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Dejé las fotos en la mesa y escuché a LaManche que concluía su resumen y marcaba «La» en su hoja. Él realizaría la autopsia y yo ajustaría la edad tras examinar el desarrollo del esqueleto. Bergeron efectuaría un intento con los dientes. Todos dimos nuestra conformidad y, puesto que no había más asuntos que tratar, la reunión concluyó.

Me preparé un café y volví a mi despacho. Sobre la mesa se encontraba un gran sobre marrón. Lo abrí y pasé la primera radiografía del pequeño por la pantalla. Cogí un impreso del cajón de la mesa de trabajo y comencé mi examen. Sólo había dos huesos carpianos en cada mano, sin cápsulas en las puntas de los dedos. Inspeccioné las partes inferiores de los brazos: tampoco había cápsulas en ningún radio. Concluí con la parte superior del cuerpo, relacioné en mi hoja de inventario aquellos elementos óseos que estaban presentes y anoté los que aún no se habían formado. Luego hice lo mismo con la parte inferior del cuerpo, pasando de una a otra radiografía para asegurarme de mis observaciones. El café se enfrió.

Los niños nacen con el esqueleto incompleto. Algunos huesos tales como los carpos de las manos no están en el momento de nacer y aparecen meses, o incluso años, más tarde. Otros huesos carecen de los nudos y crestas que con el tiempo conformarán a los adultos. Las partes que faltan surgen sucesivamente, de modo previsible, y permiten una valoración bastante fidedigna de la edad de los más jóvenes. Aquel bebé sólo había vivido siete meses. Resumí mis conclusiones en otro impreso, guardé todo el papeleo en un expediente amarillo y lo metí en el montón destinado al equipo de secretarias, quienes me lo devolverían mecanografiado en mi formato preferido, duplicado y reunido todos los materiales y diagramas que lo respaldaban, y asimismo pulirían mi francés. Anticipé un informe verbal a LaManche y luego me dediqué a los terrones.

El barro no se había deshecho, pero sí ablandado lo suficiente para permitirme extraer el contenido. Tras un cuarto de hora de rascar y desprender me encontré con ocho vértebras, siete fragmentos de huesos largos y tres pedazos de pelvis, todos los cuales mostraban indicios de haber sido sometidos a una carnicería. Pasé media hora lavando y clasificando aquel caos y acto seguido lo ordené y añadí algunas notas. Por el camino pedí a Lisa que fotografiara los esqueletos parciales de las tres víctimas: dos ciervos de blancas colas y un perro de tamaño mediano. Rellené otro informe y dejé aquel expediente sobre el anterior: aunque extraño, no era problema forense. Lucie había dejado una nota en mi mesa. La encontré en su despacho, de espaldas a la puerta, paseando la mirada entre la pantalla de una terminal y un legajo abierto. Tecleaba con una mano y con la otra sostenía el documento moviendo lentamente el índice de una a otra anotación.

– He recibido su aviso -dije.

Ella levantó un dedo, pulsó algunas teclas y luego puso una regla sobre el expediente. Giró y se desplazó hacia su mesa con un solo movimiento.

– He buscado lo que usted me pidió. Algo de ello.

Registró en un montón de papeles, pasó a otro y volvió al primero, que examinó de nuevo con más lentitud. Por fin retiró primero, que examinó de nuevo con más lentitud. Por fin retiró un montoncillo de documentos unidos con grapa, revisó algunas páginas y me lo entregó.

– No aparece nada con anterioridad al 88.

Hojeé las páginas consternada. ¿Cómo podían ser tantas?

– Primero traté de localizar los casos utilizando la clave «mutilación». A ello corresponde la primera lista, la más extensa. Ahí figuran todos aquellos que se arrojaron al tren o se amputaron miembros con maquinaria. No creo que sea eso lo que le interesa.

Así era realmente. Parecía representar el compendio de los que habían perdido traumáticamente brazos, piernas o dedos en accidentes laborales o que incluso habían llegado a las puertas de la muerte.

– Luego lo intenté añadiendo «intencionado» para restringir la selección a los casos en que la mutilación había sido adrede.

La miré inquisitiva.

– No obtuve resultados.

– ¿Ninguno?

– Eso no significa que no los hubiera.

– ¿Cómo es eso?

– Yo no entré los datos. Durante los dos últimos años hemos dispuesto de recursos especiales para contratar empleados a tiempo parcial a fin de ingresar cuanto antes la información en la memoria. -Agitó la cabeza y suspiró exasperada- El ministerio ha remoloneado largos años para ser informatizado y ahora desea que se haga todo de la noche a la mañana. Sea como sea, los datos de entrada de la gente aparecen con los códigos corrientes más básicos: fecha de nacimiento y de defunción y causa de la muerte, entre otros. Pero, cuando hay algo extraño, lo que sucede raras veces, el sistema actúa de modo casi automático. En ese caso utiliza un código.

– ¿Algo extraño… como un descuartizamiento?

– Exactamente. Unos lo calificarían de amputación; otros usarían la palabra desarticulación. Por lo general aplicarían la misma palabra que aparece en el informe del patólogo. O acaso la ingresaran como cortado o aserrado.

Miré de nuevo las listas totalmente desanimada.

– Las he intentado todas y algunas más y no funciona.

Había sido una buena iniciativa.

– Con mutilación resultó la lista más extensa. -Aguardó a que yo pasara a la segunda página-. Ésa fue peor que descuartizamiento. Entonces traté de combinarlo con la palabra «posmórtem» como limitador para escoger los casos en que el… -volvió las palmas en el aire e hizo un movimiento con los dedos como si rascara, cual si tratara de captar la palabra del aire- el hecho tuviera lugar después de la muerte. -La miré esperanzada-. Sólo apareció un tipo al que le habían cortado el miembro.

– El ordenador lo interpretó de modo literal -acoté.

– ¿Cómo?

– No importa.

Otra broma que pasaba desapercibida.

– Luego probé «mutilación» en combinación con el limitador «posmórtem» y…

Recogió de la mesa el último impreso y me lo tendió.

– ¡Bango! ¿Es eso lo que ustedes dicen?

– Bingo.

– Pues ¡bingo! Creo que esto puede ser lo que usted desea. Cabe prescindir de algunos casos especiales, como los drogadictos que utilizaban ácido. -Señaló varias líneas que estaban tachadas-. Éstos no creo que le interesen.

Asentí con aire ausente, por completo absorta en la página tres donde aparecían relacionados doce casos de los que ella había tachado tres.

– Pero quizás haya otros que sí le interesen.

Apenas la escuchaba. Había hojeado la lista y me había detenido en el sexto nombre. Un cosquilleo de inquietud me recorrió el cuerpo, y deseé regresar a mi despacho.

– Lucie, esto es estupendo -le dije-. Es mucho mejor de lo que esperaba.

– ¿Le servirá de algo?

– Sí, sí, creo que sí -respondí tratando de parecer despreocupada.

– ¿Quiere que busque todos estos casos?

– No, gracias. Déjeme examinarlo y luego consultaré los expedientes completos.

En mi fuero interno deseé estar equivocada.

– Bien sûr.

Se quitó las gafas y comenzó a limpiar los cristales con el borde de su suéter. Sin ellas parecía incompleta, se veía rara, como John Denver cuando se puso lentillas de contacto.

– Me gustaría saber qué sucede -dijo una vez que se hubo colocado los rosados rectángulos en el puente de la nariz.