus ojos ocultos tras los cristales de las gafas por la hilera de cráneos que se extendían detrás de mi escritorio.
– Los guardo con fines comparativos -le expliqué.
– ¿Son auténticos?
– Sí, lo son.
Desvió la mirada y distinguí una versión distorsionada de mí misma en sus rosados cristales. Frunció y distendió de nuevo las comisuras de los labios. Sus sonrisas iban y venían como la luz de una bombilla que tuviera un mal contacto. Me recordó mi linterna en el bosque.
Le expliqué lo que deseaba. Cuando hube concluido, ladeó la cabeza y miró al techo como si pudiera encontrar allí la respuesta. Se tomaba tiempo. Entretanto distinguí el zumbido de una impresora desde algún despacho del pasillo.
– No habrá nada con anterioridad a 1985. Estoy segura de ello.
Nuevo asomo de sonrisa. Como un flash.
– Comprendo que es algo insólito, pero vea qué puede hacer.
– Ville de Quebec, aussi?
– No, por ahora sólo los casos de LML.
Asintió y, tras esbozar una nueva sonrisa, se marchó. En aquel momento sonó el teléfono: era Ryan.
– ¿Podría tratarse de alguien más joven?
– ¿Cuánto más joven?
– Diecisiete.
– No.
– ¿Tal vez alguien con alguna especie de…?
– No.
Silencio.
– Tengo otra de sesenta y siete.
– Ryan, esta mujer no pertenece a la primera ni a la tercera edad.
– ¿Y si tuviera alguna clase de afección ósea? Tengo entendido… -prosiguió el hombre imperturbable.
– Se halla entre los veintinco y los treinta y cinco, Ryan.
– De acuerdo.
– Es posible que desapareciera de 1989 a 1992.
– Ya me lo dijo.
– ¡Ah, algo más! Probablemente tuvo hijos.
– ¿Cómo?
– He encontrado indicios en el interior de los huesos pélvicos. Busque una madre.
– Gracias.
Antes de que él me llamara de nuevo volvió a sonar el teléfono.
– Ryan, le he dicho…
– Soy yo, mamá.
– ¡Hola, querida! ¿Cómo estás?
– Bien, mamá. -Pausa-. ¿Estás enfadada por nuestra conversación de anoche?
– ¡Desde luego que no, Katy! Sólo preocupada por ti.
Larga pausa.
– Bien. ¿Qué hay de nuevo? -pregunté-. Apenas hemos hablado de lo que has hecho este verano.
Deseaba decirle muchas cosas, pero preferí dejarle la iniciativa.
– Poca cosa. Charlotte es tan aburrido como siempre. No había nada que hacer.
Bien. Otra dosis de negatividad adolescente. Precisamente lo que menos necesitaba. Traté de controlar mi malestar.
– ¿Cómo va el trabajo?
– Bien. Hay buenas propinas. Anoche gané noventa y cuatro dólares.
– ¡Eso está muy bien!
– Tengo muchas horas.
– ¡Magnífico!
– Quiero dejarlo.
Aguardé.
Ella también aguardó.
– Necesitarás ese dinero para estudiar, Katy.
«No eches a perder tu vida, hija.»
– Ya te lo dije: no quiero volver en seguida. Pienso tomarme un año de descanso.
Ya estábamos en ello. Intuía lo que vendría a continuación y me lancé a la ofensiva.
– Ya hemos hablado de esto, querida. Si no te gusta la universidad de Virginia podrías probar McGill. ¿Por qué no te tomas un par de semanas, vienes y lo hablamos?. Podríamos considerarlo como unas vacaciones. Me cogeré algún tiempo libre. Tal vez podríamos ir a las Maritimes, dar una vuelta por Nova Scotia unos días.
«¡Dios!, ¿qué estaba diciendo? ¿Cómo iba a arreglármelas? No importaba. Ante todo estaba mi hija.»
Ella no respondió.
– No se trata de las notas, ¿verdad?
– No, no. Son muy buenas.
– Entonces podrías transferir los créditos. Podríamos…
– Quiero ir a Europa.
