– Sí. Los arañazos eran claros en distintos lugares al igual que algunas islas.
– ¿Por lo demás los fondos quedan muy lisos?
– Sí. Es muy evidente en los moldes.
– Y con salidas melladas -murmuró como para sí.
– Muchas.
Una prolongada pausa mientras su mente se imbuía de la información facilitada y calculaba las posibilidades. Yo observaba pasar la gente delante de mi puerta, oía sonar los teléfonos, zumbar las impresoras y detenerse después. Giré en mi silla y miré hacia el exterior. El tráfico cruzaba por el puente de Jacques-Cartier, Toyotas y Fords enanos. Los minutos transcurrían.
– Estoy trabajando algo a ciegas, Tempe -me dijo por fin-. No sé cómo has logrado implicarme en esto. Pero ahí va mi opinión.
Giré de nuevo en mi asiento y apoyé los codos en la mesa.
– Apostaría a que no se trata de una sierra eléctrica sino de alguna especialidad de tipo manual. Probablemente algún tipo de las que utilizan los cocineros.
¡Sí! Di una palmada en mi mesa, levanté el puño en lo alto y lo descargué con fuerza como un ingeniero que tirara del cordón del silbato. Las notas de color rosado volaron hacia el suelo.
Aarón prosiguió, ignorante de mis aspavientos.
– Los rebordes son demasiado grandes para tratarse de una clase de sierra de arco de dentado fino o de cuchillo en sierra. Además parece que los dientes están demasiado apretados. Con esas configuraciones en el suelo, dudo que te refieras a ninguna clase de tronzadora. Tiene que tratarse de una sierra de doble filo. Todo ello, desde luego sin poder verlo, me sugiere que se trata de una sierra de carnicero o de cocinero.
– ¿Qué aspecto tendría?
– Como una gran sierra para metales. El juego de dentado es muy amplio, para que no se atasque. Por ello aparecen a veces las islas que describes en los falsos inicios. Suele haber mucha deriva pero la hoja atraviesa el hueso perfectamente y corta con gran limpieza. Puede tratarse de sierras pequeñas muy eficaces que atraviesan huesos, cartílagos, ligamentos, lo que sea.
– ¿Cualquier otra cosa que sea consistente?
– Bien, siempre existe la posibilidad de que te encuentres con algo que no se adapte a las pautas regulares. Esas sierras no leen los pensamientos, ¿sabes? Pero a primera vista no se me ocurre nada más que se adapte a todo cuanto me has explicado.
– ¡Eres fantástico! Es exactamente lo que yo pensaba pero deseaba oírtelo decir, Aarón. No sabes cuánto te agradezco lo que haces.
– No tiene importancia.
– ¿Querrás ver las fotos y los moldes?
– Desde luego.
– Te los enviaré mañana.
La segunda pasión de Aarón en la vida eran las sierras. Tenía catalogadas descripciones por escrito y fotográficas de las características producidas en el hueso por todas las sierras conocidas, y pasaba largas horas examinando los casos que enviaban a su laboratorio desde todo el mundo.
Percibí un carraspeo por el que comprendí que tenía algo más que decirme. Mientras aguardaba, recogí las notas caídas.
– ¿Dices que los únicos huesos completamente seccionados son las partes inferiores de los brazos?
– Sí.
– ¿Y que los otros los separó por las articulaciones?
– Sí.
– ¿Limpiamente?
– Mucho.
– Hum.
Suspendí mi actividad.
– ¿Qué sucede?
– ¿Cómo? -se sorprendió con aire inocente.
– Cuando dices «hum» de ese modo, significa algo.
– Sólo una asociación muy interesante.
– ¿En qué consiste?
– El tipo utiliza una sierra de cocinero. Y se dedica a cortar los cuerpos como quien sabe lo que hace. Sabe dónde debe emplearse y cómo. Y obra de igual modo cada vez.
– Sí. Ya he pensado en ello.
Transcurrieron unos segundos.
– Pero sólo sierra las manos. ¿Qué me dices de eso? -pregunté.
– Ésa, doctora Brennan, es cuestión de psicólogo, no de especialista en sierras.
Convine en ello y mudé el tema de conversación.
– ¿Qué tal las muchachas?