– ¿A Europa?
– Sí. A Italia.
– ¿A Italia? -No tuve que reflexionar mucho-. ¿Es donde jugará Max?
– Sí. -A la defensiva-: ¿Por qué?
– ¿Por qué?
– Le dan mucho más dinero que los Hornets.
No respondí.
– Y una casa.
Nada.
– Y un coche: un Ferrari
Silencio.
– Libre de impuestos.
Su tono era cada vez más desafiante.
– Me parece estupendo para Max, Katy. Practica un deporte que le gusta y por añadidura cobra por ello. ¿Pero y tú?
– Max quiere que lo acompañe.
– Max tiene veinticuatro años y está licenciado. Tú tienes diecinueve y sólo llevas uno de carrera.
Se percibía la irritación de mi voz.
– Tú ya estabas casada a los diecinueve.
– ¿Casada?
El estómago me dio un triple vuelco.
– Bueno, eso hiciste.
Estaba decidida. Contuve mi lengua preocupadísima por ella pero sabiendo que no podía hacer nada.
– Ya te lo he dicho. No vamos a casarnos.
Transcurrieron unos instantes de silencio que parecieron eternos entre Montreal y Charlotte.
– ¿Pensarás mi propuesta de venir aquí, Katy?
– Desde luego.
– Prométeme que no harás nada sin hablar conmigo, ¿de acuerdo?
Nuevo silencio.
– ¿Katy?
– Sí, mamá.
– Te quiero, cariño.
– También yo, mamá.
– Saluda a tu padre de mi parte.
– Así lo haré.
– Mañana te dejaré un mensaje en tu correo electrónico, ¿de acuerdo?
– De acuerdo.
Colgué con mano temblorosa. ¿Qué sucedería? Los huesos eran más fáciles de interpretar que los hijos. Me procuré una taza de café y llamé.
– El doctor Calvert, por favor.
– ¿Puedo preguntar quién llama? -Se lo dije.
– Un momento, por favor. -Y retuvo la llamada.
– ¿Cómo estás, Tempe? Pasas más tiempo en el teléfono que un ejecutivo importante. Eres muy difícil de localizar.
Su voz sonaba muy vibrante entre las diferencias horarias.
– Lo siento, Aarón. Mi hija se propone colgar los estudios y largarse con un jugador de baloncesto -barboté.
– ¿Es capaz el tipo de situarse en la banda o disparar de tres?
– Supongo que sí.
– Déjala ir.
– Muy divertido.
– No es cosa de risa alguien que puede situarse en la banda o disparar desde fuera del arco. Buena cuenta bancaria.
– Aarón, tenemos otro descuartizamiento.
Había hablado a Aarón de los casos anteriores. Solíamos intercambiar impresiones.
Oí su risita.
– Ahí no habrá pistolas, pero disfrutan cortando.
– Sí. Pienso que este psicópata ya se ha ensañado lo suyo. Todas son mujeres, pero por lo demás no parece existir otro vínculo entre ellas. Salvo las marcas de los cortes que son muy singulares.
– ¿En serie o en masa?
– En serie.
Permaneció pensativo unos segundos.
– Vamos. Explícate.
Describí los rebordes y cortes de los huesos del brazo. De vez en cuando él me interrumpía para formularme alguna pregunta o para pedirme que fuese más despacio. Lo imaginaba tomando notas, inclinando su alta y enjuta figura sobre algún pedazo de papel del que aprovechaba hasta el último milímetro de espacio en blanco. Aunque tenía cuarenta y dos años, su rostro moreno y severo y sus ojos de cherokee le hacían aparentar noventa. Siempre había sido así. Su ingenio era tan árido como el desierto de Gobi y su corazón de iguales dimensiones.
– ¿Son muy profundos los falsos inicios? -inquirió con aire muy profesional.
– No. Bastante superficiales.
– ¿La armonía es clara?
– Mucho.
– ¿Dices que la hoja deriva en el reborde?
– Hum… Sí.
– ¿Te fías de las medidas de distancia del dentado?