Aarón era soltero y, aunque lo conocía desde hacia veinte años, no recordaba que jamás hubiera tenido una cita. Los caballos eran su principal pasión. De Tulsa a Chicago y a Luisville y de nuevo a Oklahoma City siempre viajaba donde lo llevaba el circuito trimestral equino.
– Muy excitadas. Pujé por un semental el otoño pasado y lo conseguí. Desde entonces las muchachas se comportan como potrillas.
Charlamos acerca de nuestras vidas y de nuestros mutuos amigos y acordamos encontrarnos en la reunión que celebraría la Academia en febrero.
– Que tengas suerte para descubrir a ese tipo, Tempe.
– Gracias.
Según mi reloj eran las cinco menos veinte. De nuevo despachos y pasillos se habían quedado en silencio alrededor de mí. El timbre del teléfono me sobresaltó.
Pensé que tomaba demasiado café.
Al responder, el auricular aún seguía caliente en mi oído.
– Anoche te vi.
– ¡Gabby!
– ¡No vuelvas a hacerlo, Tempe!
– ¿Dónde estás, Gabby?
– Sólo lograrás empeorar las cosas.
– ¡Maldita sea, Gabby, no juegues conmigo! ¿Dónde estás? ¿Qué sucede?
– Eso no importa. Ahora no puedo verte.
No podía creer que volviera a hacerme aquello. Sentía crecer la ira en mi pecho.
– ¡Mantente al margen, Tempe! ¡Aléjate de mí! ¡Aléjate de mi…!
La egocéntrica rudeza de Gabby encendió mi ira contenida. Espoleada por la arrogancia de Claudel, la crueldad de un asesino psicópata y la locura juvenil de Katy, estallé con la furia de un relámpago y la cargué sobre Gabby abrasándola.
– ¡Quién diablos te crees que eres! -resoplé por el teléfono con voz quebrada.
Apreté el aparato con tanta energía como para romper el plástico y proseguí:
– ¡Puedes irte al diablo! ¡Te dejaré tranquila, de acuerdo! ¡No sé a qué extraños juegos te dedicas, Gabby, ni quiero saberlo! ¡Juego, partido, encuentro concluido! No quiero saber nada de tu esquizofrenia ni de tus paranoias. Y te repito que no seguiré tu juego haciendo el papel de vengador y tú de damisela en apuros.
Todas mis neuronas estaban sobrecargadas como un electrodoméstico de ciento diez en un enchufe de doscientos veinte. Jadeaba y sentía escocer las lágrimas en mis ojos. El genio de Tempe.
Gabby había colgado.
Me senté unos momentos inmóvil, sin pensar. Me sentía mareada.
Lentamente colgué el aparato. Cerré los ojos, busqué entre la selección musical y escogí una pieza, algo que me distendiera, y en voz baja y ronca tarareé la tonada.
Capítulo 21
A las seis de la mañana una lluvia pertinaz tamborileaba contra mis ventanas. De vez en cuando un coche pasaba ronroneante en temprano desplazamiento. Por tercera vez desde hacía muchos días vi despuntar el alba, un acontecimiento que acojo con tanto entusiasmo como Joe Montana un bombardeo aéreo sin cuartel. Aunque poco aficionada a las siestas, tampoco soy madrugadora. Sin embargo, aquella semana ya había visto salir el sol en dos ocasiones, ambas veces cuando lograba conciliar el sueño; aquel día mientras me removía y giraba sin sentirme soñolienta ni descansada después de pasar once horas en el lecho.
De regreso a casa tras la llamada de Gabby, había ido a tomar un bocado. Pollo frío grasiento, puré de patatas rehidratadas con grasa sintética, mazorcas blancas y pastel de manzana pringoso. Merci, coronel. A continuación tomé un baño caliente y efectué un prolongado reconocimiento de la herida de mi mejilla. La microcirugía no serviría de nada. Parecía como si me hubieran arrastrado. Hacia las siete conecté con los juegos de la Expo y me quedé dormida de partido en partido.
Encendí mi ordenador, a las seis de la mañana -o de la tarde- estaba a punto y dispuesto para actuar. Había transmitido un mensaje electrónico a Katy por MacGill a mi servicio de correo en la universidad de Charlotte, al que ella podía acceder con su ordenador portátil y su módem y contestar directamente desde su habitación. ¡Bravo, viajemos por Internet!